Estuvieron toda una vida ocupada en presenciar el paso del tiempo en aquel gran bosque. Un lugar donde tenía prohibida la entrada el Sol, donde el silencio era una especie de utopia malsana. El reflejo de una existencia mortal.
Un hombrecillo, habitante del bosque, orgulloso de su consciencia, de la necesidad de libertad, perforó los límites del bosque apareciendo en un espacio inicialmente paradisíaco.
La inmensidad de la luz que recorria todos los objetos visibles dañaba los ojos del hombrecillo. El viento, misterioso ser viviente, lo atemorizaba cada vez que le rozaba con sus caricias. El horizonte, la eternidad del espacio.
Era insoportable todas aquellas cosas a las que no estaba acostumbrado, un misterio que no deseaba afrontar, un impulso de cobardía.
El bosque, un recuerdo de lo mortal, la ridiculez de los sentimientos.