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Es obvio que algunas películas marcan más que otras, no necesariamente por su calidad ultra reputada, o por haber sido vistas por todo el mundo, o ni siquiera contar con un prestigio en algún área. Algunas películas marcan más que otras porque irrumpen en nuestra cotidianeidad de forma precisa y certera, en el momento justo. Esto no sucede sólo con las películas en todo caso, sino con todas las manifestaciones artísticas. Pasa bastante con las películas que uno vio cuando niño, porque la niñez, esa insondable fuente de traumas y fijaciones, ese molde tan breve que condiciona todo lo que viene, parece ensalzarlo todo y modelar el futuro y las concepciones que de este se tendrán.

Famoso es el caso de Susan Polgar, a la que su padre, decidido a convertirla en genio en lo que fuera, la formó como la primera gran maestro mujer en el ajedrez (y no sólo a ella, sino a sus otras dos hijas). El padre, que era un psicólogo sin conocimientos especiales sobre el deporte cerebral, tenía la hipótesis de que en la niñez residía la flexibilidad suficiente para convertirte en lo que quisieras ser, y que no importaba, o importaba poco, el talento natural (que hoy en día queda más elegante en determinar como genética). También pasa con famosos psicópatas, que como fueron violados y maltratados en su infancia repiten esos patrones en su vida adulta.

En ese sentido las películas que te marcaron cuando niño son lo más parecido a un trauma, y puedes rendir pleitesía a todo lo referido a ella incluso inconscientemente. Me pasó hace un rato, cuando vagaba por el cable y resbalé por zapping en una mediocre película de Sandra Bullock de la que nunca había oído hablar. Hubiese cambiado el canal de inmediato (tengo reticencias a Bullock por cuanto hace muchas comedias, y las comedias son quizás el peor género del cine moderno), pero de pronto me topé con un rostro conocido que extrañamente me dejó cautivado. Era una actriz que ubicaba, pero no podía dar con su nombre ni con ninguna película de ella, y tampoco sabía el nombre de ésa misma película. Mi perturbación, como cualquier cinéfilo psicópata comprenderá (Tristan entiende a la perfección obsesiones como esta), era alarmante, ya que reconocer una figura que causa esas impresiones en tu memoria, sin lograrla situar en ningún contexto, resulta realmente angustiante para los juegos de conexión que nuestra secta realiza.

Sólo lograba recordar una escena de una película sin nombre en que ésta actriz hacía de una dueña de casa joven en los cincuenta, y que su esposo no lograba complacerla ni cumplir las expectativas sobre el matrimonio que ella tenía. Pero esa escena de película sin nombre no era el punto de inflexión que mi memoria reclamaba con alevosía. Lo único que acertaba mi cerebro era en relacionar la escena que veía, a la actriz de pelo rubio y melena corta bailando country, con Michelle Williams en Brockeback Mountain. Luego, sin conexión aparente, pensaba en Natasha Kinski y su participación en La Sortija, una adaptación de una hipersensible novela de Danielle Steele que había visto en TVN hace unos diez años. Entonces descubrí que la mujer había actuado como Amy adulta en Little Woman, filme que vería más de doscientas veces en mi niñez en Cine en su Casa (eventualmente entró a mi colección de películas piratas VHS, algo que los cinéfilos de la nueva generación no podrán contar jamás).

“Samantha Mathis” repetí varias veces, luego de llegar a su nombre y su historia. Entonces las piezas del rompecabezas se armaron, y llegó el reflujo de memoria de las veces que vi a Amy ya crecida, pintando porcelana en algún lugar europeo, mientras Laurie (un jovencísimo Christian Bale) se acercaba a ella por detrás de un asiento de madera blanco (y una música que me sobrecogía y que no puedo procesar, de fondo, extasiando la breve secuencia en que Amy sorprendida se volteaba con una sonrisa calcada en la cara para reconocer a Laurie). Y luego las memorias intrascendentes, galopando una detrás de otra, agolpándose para intentar ganar protagonismo: Samantha Mathis en un capítulo de House, y luego en un capítulo de Lost; Samantha Mathis cuando joven, con lentes, teniendo relaciones sexuales con un inexperto adolescente en una escena perfecta dentro de una película horrible; y ahora, Samantha Mathis en una mediocre comedia de Sandra Bullock, provocando tan sólo con el resurgir de su imagen una hilera perfectamente coherente de recuerdos apareados por condicionamiento clásico con antiguas sensaciones infantiles; con una especie de romanticismo sumamente antiguo y clásico, una clase de pristinez que podía sentir antes y ahora ya no.

Little Woman es, entonces, por esa y otras escenas, por Gabriel Byrne, por Claire Danes, por la primera Kirsten Dunst, por Winona Ryder, un viejo frasco de perfume donde todavía quedan un par de gotas. Las necesarias como para desenroscar la tapa y todavía percibir aromas viejos de algo en desuso; olor, entre dulce y polinizado, entre invernal y pastoso, de vivencias antiquísimas pero también frescas; vívidas, plásticas, crípticas, obvias; aroma de alguien muerto pero fosilizado, fijado, anexado a una constitución bien profunda de la identidad, a esa parte que provoca pestañeos más despacios y pulsaciones más lentas; recorridos dispersos en una fuerza inefable, blanquecina o neblinesca, proveniente del pasado. Una especie de voz, medio agónica, asociada a eventos que no podemos evitar idealizar. Porque cuando hablo de estos traumas, cuando hablo de Claire Danes o de Kristin Scott-Thomas, no hablo sólo del contenido manifiesto, de la persona o de la película, de la trama o de la calidad objetiva de los filmes o los libros, o la música, sino también del contexto histórico, de mi antigua casa, de la forma en que el sol de la tarde hacía un perfecto triángulo isósceles entre la puerta de la pieza verde con la de la cocina, de las tardes extrañamente infinitas en donde había espacio para hacer lo que quisiera sin que nada llegase en algún momento a agotarse, a saturarse. De la música de fondo que tenía Grandes Eventos, o una cuña de una propaganda del Hogar de Cristo que me martirizó durante años por su belleza extrañamente encubierta.

Cuando, de repente, por azar, encuentro a Samantha Mathis, aunque sea un tiempo y un lugar tan distantes, y aunque no sea Samantha Mathis la memoria en sí, el evento gatillador, o la esencia de la memoria; cuando a veces, sin que haya una lógica de fondo para esto, me topo con estas expresiones de una pasión temprana y enfermiza, fruto de una fuerza rústica que me llena y eleva el ritmo cardíaco, me quedo consternado divagando la suerte de haber vivido lo que viví; de haber sido lo suficientemente inadaptado como para desarrollar esa noción extraña sobre eventos ordinarios; casi por reacción; casi por necesidad de verter en algo ajeno una necesidad espiritual de “sentir” ante las vivencias, de sublimar la sobre reacción sentimental. Una necesidad de expresar la carencia propia de no poder desenvolverse como se debe, de no poder ser lo que se debe cuando se debe, de no encajar en el grupo de niños aún cuando el único deseo patente era poder jugar a las polcas alguna vez y no tener los dedos tan inútilmente flexibles –lo que impedía cualquier swing, cualquier lanzamiento certero-, o poder martillar clavos como los otros sí podían hacerlo.

Agradezco todas las limitaciones que me llevaron a experimentar todos sus opuestos a través de mis propios defectos; a manejar con ferocidad veloz las flautas dulces gracias a mi flexibilidad; o a verter todo lo que se me contenía en cada lugar que me diera el espacio; quizás corriendo rápidamente por el patio, quizás manteniendo una psicópata complicidad con algunas películas, quizás leyendo libros y realmente transportándose al ático donde Digory y Polly iniciarían ese viaje tremendo, y tantas otras formas, sombras o paisajes refractando mis incapacidades en victorias solitarias pero emocionantes. Lo agradezco porque todas esas cosas finalmente hicieron un eco en mí que se instauró con tanta profundidad en mi memoria, que es capaz de saltarme en cualquier momento o lugar; aún cuando hayan pasado tantos años; aún cuando las películas sean otras y la vida parezca tan llanamente sobrellevable.

Porque es inevitable creer que tener esas experiencias cuando niño afectaron mi futuro, condicionando mis opciones y fracasos; erosionando con paciencia mi personalidad. Volviéndome lo que soy, sea esto bueno o malo, digno o indigno, divertido o absurdo. Y cuando me pongo a pensar en estas cosas, o más que nada, cuando me veo sobreseído por esta maraña de sensaciones confusas y contradictorias, emociones enredadas que se asoman por el latido incrementado de la sangre sobre la aorta; emociones infantiles, al fin y al cabo, y entiendo que son el lado más descarnado y positivo de un trauma, un trauma dulce y nostálgico, sensual o tierno, si cabe, comprendo la importancia de haber fracasado en tantas cosas, abordo con perspectiva mi falta de talento en algunas relaciones humanas, mi estancamiento solitario, o la tendencia a distorsionar los hechos con racionalizaciones exageradas sobre asuntos simples, porque asumo la idea de que esos eventos, esas decepciones o vacíos fundamentales, son el motor de un trauma del futuro; el origen de una nueva botella todavía llenándose como material del mañana; del mañana que puede ser de cualquier forma y sustancia, de cualquier avance o vivencia. Del futuro que se modela por mis acobardamientos del presente, que también serán teñidos por esta magia fundamental con que percibo mi pasado, y que quizás aparezcan ante mí en cualquier momento en un par de años más, mientras cambio de canal la televisión o me encuentro un par de frases que me suenen extrañamente conocidas.

Quizás, en este futuro que describo, los traumas de hoy aparezcan endulzando ese nuevo presente, macerando con almíbar la presencia constante y martillada del tiempo en mis concepciones. Quizás pase eso, quizás a través de un fotograma anónimo de cualquier película sea capaz otra vez de recrear con una potencia magnífica los eslabones medio perdidos de mis orígenes, de mis obsesiones espejo de mis límites, reflejo de mis deficiencias. Quizás pase otra vez, que por la fractura de una imagen se revelen ante mí estas fuerzas contenidas en la memoria a largo plazo, mostrándome con una extraña claridad, que sigo congelado en los poemas que perdí.

Texto agregado el 13-04-2008, y leído por 228 visitantes. (0 votos)


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