EL ANGELITO QUE PERDIÓ SUS ALAS
(Narración infantil)
Arriba, arriba, en ese parte del cielo que no se ve desde la tierra, existe un lugar secreto donde se guardan las cosas hermosas de la naturaleza: el sol, la luna, la luz, los amaneceres y los ocasos, todas las estrellas a las que se les saca brillo a diario y también los colores con los que se pinta el arco iris. Estas cosas que nos parecen tan naturales están, cada una de ellas, cuidadas por ángeles especiales que son los que se ocupan de que estén en orden y dispuestas en su sitio en el momento que les corresponda ocuparlo.
Hoy vamos a explicar la historia del angelito más revoltoso que es el que se encarga de pintar el arco iris. Es muy pequeñito, con el pelo enmarañado en unos rizos muy rubios y unos ojos chispeantes como dos estrellas y siempre que se le busca, se le encuentra con el pincel en la mano dando brochazos, ahora a la franja roja, luego a la verde, más tarde a la amarilla y así a cada una de ellas le añade un poco de pintura para que estén siempre limpias y luminosas, y para que cuando tengan que salir todas juntas en esas tardes lluviosas en las que, de pronto luce un rayo de sol, todo aquel que contemple el arco iris, quede maravillado con sus hermosos colores.
El angelito travieso, siempre que pintaba, se entretenía, entre pincelada y pincelada, en dibujar ventanitas en las nubes blancas, esas que parecen un trozo de algodón, para asomarse por ellas y curiosear lo que sucedía en la tierra. Aquel día, su curiosidad era más intensa que otras veces y, sin que nadie lo advirtiera, desplegó sus alas transparentes y volando, volando, se fue acercando a la tierra. Pero un poco antes de aterrizar en un campo lleno de hierba, sin darse cuenta, se introdujo en una nube gris llena de agua que empezó a descargarla convertida en lluvia sobre todo aquel lugar donde el angelito travieso pensaba detenerse. El angelito, empapado hasta los huesos no se preocupó, todo lo contrario, pensó que aquello era muy divertido y agarrándose a una gota de lluvia de esas que parecen lágrimas gordas, se dejó balancear en el aire como si fuera en paracaídas hasta que fue a posarse en el centro de un lago, sobre la enorme hoja de un nenúfar blanco donde quedó panza arriba durante un rato sin saber lo que le estaba pasando.
Cuando al fin pudo incorporarse y contemplar la superficie del lago, se quedó boquiabierto. Al principio, se creía que aquello seguía siendo el cielo porque el agua tiene cierto parecido con la bóveda celeste, la diferencia está en que el agua moja cuando se toca y en el cielo, te hundes, te hundes como si estuvieras en el interior de una burbuja. Pero cuando el angelito vio que aquel líquido estaba lleno de vida, pensó que era un sitio ideal para jugar y como estaba sobre una enorme flor que le servía de barca, comenzó a navegar de acá para allá inventando viajes extraordinarios que le llevaban a lugares lejanos y desconocidos. Las carpas plateadas que lo observaban sorprendidas, le llamaron para que nadara a su lado y él, ni corto ni perezoso, se echó al agua buceando con las ranitas verdes y dejándose zambullir en un salto desde el cuerpo de las azules libélulas que volaban haciendo piruetas sobre aquel enorme lago. Cuando comenzó a aburrirse le pidió a la libélula más grande que lo llevase, montado sobre su espalda, hasta el bosque para así, conocer mejor aquella tierra desconocida para él.
La libélula, complaciente, lo llevó hasta el camino, y allí el angelito empezó a pasear aspirando el perfume de flores que nunca había visto, a observar el vuelo de los pájaros y a escuchar ensimismado sus gorjeos, y se entretuvo durante mucho rato, persiguiendo a las abejas y a las mariposas que nunca alcanzaba, hasta que, agotado, se escondió entre la hierba de un prado y se quedó dormido.
Cuando despertó, el angelito se sintió entumecido. Apenas se podía mover. Había oscurecido porque llegaba la noche y como él no la conocía, porque a su cielo tan alto la noche nunca llegaba, se asustó tanto que decidió terminar su aventura. Entonces quiso elevarse para volver a su lugar en el cielo pero, por más que lo intentó, no pudo... Las alas no le respondían. Volvió a intentarlo una y otra vez, pero... nada. No podía volar. Muy, muy asustado, miró sus pequeñas alas y vio con horror que estaban completamente destrozadas. La lluvia, la humedad y la despreocupación del angelito mientras jugaba, las había hecho inservibles. Estaban agujereadas y rotas.
El angelito se puso entonces a pensar en como podría volver a su cielo tan alto y se acordó de las gotas de lluvia pero, inmediatamente, se dio cuenta de que las gotas bajaban de las nubes, nunca subían hasta el cielo y sin encontrar solución a su problema, aterido de frío, se quedó acurrucadito junto a un arbusto que encontró en el camino y se puso a llorar. Y como los angelitos no lloran igual que las personas, de sus ojos comenzaron a caer unas lágrimas chiquitinas que eran como campanitas y que al chocar con la tierra, dejaban oír una bonita melodía ¡Tinn tantaranntannn...! ¡Tinn tantaranntannn..! Y gracias a esta música que producían sus lágrimas, el angelito se salvó, porque, en aquel mismo momento pasó por el camino una niña que venía de recoger violetas en el bosque y al oír aquel hermoso repiqueteo, buscó entre los arbustos hasta que encontró al angelito hecho un ovillo y llorando desconsoladamente. Compadecida, lo llevó a su casa, lo envolvió en una toquilla de lana y lo arrimó a la chimenea para que se secara.
El angelito travieso, le explicó a la niña su problema y juntos empezaron a cavilar la manera de conseguir unas alas nuevas para que pudiera volver a su cielo, pero como estaba tan cansado, se quedó dormido al calor de la lumbre. A la niña le dio mucha pena aquel angelito llorón y sin alas y como deseaba ayudarle, se le ocurrió una maravillosa idea. Sacó las violetas de su cesta, comenzó a deshojarlas y a trabajar con ellas muy hábilmente. Cuando el sol salió por la mañana y el angelito se despertó, la niña tenía entre sus manos dos bellas alas hechas con pétalos de violetas, las más hermosas que el angelito había visto nunca. Entre los dos, las colocaron muy bien colocadas en las espaldas del angelito que, después de agradecer a la niña su ayuda, echó a volar perdiéndose en la inmensidad azul.
Cuando llegó al cielo y ocupó su puesto, fue rápidamente a por el pincel para retocar los colores del arco iris que tenía abandonados y entonces vio que, entre todos los colores que formaban su precioso arco iris, faltaba uno que nunca había estado allí ¡ No tenía el color violeta... ¡ El angelito pensó que, como aquel era uno de los colores más hermosos del universo, no podía faltar en su arco y entonces, untó su pincel en los extremos de sus alas impregnándolo de aquel color lila que tanto le gustaba y añadió una franja a los otros seis colores que ya estaban pintados. Desde entonces, ese arco iris tan precioso que vemos cuando un rayo de sol ilumina las gotas de lluvia, tiene siete colores: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y... violeta. El color de las alas de un angelito travieso que quiso correr una aventura en la tierra.
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