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Me resulta algo freak chatear con mi hermano que está en la pieza del lado como si fuera una conversación normal, pero gritarnos cosas cotidianas como "apaga la luz" o "cierra la puerta que hace corriente" a grito limpio, como si hiciéramos la distinción inconsciente entre una conversación chatística y una ordinaria. También fue freak cuando él vino a mi pieza a mostrarme como se hacen los zooms en las cámaras, y yo tenía titilante la ventanita de su conversación. Cuando me habló le dije: "espera, que me estás hablando por el msn", y al microsegundo, tomé conciencia de lo extrañísimo de la situación.

Es extraño, así como es extraño que con Carolina no hayamos hablado, exceptuando saludos, en más de un año, pero por cibernética nos hemos comunicado perfectamente, como si la fluidez dependiera de la conciencia de lo escrito, del afrontamiento escrito que destruye la noción más fugaz de lo oralizado simplemente. Pienso en eso recordando que le contaba a mi hermano una simpática anécdota de Roald Dahl por el messenger, mientras le confesaba que me hubiera sido imposible narrársela con esa viveza de detalles y ordenamiento lógico de habérsela dicho en la cocina, o a la pasada, o incluso concentrado en alguna conversación. "Lo que pasa es que no sé hablar" le contaba, mientras, inevitablemente, me focalizaba en lo que acababa de decir. ¿Cómo resultar posible una articulación tan vívida de un evento a través de lo escrito y tanta confusión y glosolalia en lo hablado? ¿Tanto mutismo en lo dicho, tanta parsimonia, cuando redactando la idea puede estirarse a más no poder con una facilidad macabra?

No es que gaste más tiempo escribiendo, porque no es un secreto que escribo espontáneamente, sin pensar ni preveer las cosas que pondré, y que salvo muy especiales excepciones, no corrijo o modifico secciones en algún texto. Quizás mi limitación responde a que el lenguaje cara a cara remite mucha más complejidad que el meramente literario. Quizás tiene que ver la implicancia del "verdadero" lenguaje, o sea, la sumatoria de elementos que llevan a cabo el proceso comunicativo: las palabras, las intensidades y entonaciones de esas palabras, las gesticulaciones, los símbolos, las condiciones contextuales, las miradas, los movimientos faciales y corporales, el ruido de fondo, etcétera. En el cara a cara la situación se complejiza, y creo que mi deficiencia racional en mi discurso se debe exactamente a que tomo conciencia de tal complejidad y trato, vanamente, de tener control de ella. Probablemente, si me resultara irrelevante el deseo de comprender todos los elementos que se conjugan en la comunicación, podría enfocarme a lo estrictamente dicho, orientarme al resultado semántico de lo expresado (como cuando escribo). Porque no es que todos esos elementos desaparezcan cuando Carolina o Felipe chatean conmigo. Lo que sucede en esos casos, es que tales contextos son marginados conscientemente, por cuanto es imposible determinarlos a menos que la otra persona deliberadamente los describa (y tal descripcion ya sería solamente una interpretación, que no puede ser cuestionada por ti).

Por ejemplo, cuando hablaba con Pelmazo el otro día, y él intentaba definirme en cuatro líneas, yo no podía parar de sonreír, como me pasa íntegramente cuando hablo con extraños. No puedo parar de sonreír, y aunque intente evitarlo conscientemente, mi cara sola se coloca de tal forma que pasada la primera hora de conversación me duelen las comisuras de los labios. Es imbécil, lo sé, pero mi psique no me deja evitarlo. Supongo que inconscientemente creo que una cara con sonrisa es la más adecuada de todas para llevar a cabo una conversación sin alterar los nervios de la otra persona, o sea, un intento bastante cutre de minimizar factores extrasemánticos que puedan alterar el flujo de la conversación. O en otras palabras, un esfuerzo deliberado por lograr concentrarme en los aspectos descriptivos de lo que se está llevando a cabo, e intentar envalentonar mi capacidad racional de elucubración lingüística. Un manoteo desesperado, podría decirse, por intentar simplificar las complejidades intrínsecas de una conversación en la vida real: el brillo de los ojos de Pelmazo, cómo le caía el pelo sobre la frente, cómo movía el codo derecho mientras hablaba, o que Sol estaba a metro y medio ríendo con M sobre algo que intentaba oír. Es tan esquizofrénicamente complejo, pero más allá de eso, es tan desesperante asumir conscientemente tal complejidad, que el agobio natural y la sobrecarga racional que esto significa, me tupe en la expresión. Se me satura el disco, dicho sea de paso.

Sin embargo, eso mismo, esa complejidad, dota las conversaciones naturales de cierto vértigo inexistente en la redacción semántica; hay todo un juego de entredichos de fondo; hay cambios de luces, expresiones enriquecidas por maniqueísmos faciales, por tics, por velocidades manifiestas y sugeridas, por entonaciones y contextualizaciones ambientales, etcétera. Por otro lado, el coloquio escrito tiene la ventaja de concentrar la fuerza analítica hasta niveles inverosímiles, lo que incrementa el contenido de la conversación y también los giros creativos que ésta pueda llevar a cabo -paradigmáticamente, las pequeñas obras de teatro que tenemos con algunos círculos, como cuando con Circe jugamos a ficcionalizar todos los eventos con una facilidad encomiable-. Y dentro de ese plano, ambos tipos de conversaciones resultan interesantes, o factibles, si bien su coexistencia o traspapelación lleguen a confundirme tanto, como el momento en que mi hermano me habló dos veces; cuando esas dos conversaciones se cruzaron en una especie de conjunción cósmica; una revelación cuasi mística del proceso comunicativo. Igual freak.

Texto agregado el 13-04-2008, y leído por 199 visitantes. (0 votos)


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