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Sola
Para Anna Gasull

Abrí apenas los ojos y vi de esa forma como se ven las cosas cuando una está acostada: todo invertido a noventa grados. Tenía mis manos, ambas, colocadas bajo la mejilla derecha y me sentía amodorrada. Por lo visto había tenido un día muy, muy agitado.
Terminé de abrir los ojos y de abarcar con ellos todo lo que me rodeaba. Era mi cuarto, pero al mismo tiempo no lo era. No sé si me entienden. Sentí la presencia de “alguien más en mi interior”. Como si en mi cuerpo hubiera dos personas, o ¿Dos almas?
Son, según el reloj que cuelga frente a mis ojos, el de bordes anaranjados y osos en su interior: las tres y treinta y cinco de la tarde.
Me levanto y miro por la ventana que está justo a la derecha de mi cama.
“Mamá debe de estar en el patio trasero” pienso y veo a mi madre sentada en la terraza trasera de la casa pero sólo de manera mental. Me la imagino agachada, de rodillas, vistiendo unos vaqueros viejos y desteñidos, con sus guantes de cuero rústico; en una mano una planta de rosas nueva y en la otra una pequeña pala. Esta imagen da paso a otra en la cual la pala se convierte en una especie de hélice de helicóptero. De allí mi mente me lleva a la tabla de surf de color plateada que tengo metida en la bodega de “los trastos”. Este pensamiento de inmediato me lleva al compromiso del día anterior:
─Entonces, a las doce del mediodía… no faltes, vamos a ir a la playa de los acantilados.
Eso me dijo Lewis Hill, el chico más encantador del mundo. Bueno, para mí lo es. Sus ojos verdes, su cabello rubio y su sonrisa enorme me vuelven loca.
Este pensamiento me hace dar un brinco. Por todos los cielos, esa fue casi una cita. Diablos me la he perdido. Miro de nuevo la hora, mis ojos no me mienten: son casi las cuatro de la tarde. Me bajó de la cama y voy a verme al espejo del baño. Orino y pienso que he dormido demasiado. Demasiado, mucho.
Me miro al espejo. Mis ojos siguen siendo grises, y mi cabello dorado. Pero allá, en el fondo de mi cerebro me parece escuchar una voz extraña. Hay algo dentro de mí, pero no sé que es. Abro la boca y miro hacia adentro como si al hacerlo pudiera ver esa voz que habla y parlotea en mi cabeza. No tengo ni una caries, el orgullo de mi madre: “mi hija, desde pequeña, ha tenido una dentadura impecable”. Todo parece en su lugar: mis dientes, mi pelo rubio alborotado y mis ojos grises. Me señalo como si fueran mis dedos índices, pistolas cargadas, y luego me hago un guiño.
Haber perdido la cita en la playa de los acantilados, en otro tiempo, me hubiera parecido un desastre inaceptable. Ahora tengo dieciocho años y voy en primer año de la universidad. Ya no soy una cría. Tarareó una canción mientras me cepillo. Es extraño pero todo parece demasiado tranquilo en la casa. No se escucha un solo sonido alrededor. Mi hermano debería de estar tocando su ruidosa guitarra en la pared vecina. Pero no hay nada. Es domingo, y las tardes del domingo, para mi hermano, son como las misas para los católicos. La guitarra, el bajo y la batería de sus amigos parecen romperlo todo. Y claro mi madre se lo consciente a pesar de mis súplicas. Esto me parece extraño pues, por lo general, las prácticas comienzan a la una de la tarde y terminan a las seis. Si algo debió despertarme debió ser el ritmo de las cuerdas y las percusiones de los instrumentos desde el cuarto de mi hermano. Pero no ha sido así.
Me termino de cepillar los dientes y salgo, descalza, al pasillo. Todo parece demasiado quieto. Miro hacia la derecha y la puerta del cuarto de mi hermano está cerrada. Luego miro hacia la izquierda, las gradas que bajan a la primera planta también están inmóviles.
─¡Mami! ─digo y sin querer un gran trago de saliva atraviesa mi garganta.
Hay algo en el ambiente que me inquieta. La luz del sol de la tarde atraviesa la ventana de la izquierda reflejando mi sombra en la alfombra hacia la derecha. Regreso al interior de mi habitación. Ato mi cabello con una trenza y luego busco las zapatillas de andar por casa. Las encuentro debajo de la mesita de noche.
Salgo al pasillo y vuelvo a llamar a mi madre:
─¿¡Mami?!
Espero respuesta. Nada. Me parece que puedo escuchar el motor del refrigerador al arrancar una vez más y el murmullo del mar. ¿Tan silencioso está todo esto?
Llego al final del pasillo donde me reciben impávidas, las gradas y el pasamano de madera de caoba. Tomo este último y veo hacia abajo. Todo, allá abajo, está quieto. Demasiado quieto para mí gusto. No hay nadie. Vuelvo a pensar en la imagen mental de mi madre preparándose para sembrar una nueva planta de rosas. Agudizo los oídos para escuchar el roce de la pala sobre la tierra. Nada.
Desciendo despacio.
En la primera planta no parece mejorar la cosa. La luz del sol de la tarde atraviesa las ventanas con sus cortinas cuasi abiertas. Esta luz le da a la mesa del comedor, a las paredes, a los libreros, a las alfombras, y a todo, una imagen visual de oro encendido. El mar contribuye a este fenómeno con su ir y venir eterno.
Avanzo hacia la puerta de la parte trasera, aun con la imagen mental de mi madre. La parte delantera de nuestra casa da a la calle del vecindario, la de atrás se abre hacia el mar. Y aunque a mi madre le han repetido miles de veces de que aquella tierra no es buena para la siembra de rosales, ella insiste en hacerla parir rosas. Mi madre es tan obstinada como una cabra, como decía mi padre antes de abandonarnos. Era probable, que después de todo, aquella tierra diera rosas. ¿Por qué no? Era mi madre, la obstinada, quien se lo estaba ordenando.
Abro la puerta de atrás y me asomo, ahora, afuera. Todo aparece ante mí de la forma habitual: la playa a cincuenta metros de distancia, el mar después de esos cincuenta metros, el horizonte; la línea de agua fina separando la superficie del cielo. Lo mismo de todos los días. El sol sigue descendiendo allá a lo lejos, detrás de unas nubes de algodón.
─¡Mami! ─vuelvo a gritar.
Mi propia voz, aquí afuera, me asusta.
No hay movimientos. Parece como si hasta las pocas plantas que han logrado aferrarse a la mezcla de tierra y arena estuvieran detenidas. Ni una sola hoja se mueve. O al menos esa es mi percepción.
“Qué extraño” pienso. Debo de arrugar el ceño de esa forma tan graciosa, y “sexy” como dice mi novio que lo arrugo. Por cierto, mi novio está de viaje. Debe de estar aun en Melbourne. No estoy muy segura de mis sentimientos hacia él pero un novio es un novio.
Borro de mi cabeza a Reny, mi novio, y trato de entender lo que está sucediendo. Creo llamar de nuevo a mi madre desde mi cabeza. Sólo el ruido del mar sobre la arena y las olas chocando, quizás contra los acantilados. Estoy confundida, si mi novio se llegara a enterar de que ando con Lewis Hill en los acantilados me manda a… no, no debo de desviar mis pensamientos. Aquí sucede algo raro.
Vuelvo a entrar a la casa. Todo me parece tan conocido y tan desconocido a la vez. Subo corriendo a mi cuarto. En menos de diez minutos, aunque eso para una chica es un récord de libro guinnes, me pongo unos jeans gastados, una blusa color rosa y unos tenis suaves. Marco el número de mi mejor amiga, Maya River. La línea está viva pero del otro lado nadie contesta. Es algo que me temía.
Bajo corriendo las gradas y salgo a la calle de enfrente. La avenida está vacía. Veo tiradas algunas cosas en medio de la calle y pienso, de nuevo, que esto bien podría ser un mal sueño. Leo, una vez más, el rótulo prendido al tronco grueso de un árbol de la acera el nombre de la avenida: Avenida Las Américas. Hay un triciclo dado vuelta en la acera de enfrente de la casa de los Fillola. Sus ruedas pequeñas me hacen recordar a Erick, el pequeño terrible de cabello rojizo y mejillas pecosas. Por nada del mundo, este crío, dejaría tirado en el piso su objeto más preciado. Pero, allí está, su “Rayo Dorado” como le llama él a aquel traste diminuto para un niño diminuto.
Cierro la puerta antes de salir. No, no hay movimientos. Hasta los árboles de la avenida parecen detenidos, sus hojas y su brillo descansa en una especie de letargo. Pero, las nubes se mueven. Todo es colorido y tan real. Pienso en un sueño. Sí, eso debe ser.
Salgo a la calle y avanzo despacio pero con miedo. ¿Qué sucede? Apenas ayer, o mejor dicho hoy en la madrugada, me acosté envuelta en ese ruido agradable que produce el arrullo de las sensaciones buenas. Mi madre, como siempre, me riñó por haber llegado tarde:
“Rosie Gasull, me dijo con las manos colocadas en la cintura y su mirada de enojo, piensas que esta casa es un hotel o qué”
Ahora lo recuerdo, es que es algo tan común últimamente. Tener dieciocho años debe ser complicado para cualquier adolescente. Es una urgencia interna por salir de las redes familiares y sin embargo es casi imposible. Los que se van de esta ciudad, suelen regresar rápido y los que se quedan quieren irse. Es algo parecido a la madurez.
Yo no le respondí nada a mi madre. Sólo dije algo referente a que tenía mucho, mucho sueño. Sí, eran las tres de la madrugada, por eso me he levantado tan tarde. Tan tarde. Si son casi las cuatro. Y ahora todo parece tan solitario. Por eso he pensado en un sueño. Esto debe ser un sueño.
Miro las palmas de ambas manos. Son las misma de ayer, con sus surcos y líneas, su color rosáceo. Me aruño. Y siento el dolor.
─¡Au! ─exclamo.
Me ha dolido. Eso significa, según todas las caricaturas y programas de televisión que consumí en mi niñez que estoy despierta. Me duele.
Pero esto me parece una pesadilla. Sí, eso debe ser, una pesadilla de esas en las que todo parece tan real pero que en un momento determinado todo se distorsiona. En cualquier momento algo de lo que mis sentidos perciben adquirirá otra forma y entonces me despertaré asustada o ahogada.
Salgo a la calle principal y atisbó desde mi posición hacia ambos lados, hacia atrás y hacia adelante. Nada. Los objetos de siempre me miran y los miro pero no hay movimiento. Todo está quieto.
Tengo miedo. Esto no puede ser posible. Me consuelo con la idea de que es una pesadilla. Sí, una pesadilla. Eso es, o un sueño antes de que ocurra algo fuera de lo normal.
Me decido a avanzar hacia la derecha y mientras camino descubro que la pierna me duele. Es un dolor lejano pero molesto. Como si se tratara de un pequeño corazón de dolor latiendo a intervalos en mi muslo, me duele. Pero no me detengo. Temo que dentro de unos minutos estaré corriendo como una verdadera loca, gritando y mirando hacia las ventanas, corriendo hasta las puertas y tocando.
Salgo de la avenida Las Américas y entro en la calle Central que lleva al centro de la ciudad. La avenida, también, está desierta. Hay autos en las aceras pero en el centro de la calle no. Es como si hubiera pasado un gran viento y todo lo hubiera barrido a ambos lados de la calle. Los edificios, a ambos lados de la avenida de cuatro carriles, se van alejando, como siempre, en una sucesión de fichas de domino silenciosas. Nada, ni siquiera un avión cruzando el cielo de mi ciudad. Ni siquiera el sonido del viento chocando contra los edificios. Sólo el rumor del mar a mis espaldas.
Avanzo tratando de mantener a raya el pánico. ¿Qué sucede? En mi vida, jamás he probado las drogas y sólo de vez en cuando un trago de licor ha penetrado mi organismo.
“Si te vas a emborrachar, me dijo mi madre en una ocasión, hazlo consciente. Recuerda que el cuerpo de una mujer no responde cuando está dominado por alguna sustancia”
Así es mi madre. Así es su ritmo de enseñanza: directa y cruda.
Las tiendas de la avenida central están abiertas. Veo los rótulos de OPEN y las vitrinas exhibiendo sus productos. Los restaurantes y lugares de servicio, todo, todo está abierto. Miro el brazo que me he aruñado. Allí sigue la pequeña área de irritación causada por mis dedos.
“No, pienso, esto no es un sueño”
¿Pero, entonces, qué es? Sigo avanzando sin entender nada. Ni siquiera el viento sopla. Hace algunos años, cuando tenía trece, o catorce, ya no lo recuerdo, me encantaban las caricaturas y los tebeos. En una ocasión leí un tebeo del Hombre Araña en el cual uno de sus archienemigos inventaba una máquina para detener el tiempo. Pero, Peter, El Hombre Araña, no era afectado por este aparato (milagrosamente), y por eso se enfrentaba a su enemigo venciéndolo. Ese mismo día, por esas casualidades que tiene la vida, por la televisión pasaron un capítulo de Johnny Bravo en el cual Johnny creía que todo en el mundo estaba detenido y sólo él era consciente de esto. Salía a la calle, caminaba despacio, miraba personas y fenómenos los cuales, según él, estaban detenidos. Ahora, así me siento yo: como Johnny Bravo. Como si todos se hubieran puesto de acuerdo para detenerlo todo. Pero, en la tele, Jhony veía gente y yo no veo a nadie. Por donde paso sólo veo autos, bancas, puertas, locales abandonados.
Vivo en Adelaide, desde que tengo memoria, desde siempre. Todo aquí me parece tan familiar. Las tiendas en las esquinas, las aceras, los rótulos y hasta las curvas en las calles. Podría avanzar por estas calles con los ojos cerrados y decir, sin equivocarme, el nombre del sitio donde estoy de pie. Bueno, pero es que esto no tiene sentido. ¡Por dios! ¿A dónde se han metido todos? Hasta el ruido de viento, de los árboles parece haberse escondido en algún lugar incomprensible.
Continúo caminando pero no sé porque lo hago. Si mi padre me viera me diría: “tirándotela de vaga”. ¿Pero qué hago; qué puedo hacer? No entiendo que sucede, sólo sé donde estoy pero ignoro todo lo demás. Me siento como deben sentirse los náufragos en medio del mar: totalmente a la deriva.
Paso frente a la fachada de un restaurante y mis pasos me conducen hacia su puerta. Me asomo. No hay nadie, absolutamente nadie. Las mesas, las sillas y todo lo que hay en su interior se mantiene quieto y en silencio (como todo). Por un momento, mi sexto sentido parece haber captado la mirada de alguien asomado a una ventana. Pero esa sensación es la misma que sentí por la mañana al abrir los ojos. La sensación de estar pensando con otra mente.
Mi figura se refleja en la superficie del vidrio de la puerta. Sí, soy yo, Anna Rosie Gasull, la rubia que se sentaba junto a sus amigas desde el séptimo hasta el décimo curso cuando todas se fueron a otras escuelas y yo me quedé sola. Rosie Gasull la hija de su padre y de su madre, cuyo hermano se la pasa tocando la guitarra hasta hacer vibrar las paredes del cuarto contiguo.
Me siento, un poco desconsolad, más convencida de que si cierro los ojos y los abro aparecerá la normalidad. Hago el movimiento de párpados, rápido: cierro y abro mis ojos claros. Nada. Todo continuo quieto y en silencio.
Miro mi reloj, son casi las seis de la tarde. Muy pronto los faroles, si funcionan como deben, se encenderán automáticamente. El sol, allá sobre la superficie del mar debe estar comenzando a bajar. Debo hacer algo. Decido regresar a casa. Dicen que no hay mejor lugar que el hogar, y debe ser cierto. Lo que sucede es que te sientes cómodo con lo que ya conoces. No hay peligro, ya todo está dado. Lo conoces todo. Sabes a dónde ir, qué hacer, qué decir.
Tomo el camino de regreso a casa.
─¡Hola! ¿Alguien? ─he gritado durante buena parte del camino.
Nada ni nadie me responde, ni siquiera el eco de algún edificio. Trato de mantener la cordura, la calma. La idea de que estoy regresando a mi hogar me reconforta un poco.
Al doblar la esquina de la calle que lleva a mi casa me parece ver un movimiento imperceptible a la izquierda. Me detengo y examino. El movimiento, me parece, ha venido de una Homer roja estacionada frente a una joyería. No, no ha habido movimiento: ha sido mi deseo y mi vista la cual me ha jugado, gracias a la esperanza, esa ilusión. Si por lo menos empezara a temblar o se escuchara a lo lejos una explosión…
Entro en mi casa y cierro con llave. Esto me parece risible. Voy directo al teléfono y, como loca, comienzo a marcar muchos números. Llamo a la oficina de mi padre, a la casa de mi tía, al colegio, a la tienda de comestibles, al doctor, hasta a una emisora de radio cuya música siempre me ha fascinado. En todos los intentos lo único que se escucha es ese sonido con sabor a zumbido y a esperanza que viene desde el otro lado. Nadie contesta. Cuando termino de llamar, con las orejas calientes y el oído adaptado a ese tono que dicen es de La y que sirve hasta para afinar instrumentos, me siento más agotada.
Me voy a sentar al mueble pequeño de la sala. Allí permanezco no sé cuánto tiempo. Me sucede lo que le sucede a todos los desconsolados: tengo ganas de hacer algo pero no sé qué.
¿Qué ha sucedido? Me pregunto. Veo todo de una forma tan distinta. Manchado por la sombra del miedo.
No calculo cuanto tiempo permanezco allí, sentada, tratando de hallarle forma a la realidad. Esto que vivo no puede ser verdad. Por muchos aruñones que le de a mi brazo la realidad no puede ser esta, es una locura. Pero ¿Qué hago? Estoy sola. La oscuridad invade las calles de Adelaida. Deben ser las ocho o las nueve de la noche.
Siento miedo. Es como si durante toda la tarde me hubiera mantenido cuerda y de repente todo en mi organismo se revelara. Me acucian unas ganas terribles de ir al baño, me levanto pero las piernas me parecen de mantequilla. ¿Qué hacer cuando la realidad se trastoca de esta manera? La vida no es así. Me siento extrañamente sola.
Si me hubiera levantado más temprano hubiera ido a surfear con Lewis Hill, se los prometo, aunque Reny se enojara. Por lo menos el suelo, el piso, la tierra se mantendría firme. Ahora sólo tengo ganas de salir corriendo como una loca. O por lo menos encontrarle sentido, aunque sea una explicación idiota del asunto, a todo esto.
No tengo sueño, sólo miedo. No tengo hambre. En vez de hambre un hueco enorme parece abrirse en mi vientre. Si por lo menos tuviera a mamá y a papá aquí.
Cierro los ojos con fuerza y repito mentalmente:
“Esto, esto es un sueño, esto es un sueño, esto es un sueño, esto es un sueño. Despertaré, despertaré, despertaré, despertaré, despertaré…”
Abro lo ojos. Nada, todo continúa igual. Silencio y soledad en los objetos iluminados por la luz que entra por la ventana. El mundo continua igual y yo no entiendo el porque. Esto debería ser un mal sueño. Nada más.
Decido que es hora de subir a mi habitación y acostarme. Creo en la posibilidad de que al despertar todo estará en su lugar. Así que subo las escaleras y me meto en mi habitación. Antes de entrar me detengo unos duros segundos a contemplar las puertas de los lugares donde deben estar mis padres y mi hermano. Ahora, me encantaría escuchar su guitarra a todo volumen saliendo por las rendijas. Eso es nostalgia.
Entro en mi cuarto y sin desnudarme me tiro sobre la superficie de la cama. Cierro los ojos. Esto debe bastar para despertar de la pesadilla. Sí, esto debe bastar. Debe bastar...
Me duermo.
Es agradable caer en el sopor, abandonarse ante el cansancio del cuerpo. Mañana será otro día, mañana despertaré de esta pesadilla. Sí, mañana será.

“¿Qué hago aquí?, ¿Quién soy en este cuerpo? ¿Qué hago aquí?”
─¿Quién eres?
“Me llamo Juan Jorge ¿y tú? ¿Cómo te llamas?”
─Anna Rosie Gasull… ¿Por qué estás en mi cabeza? ¿Qué quieres?
“No lo sé. Aparecí en ti, no sé cómo ni por qué.”
─Sal de mi cabeza, por favor, necesito dormir. He tenido una pesadilla horrible. No puedo soportarlo. Es horrible estar sola en medio de una ciudad tan grande. Amo a mis padres, a mi hermano aunque haga ruido y a mis novio Reny. Lo amo. Vete, por favor.
“No sé como irme. Yo quisiera irme, pero no puedo. Ayúdame a volver a mi cuerpo, por favor. No entiendo lo que sucede.”
─Ni yo sé lo que sucede. De veras. No lo sé. Vete, quiero dormir.
“No puedo irme. Es que no entiendo…”

Anna abrió los ojos a las tres de la madrugada. Para entonces la voz de aquel hombre que decía llamarse Juan Jorge se había callado. Pero, en su cabeza, sabía andaba a alguien. A un intruso. Alguien no grato invitado.

Me he despertado, ahora es lunes, creo. He dejado la luz del cuarto encendida y no me he dado cuenta. Me muevo. Mi cuerpo parece haberse relajado por completo y estoy descansada. Sólo me siento un poco rara. Me ha parecido escuchar una vez más la voz de ayer en el interior de mi cabeza. Es como si alguien más estuviera viviendo al lado de mi misma. Es raro. Me siento como… invadida. Sí, esa es la palabra: invadida. Son las tres de la madrugada, según el reloj de bordes naranja y números enormes.
Espero que todo lo de ayer haya sido un sueño.
Me levanto y casi corriendo, sin dejar que mi cuerpo se acostumbre a estar despierto, salgo al pasillo. Las luces, todas, están encendidas e iluminan el pasillo dándole un aspecto lechoso. Voy directo a la puerta de la habitación de mi hermano. No recuerdo haber visitado esas habitaciones el día anterior. La imagen de mi madre en el jardín trasero me ha desviado de esa idea. Pero ahora si iré a verificar si están en su interior. No importa que mi hermano, Tom, se enoje. Quiero verlo, quiero ver a mis padres. Quiero ver a Reny, a mis vecinos los Fillola, hasta al pequeño Erick. Quiero verlos a todos.
Empujo la puerta del cuarto de mi hermano. Como es de esperar está cerrada por dentro. Tocó con los nudillos de los dedos. Al principio lo hago muy quedito, pero luego, cuando la desesperación se me mete en la mente lo hago más fuerte pegando el oído a la hoja de madera. Nada, adentro no hay nadie. No es posible. ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible? La gente no desaparece así por así.
Me pego con más fuerza a la hoja. Me parece haber escuchado algo en el interior. Mis padres siempre tienen las llaves de nuestros cuartos. Sin pensarlo mucho corro hacia la habitación de mis padres la cual está frente al pasillo, casi frente a mi puerta.
Empujo. Ésta si está abierta. Entró, las luces están apagadas. Me parece notar, con alegría, que sobre la cama matrimonial hay dos cuerpos. No me lo pienso y enciendo la luz. Todo se desvanece. Sobre la cama, cuando la luz abre la oscuridad, no hay nada. Sólo fue producto de mi imaginación. No es buena idea estar allí. En mi interior se revuelven miles de ideas, como una avalancha de minúsculos seres que quieren salir hacia el mundo físico.
─¡Mami! ¡Papi! ─digo a la soledad de la habitación─ ¿Dónde están? Los necesito.
Nunca fui una niña consentida. Al contrario “demasiado independiente” según las leyendas que se tejen alrededor de los niños. Mi madre no fue consentida y menos la madre de su madre, de quienes hay álbumes en el ático, y yo no lo fui en absoluto. Pero ahora, en la soledad de la habitación de mis progenitores, me gustaría tenerlos a ambos a mi lado. Mirar los ojos severos de mi madre y los suaves de mi padre. Ellos no están aquí.
Como dicen cuando algo no puede más, me derrumbo. Allí, ante el lecho de mis progenitores, doblo mis piernas y caigo al suelo desconsolada. Comienzo a llorar desesperada sin entender nada.
¿Cuánto tiempo permanezco así y allí? No lo sé. Lo cierto es que en algún momento vuelvo a dormirme y cuando las luz natural ha regresado vuelvo a a abrir los ojos.
El cuerpo me duele cuando abro los ojos de nuevo. La posición en la cual he permanecido durante todo este tiempo no ha sido la más adecuada por cierto. Me desdoblo y el dolor en los músculos me recuerda que no estoy soñando. Me quedo allí, sentada en la alfombra tratando, una vez más, de entender qué es lo que sucede en el mundo, o en mi mundo. No es posible que esté sola. ¿Cómo? Esto no tiene lógica. Aquí no hay relojes con bordes naranja colgados en la pared. A los padres esto les debe parecer tonto. El reloj despertador con sus números rojos y parpadeantes me recuerda que el tiempo va por segundos.

06:43 AM

─Tranquila, Rosie, tranquila, me digo en voz alta. Respira hondo y no pierdas la cordura. Mantente alerta, esto pasará.
El resto del día me dedico a hacer llamadas telefónicas. Todo está muerto. No me atrevo a salir a la calle de nuevo.
A las doce del mediodía, mientras me como un bocadillo sacado de la refrigeradora, sentada frente al mar, dejo que la razón me diga que hacer.
Según mi razonamiento, la otra voz no ha regresado durante el día, todo debe tener lógica. Si conservo la calma, y no me pongo a llorar como una bebota como lo he hecho anoche, puedo salir de esta y entender todo lo sucedido. He esperado mucho ya con la idea de que podría ser un sueño. Pero no lo es, ahora estoy convencida. Veo el azul, casi verde, batir del mar contra la playa y me pregunto: ¿Por qué las cosas físicas no han cambiado? Sólo las personas han desaparecido.
Ahora son muchas las cosas que entiendo del colegio. En una ocasión el maestro de filosofía nos planteaba la siguiente cuestión:
“La totalidad de los entes, el mundo, parece una totalidad ordenada, estructurada conforme a leyes; pero, ¿por qué la realidad está ordenada, y lo está como lo está y no según pautas diferentes? ¿Por qué esta constituida de acuerdo a leyes, y no de modo enteramente desordenado, caótico?”
En aquella época este razonamiento me resultaba obscuro, incomprensible y hasta maniático. Me decía que los filósofos eran estúpidos al plantearse estas cuestiones tan tontas y enredadas. Ahora, sentada aquí frente al mar, me parece tan natural hablar de los entes, el mundo y las leyes que rigen las relaciones entre los entes. Y los entes lo es todo.
El resto del día me lo paso mirando, escuchando, estando pendiente de cualquier movimiento humano. Nada.
Llega la noche de nuevo y debo volver a dormir con la esperanza de que al otro día aparezca la realidad tan conocida.
La voz en mi cabeza regresa preguntándome si voy a hacer algo al respecto. La acallo. Es una voz de hombre, me parece española. Pero la entiendo, a pesar de que yo no manejo ese idioma, le entiendo. Esa es otra cuestión que debo investigar. Pero lo haré más adelante. Ahora debo dormir.
Una noche más, un día más, se van.
Pasan tres días más y no me atrevo a salir de casa. La voz en mi cerebro se ha vuelto más exigente como si yo fuera la culpable de lo que está sucediendo. Poco a poco me voy acostumbrando a la situación, convencida de que un día me despertaré y encontraré el mundo tal como lo he dejado el domingo.
Me voy adaptando a la situación con esa lenta resignación de lo inevitable cotidiana de vivir con una misma.
Hoy voy a ir al centro comercial más cercano. Ya no tengo provisiones. Si hay algo que no puedo dejar de hacer es vivir.
A las diez de la mañana he tomado el auto de mi madre y he emprendido el camino hacia el supermercado más cercano. Espero no me vaya a salir un zombie como los de Resident Evil. Y si me sale uno, por lo menos sabré que no estoy sola.
Las calles siguen desiertas con los autos a las orillas de las aceras. Todo parece estar tal como lo vi el lunes, o el domingo. El tiempo se va volviendo algo sin sentido y aparentemente inútil.
El supermercado, un WalMart, como todo, está desierto. Entro y me sorprendo de que todo esté funcionando a la perfección. Las lámparas, los contenedores y hasta las cajas registradoras están encendidas. Tomo una carretilla y la lleno de productos. No me preocupo por la cuenta. A quién le podrían interesar unos cuantos dólares australianos en un momento como este. No, a nadie, estoy segura.
“Ve a la sección de libros”
Escucho la otra molesta voz de mi cerebro. Ya me he acostumbrado a ella como se acostumbra una al cabello largo.
Como si se tratara de una orden de mi subconsciente voy a la zona de libros. Debo seguir órdenes de alguien a quien no conozco y que ya me está resultando un peñazo. Dice que se llama Juan Jorge, o Juanjo. Pues para mi es un pesado.
Llego a la sección de los libros y me dice que busque uno llamado Términos geográficos. Vaya nombre. Aunque en realidad me gusta el título. Mi materia favorita en el cole era la de Estudios Sociales, y todo lo que tiene que ver con la geografía. Bueno, todo lo referente a la historia.
“Busca la página donde estén los términos Aridez y Escarcha”
La busco. Que interesante que en una página pongan dos términos opuestos. Los encuentro.
“Lee en voz alta, por favor”
Miro hacia todos lados. Una costumbre adquirida en la escuela para saber si los que te oyen entenderán tus elocuciones. Claro que no hay nadie y además ya estoy aceptando que estoy loca. Completamente loca.
Comienzo a leer en voz alta:
─Aridez. Es la escasez de agua. Se puede medir mediante los índices de Martonne. Escarcha. Condensación del vapor de agua en cristalitos de hielo por contacto con un suelo a temperaturas iguales o inferiores a 0 C.
Me siento estúpida leyendo a nadie en medio de una soledad tan grande. Mi voz resuena por entre los estantes. Vibra un poco aquí y un poco allá rebotando y brincando. Me siento como en la iglesia a la cual asistíamos con mis amigas de la escuela. A veces, sólo por travesura de crías, nos subíamos a las bancas y comenzábamos a decir sermones remedando al padre. He de confesaros que yo no soy muy religiosa que se diga. Mi concepto de Dios termina en el pensamiento y no cruza esa puerta.
Sin embargo, ahora, sola y con mi voz vibrando y mis amigas en el recuerdo me pregunto si…
“Recuerda a tus amigas del colegio un poco más”
─¿¡Qué mierda!? ─digo en voz alta tirando el libro.
De repente me siento tan estúpida haciendo lo que estoy haciendo. Yo no me dejo mandar por nadie y menos por…
El golpe seco del libro al chocar contra el suelo vibra unos microsegundos como minutos antes mi voz en la vaciedad del supermercado. Me siento tan tonta haciendo lo que hago. Pero. Acaso no es tonto lo que me está sucediendo. Esto ni a un estúpido escritor se le podría ocurrir. Cómo dejar a un ser humano aislado así porque sí en la nada. Estúpido, estúpido.
La voz deja de sonar en mi cabeza. Y sin embargo me gustaría escucharla. Estoy sola y ella, aunque también es estúpido, me dice cosas tontas pero al menos es alguien distinto a mi voz.
─¿Qué putas quieres? ─le pregunto a la voz.
Perdón por mi vocabulario, pero cuando no entiendo ni mierd… nada de lo que hago me da una cólera. Es estúpido.
La voz no me dice nada. Cierro los ojos y trato de ver qué hay en mi cabeza. Esa voz, aunque tonta, al menos me daba compañía. Ahora estoy de verdad sola.
─¡Oye! Perdona es que soy una estúpida, ─le digo a mi propia mente.
Nada, silencio en el supermercado. Por cierto, eso de Silencio en el supermercado es un buen título para una novela o un cuento corto.
Bórrense pensamientos tontos. Sacudo la cabeza. Mi cabello suelto se agita como un torbellino y ciertos golpean mis mejillas. Abro los ojos y… me parece que veo algo agitarse más allá de la puerta de salida. Justo en el lugar dedicado a los inválidos. Es una especie de objeto en movimiento. Pero no distingo de qué se trata. Parece metálico.
El corazón, en vez de alegrarse, se llena de pánico.
¿Qué es eso? Pasan las diez de la mañana y el sol está dando de lleno en este lado de la Tierra. De repente pienso que no he intentando llamar fuera de Adelaide, South Australia. Si regreso a casa intentaré hablar a Sidney, a Melbourne, a London a América.
¿Por qué pienso que si regreso?
El objeto vuelve a moverse allá afuera.

***

Anna Rosie, o Rosie Anna, como a ella le gustaba que le llamaran cuando su humor estaba para ello, agudizó a toda su capacidad la mirada. El objeto de la puerta del supermercado le recordó lo que había pensado acerca de los zombis. Y ¿Si fuera cierto que existían los zombis? No, eso era una estupidez.
Como si el libro de términos geográficos la pudiera ayudar, o fuera un amuleto, lo volvió a tomar. Se mantuvo agachada hasta que descubrió de qué se trataba aquel objeto fuera de la puerta del supermercado.
─¡Vaya! ─dijo.
Ese “¡vaya!” era de alivio. El zombi o robot (pues esta era su segunda opción), no era tal. La puerta se había oscilado un poco sobre sus soportes y el vidrio reflejado uno de los contenedores en forma de lata de bebida que estaba junto a la puerta. Este contenedor era de color gris con unas líneas azules cruzadas sobre su superficie redonda. El tal zombi se derrumbó cuando lo comprendió.
“Esto es todo estúpido” piensa aferrando el libro de términos geográficos contra el pecho.
Todo sigue en silencio. Los estantes repletos de productos, los carteles colgando y bamboleándose colgados de vigas de acero, las luces, las lámparas; y por supuesto las cajas registradoras.
─Volvamos a casa, ─le dice al libro.
Se incorpora y corre hacia el carrito de la compra. Algo le oprime el corazón.
Empuja la puerta de vidrio un poco temerosa. Antes de cruzarla mira varias veces hacia afuera y calcula la distancia desde donde se encuentra hasta donde ha dejado el auto de mamá. Son unos diez metros aproximadamente. Sólo tiene que abrir la puerta, correr con el carrito hasta el carro, abrir la maleta, depositar la compra y luego montarse en el auto y a salir pitando. Se visualiza haciendo todo esto.
Frena sus ideas de fuga ideal al recordar que está totalmente sola. Le encantaría ver a otro ser humano de nuevo. Nada de aquello tiene sentido, nada. Las fachadas de los edificios frente al Wal-Mart parecen mirarla a ella y al edificio mismo. Muchas caricaturas y muchas portadas de revistas. Esto le recuerda el libro. Lo ha colocado encima de todas las compras.
La puerta automática se abre despacio y la deja pasar con su carga. El carrito se abre paso por el estacionamiento hasta el auto turismo de la madre.
De regreso en casa.
“Qué agradable palabra” piensa: casa.
Mete todas las compras en casa. Se sienta, con el libro en el regazo, en la sala de la casa. Mira hacia afuera, hacia la desierta calle del barrio, desde la ventana de la casa. Está en casa.
Abre el libro y le parece insulso. Todo él está lleno de términos geográficos que para ella no tienen ningún sentido. Espera la voz en su cabeza pero no ocurre nada.
A noche vuelve a caer sobre Adelaide. Los edificios, todo, se comienza a llenar de luz artificial.
─¿Cuándo termina esto? ─le pregunta al techo, Rosie.
El techo, como todo techo, ni se inmuta ante la pregunta. La mira en silencio y sigue en penumbra. Porque ella no enciende las luces del interior. Le parece que la vida, en todo el mundo, ha quedado relegada a un segundo o tercer plano. Recuerda que la idea al estar en el supermercado era marcar números de cualquier parte del mundo para comprobar si había alguien más. Toma el teléfono, el cual descansa en una mesita en la esquina de la sala y ansiosa comienza a marcar número al azar.
─Vaya, ─se detiene─ también tengo internet.
Sin pensárselo dos veces deja el teléfono en su lugar y sube corriendo las gradas. La salita de la computadora, o la salita de trabajo, está ubicada al final del pasillo, junto al cuarto de Tom, su fastidioso hermano de la guitarra. Abre. La computadora sigue allí, como todo en la casa. La enciende y espera ansiosa. El símbolo del nuevo sistema aparece y recuerda un comentario de su hermano pronunciado allí mismo cuando instalara el nuevo sistema operativo:
“Este sistema nuevo es bueno pero tarda una eternidad en cargar. Sólo dale un poco de tiempo y ya verás”
La voz de su hermano la pone triste. Es tan fácil querer dejar de convivir con la familia por lo mucho que nos conocen y nos atacan. Ahora, sin embargo, le gustaría tener a su hermano Tom para darle un abrazo. Este pensamiento es barrido. Lo menos necesario en ese momento es la tristeza.
Aparecen lo íconos en la pantalla y de inmediato pulsa la e del navegador. Espera. Es probable que no funcione nada. Si todo funciona por la mano del hombre existe la posibilidad de ver la famosa página de no encontrada en la pantalla. Pero no es así.
Aparece la pantalla que siempre ha aparecido. En este caso la página de Yahoo. Y aparecen las noticias del día. Verifica la fecha. Es la del día. Y hay muchos acontecimientos a nivel mundial:
Colmillos prehistóricos de cinco metros.
La última película de Píxar.
Estatua de Elvis Presley en Hawái.
“Lee la del colmillo”
Rosie casi da un grito, pero no de alegría, al escuchar la voz de nuevo. Se le había olvidado por un momento el huésped molesto que lleva en la cabeza. En el supermercado él, ha dejado de hablar en el momento que más lo necesitaba, no sabe si hacerle caso. Su labio inferior sobresale del superior unos centímetros. Signo inconsciente de que está resentida o enojada con alguien por algo.
─No, no lo haré, ─dice molesta.
“Por favor, Annie…”
Annie, ese el nombre que le daba su padre cuando estaba muy, muy pequeña. Y ese Annie la convencía de todo. Será posible que aquella voz pueda ver su subconsciente.
─¡Oye! ─le grita─ deja de husmear en mis cosas.
“No lo hago, he visto ese nombre en tu cabeza como una especie de lámpara”
─¿Quién eres? ¿Qué quieres?
“Como te dije antes, mi nombre es Juan Jorge Rodríguez. Soy policía de Madrid y no sé qué hago aquí. Estaba mirando unos huesos descubiertos en Australia cuando… cuando aparecí aquí”
─En mi cabeza. ¡Qué bonito! Yo no entiendo que sucede aquí, en Adelaide. En el mundo. Aunque parece que el mundo sigue funcionando normalmente, según Yahoo. Deja de joder en mi cabeza.
“Lee, por favor, la noticia”
─Bueno, así por las buenas. Y no me vuelvas a llamar Annie y deja de husmear en los que no te incumbe:
Rosie amplia la página y comienza a leer en voz alta aunque sabe que no es necesario:

“Descubren en Grecia los colmillos más largos que se conocen
EFE - martes, 24 de julio, 20.16
Atenas, 24 jul (EFE).- Un grupo formado por paleontólogos griegos y holandeses descubrieron en el norte de Grecia los colmillos más largos que se conocen hasta la fecha, de cinco metros de longitud y tres millones de años de antigüedad, pertenecientes a un mastodonte.
Según informó hoy el vespertino ateniense "Kathimerini", los científicos estiman que el descubrimiento "es de una importancia trascendental para los paleontólogos a nivel mundial".
Los colmillos son los más largos encontrados jamás hasta ahora y superan el récord del Libro Guiness, que tiene registrados otros de 4,39 metros de longitud.
La especie de mastodonte al que pertenecen los gigantescos colmillos se denomina "mammut borsoni" y sus restos fueron encontrados durante excavaciones realizadas en la localidad septentrional de Milias, cerca de Grevena.
La longitud de los colmillos, así como la composición y tamaño de las mandíbulas, indican que se trata de un macho, declaró la jefa de las excavaciones, Evangelia Tsoukala, catedrática de la Universidad de Salónica.
Se calcula que el animal prehistórico pereció cuando contaba entre 25 y 30 años de edad -aunque la media de vida de estos animales era de unos 55 años-, tenía una estatura de unos 3,5 metros y pesaría unas seis toneladas.
Descubrimientos paleontológicos similares de la época se guardan en el Museo de Historia Natural de Grevena.”

─Y eso es todo, ─dice, después de unos segundos de silencio.
La voz no dice nada. Parece haber decidido desaparecer de nuevo. Pero no, allí está, lo presiente. Allí está, quieto, en silencio, como analizando la situación. El muy cabrón.
“Lee, por favor, las siguientes palabras del diccionario geográfico”
─¿Para qué? Me siento una estúpida leyendo algo sin sentido.
“No lo sé, pero debes leerlo si quieres salir, o mejor dicho si queremos salir de esta situación”
─¡¿De veras?! ─exclama emocionada.
Busca a su alrededor el libro de términos geográficos. No está. Esto le provoca un pequeño sobresalto. ¿Dónde está? Todo pasa tan rápido que parece caer en una curva de olvido. Recuerda haberlo echado en la carretilla de las compras, luego… sí, haberlo hojeado un poco en el sillón de la sala.
Se pone de pie y baja a buscarlo de inmediato.
─Una salida, una salida─ dice emocionada mientras desciende las escaleras.
Es de noche y la luz artificial entra por las ventanas. Eso es lo de menos en ese momento. Hay una salida a la pesadilla. Busca el libro. Éste no es visible. ¿Dónde lo ha dejado? Se detiene en medio de la sala, con las manos en las caderas y observa un poco confusa. Recuerda haberlo tenido sobre el regazo, leerlo y hasta sentirse más tonta que nunca.
Pero no hay nada.
Respira hondo y lo mira. Está junto al teléfono. Sí, allí está. Debió colocarlo allí cuando marcaba números al azar. Lo toma y sale corriendo de nuevo a la habitación de la computadora como si sólo en ella, arriba, pudiera seguir la voz del extraño de su cabeza. Sube las gradas de dos en dos. Al hacerlo recuerda la voz de su madre: “Un día de estos te vas a romper el coxis si sigues subiendo las gradas así” sonríe ante el recuerdo de la voz de su madre.
Entra en el cuartito de la computadora y va directo a la silla. Coloca el libro sobre el teclado, se acomoda el pelo y dice en voz alta:
─Aquí está.
“Lee, por favor, los siguientes términos geográficos”
─ Tolvanera. Remolino de polvo producido por el viento. ─lee Anna con voz alta y luego baja, como si se tratara de una liturgia. Ella no lo nota pero sus manos están heladas y tiemblan un poco.
Calimas. Ensuciamiento de las capas bajas de la atmósfera provocado por acumulación de humos, polvo, etc.
Inversión térmica. Fenómeno que se produce cuando el aire frío, más pesado, se acumula en el fondo de los valles.
Albedo. Es la capacidad que tienen los cuerpos para reflejar la radiación solar.
Estero. Zona del mar que con la pleamar se inunda y con la bajamar queda un espacio encharcado, con vida animal.
Meteorización. Descomposición de las rocas por procesos físicos o químicos. Se habla de erosión cuando a la meteorización se a añade el transporte de los elementos.
Climax. Estado óptimo de equilibrio, relativamente estable entre la vegetación o el suelo y el medio natural correspondiente, sin la intervención humana.
Biomasa. Masa de materia orgánica viva, vegetal y animal por unidad de superficie o de volumen.
Holártico. Espacio geográfico en el que está incluida la Península y que comienza al norte del Sahara.
Cardonal. Formación vegetal muy abierta, propia de regiones muy secas y formadas por cactus.
Al pronunciar la última palabra “cactus” siente sobre su cráneo una especie de tirón violento. Es como si una mano muy grande la halara con violencia hacia atrás. Mira hacia el techo y abre la boca en un grito que no sale. Es como si se fuera a desmayar. Cierra los ojos y reza, aunque el Dios en que ella cree no tiene nada de particular.
“Dios mío, que es esto”
Hasta sus oídos llega el sonido metálico de monedas cayendo en una superficie muy dura. Tlinc, tlinc, tlinc. Trata de abrir los ojos pero no puede. Además de la mano sobre su nuca parece que unos dedos cierran sus párpados.
Como en un torbellino su mente se revuelve violenta. Los pensamientos, sus pensamientos, se mezclan y vuelven a mezclarse en una sucesión de palabras e imágenes nítidas que entran y salen como un acordeón.
Se ve a si misma, de pequeña, sonriendo y diciéndole a su madre que se va de la casa. La madre la mira con las manos en la cintura y la desafía a que se vaya. Luego cuando fue a su primer día de parvularia. La pelea que armó en el tercer grado por que una compañera le quitó un lápiz. La palabrota dicha a la directora en séptimo y la consecuente casi expulsión por malcriada y maleducada. Su primer beso, que no fue precisamente con Reny. Ya ni siquiera recuerda el nombre del muchacho aquel. Su amiga Caitlin… aquí sus pensamientos se detienen unos segundos. ¿Qué fue de su amiga Caitlin Fiorella? La había conocido en tercer grado, después de la pelea por el lápiz. Caitlin, la había mirado, ella estaba en otra sección, le había sonreído y ella a su vez le había respondido con otra sonrisa. Luego una palabras, dos y amigas “para siempre”. Pero ¿Qué había sucedido con ellas después del bachillerato? Ahora, sentía una urgente necesidad de ver a Caitlin. Preguntarle cómo estaba, si era feliz con su vida. O al menos saber si estaba bien. Caitlin. Debía buscar a Caitlin. Las imágenes con respecto a su amiga se desarrollaban en fragmentos del colegio. Hablaban, se contaban problemas que a la larga no eran ni pizca de problemas. Todo transcurría con tanta nitidez en sus vidas en aquellas épocas que nadie hubiera dudado de que serían felices. ¿Lo eran? La película en su mente, volvió a tomar velocidad.
Trató, una vez más, de abrir los ojos para ver si el mundo seguía en su sitio pero no pudo. Le dolía hasta la nariz y una especie de mareo con nauseas se apoderó de la mitad delantera de rostro. Quería gritar, pero no podía. Algo le estaba, en forma de mano también, oprimiendo la garganta.
“¡Mierda!” pensó con cólera.
“Busca a Caitlin”
Esa fueron las últimas palabras que escuchó en el fondo de su cerebro del desconocido que se había introducido sin pedir permiso. Después vino el silencio total y la calma.
La mano sobre su nuca la soltó. Se relajó, abrió los ojos y unas luces y un techo blanco la recibieron sobre el mundo de nuevo. Hasta sus oídos llegaban voces, ruidos y hasta pudo percibir un movimiento con el rabillo del ojo derecho. El olor a alcohol y medicinas le perforó la nariz.
Estaba tendida sobre una cama suave y limpia de sábanas blancas. Todo, por lo visto, era blanco aquí.
─¡Ya despierta!─ dijo alguien siempre a su derecha. Le parece una voz familiar.
Es una voz de hombre.
Ese alguien se acerca, se agacha y ella lo ve entrar en su campo de visión. Es su padre.
─¡Hola, mi amor!─ le dice colocándole la mano izquierda sobre la cabeza y acariciándosela─ te desmayaste apenas cruzaste la puerta. Nos asustaste a todos. Tu mamá está en la cafetería y Tom en el pasillo. Los llamo de inmediato.
Anna lo mira y no entiende de qué habla. Cierra los ojos y trata de recordar algo al respecto. Nada, su mente sólo ve un reloj, un libro y una carretilla cargada de productos. Escucha el eco de una voz que le ha dicho que busque a Caitlin y el clinc, clinc de unas monedas estrellándose contra el suelo.
Sólo eso. Sólo eso y nada más.

Tegucigalpa, Honduras, C. A.
Viernes, 27 de julio, 2007

Texto agregado el 12-04-2008, y leído por 112 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-04-2008 ahhhhhhhh, con razón, es un capítulo de una novela!!! asi si!! jajaja, vamos aver que le sigue celiaalviarez
12-04-2008 no comprendí el final. Eres bueno, hay frases que celebro bastante en el cuento, pero siento que el cuento no va a ningún lado al final. Es bastante dificil, aunque esta escrito con un estilo particular y con intención, la historia como tal no tiene asidero. Pero de la lectura puedo deducir que eres bueno, eso no se puede negar. celiaalviarez
12-04-2008 Es un texto a mi parecer bien escrito, una historia que atrapa y mantiene cautivo el interés.*****Felicitaciones. sagitarion
12-04-2008 voy a la mitad del cuento pero debo hacer un parétesis para darte mis ideas. 1.-"Tarareó" es en pasado, y en algun lugar alla arriba lo usas como presente: tatareo (yo tarareo), ese es sin acento 2.-el comienzo me parece muy bueno, engancha, pero luego, en el medio de la historia el asunto se hace algo repetitivo, tal vez deberías resumir algunos parrafos o eliminar los más débiles 3.-El cambio de primera a terceta persona no me cuadra bien, sobre todo cuando ella se duerme y comienza a hablar con juan jorge y luego se despierta, y entra un narrador omnisciente de quien sabe donde a contar tres lineas de historia. Esas tres lineas me confunden pues siempre ha estado desde el punto de vista de ella. celiaalviarez
 
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