Este verano quiero ir a un lugar donde dicen que los atardeceres, donde el sol pierde su fuerza y entra en contacto con la masa terrestre, son como el silencio cuando penetra en el cuerpo y te rapta por unos momentos. Quise descubrir esas sensaciones y hasta allí me desplacé; no dudé ni un instante que debía ser raptado, por el silencio o por los atardeceres.

Desde mi humilde casa muchas tardes las paso sentado en la azotea observando como el sol desaparece por el horizonte cegándome los ojos: me quedo un buen rato con la mirada fija hasta que apenas se aprecia un minúsculo resplandor de aquel precioso espectáculo. A veces, estoy horas y horas esperando que el sol termine de llegar a su último encuentro con la Tierra. Los atardeceres son para mí infinitos, pero valen la pena. Por esa razón, al oír decir que existía un lugar de atardeceres llenos de silencio y penetrantes momentos de paz y suaves caricias de un sol en el ocaso, salí con esa ilusión y dejando la azotea por unos días, llegué al lugar más apropiado para contemplar aquello que de alguna forma alcanzaba a llenar mi vida y darle un sentido.

Un inmenso mar de arena rodeaba mi presencia. Muy a lo lejos se divisaba un manto azulado, en calma; ni siquiera la brisa era capaz de alterar y modificar aquel santuario de paz. Pronto empezaría a deslizarse hacia donde me encontraba para acariciar mis pies, mis sentidos...como una mujer cuando siente el amor tan cerca y te rodea con su cuerpo.
Tomé posiciones para esperar un atardecer de ensueño. Esperar que la marea subiera y el cielo describiera sus diferentes tonos como acostumbraba a hacer cada día. Un agua que iba llenando mis ilusiones mientras que el ocaso se hacía dueño de la noche.
Por fin, el silencio se apoderó de mi, me raptó. La línea era total en el horizonte. Acababa de esconderse el sol y sus reflejos dejaban en el cielo unos relajantes y espectaculares dibujos.

®Manuel Muñoz García-2002