después de una tarde llena de impresiones, volví a casa de mi madre. en la puerta me esperaba mi perro. entré y ella me esperaba... límpiate los pies, me dijo. lo hice y entré para darle un beso en la mejilla. siéntate y come tu cena, dijo mi madre. vi el comedor y no había nada sobre ella... aún así me senté e hice como que cenaba. gracias mamá, estuvo buena la cena, le dije. siéntate y toma un café caliente. hice lo mismo y puse mis manos sobre la mesa, mientras veía a mi madre echada sobre una cama pequeña, cubierta con una sábana color blanco. sus manos estaban pálidas, sus ojos cerrados, sus cabellos estaban como la nieve pero escasos y su voz parecía venir de otro lado, como de todas partes... pensaba en la gente que cruzaba la calle y que veía a través de la ventana de casa, y sentía que todo el mundo seguía sus propios caminos, ya sea, cenando, andando, muriendo, viviendo... me levanté y volví a darle un beso en su mejilla. adiós madre, le dije. no contestó. me levanté y fui hacia la puerta de casa. ya estaba saliendo cuando escuché su omnisciente voz: cierra la puerta, con seguro. lo hice y salí a la calle. allí estaba mi perro, famélico, viejo y con pelusas en vez de su antiguo bello pelambre... le rasqué la cabeza y cuando me alejaba sentí la angustia en el alma, mientras veía la gente cruzarse en mi camino. los había de todo. los buenos, malos... la infinita dualidad cruzándose en mi vida, y no pararía hasta volverse un solo punto negro, lejano, allí donde dos rectas se unen en la eternidad... sonreí al entender la existencia mientras lágrimas caían por mis mejillas...
san isidro, abril del 2008
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