Quién me lo iba a decir a mí, después de tantos años, volver a la casa donde me hice hombre, sentarme de nuevo frente al nono, parece que fue ayer cuando mi madre nos envió a España. El abuelo no fue al aeropuerto, mandó al tío Pedro con el carro a buscarnos. Yo tenía diez años, y Carlitos, uno menos. Mi mamá se había hecho una nueva familia y mi padrastro no nos quiso. Mi mamá nos dijo que aquí tendríamos una buena educación, que el abuelo tenía dinero y ella no. Y así llegamos, como cucaracha en baile de gallinas. Menuda quinta, cercada por una tapia, y el caserón, daba miedo, con galerías alrededor de un patio por las que silbaba el aire por las noches, como si se celebrara un baile de aparecidos. Mi hermano y yo nos abrazábamos, y dormíamos en la misma cama. El nono era muy severo, apenas nos hablaba y nunca nos acarició. Entonces no sabía qué tenía con nosotros, ahora sí lo sé. Mi padre era un chivo que hizo su agosto en la época de las vacas gordas de allá. Se vino de viaje por Europa, encandiló con su percha a mi madre, que casi era una niña, y se la llevó. No más de cuatro años tardó en abandonarla, el muy coño´emadre, pero mi abuelo nunca la perdonó. Supongo que nosotros se la recordábamos. Mi madre era catire, muy bonita y alegre, con todo lo que pasó y siempre se estaba riendo. Una vez al mes nos llamaba por conferencia. Se le quebraba la voz, y yo me tragaba las lágrimas y le decía, no te preocupes, estoy chévere, mamá. Pese a todo, tengo una memoria muy feliz de esos años. Pronto empezó el colegio, hicimos amigos, buena gente, y luego pasamos al instituto, y seguíamos los mismos. Ellos fueron nuestra familia, aunque tenían padres y madres, y regalos por su Santo y por Navidad, y nosotros no. El abuelo tenía un billar en el sótano. Nunca bajaba, así que no le importaba que lo usáramos. Era como un refugio donde organizábamos guateques, donde tomamos los primeros palos, donde cogimos la primera pera. Pero cuando terminamos el bachillerato, el nono nos devolvió con mi madre, otra vez como pajaritos en grama. Ahora eran las vacas flacas. Tuvimos que echarle bolas, pero siempre se sale pa´lante. Nos metieron en una residencia, seguro que mi abuelo puso el cobre, nos dieron estudios, un futuro, no puedo quejarme de mi chance. Lo menos han pasado veinte años. Rafa, el que fue mi mejor amigo, me ha alojado en su casa. Su mujer me ha recibido como a un hermano, y sus hijos me llaman tío Miguel. El nono ha reunido a la familia para agasajarme, pero los siento desconfiados, marcando las distancias. Aquí están todos, a la mesa, sonriendo de purito compromiso. El primo Juan Francisco, que se cree la gran vaina, me ha preguntado en qué hotel me alojo. Seguro piensan que soy un mamerto, y que vengo a atracarlos. Menos mal que mi madre ya no puede verlo. Por un momento me ha entrado la vena sentimental, pues hasta tenía tanta ilusión puesta en ellos, pero, cónchale, mi compadre ha montado una parranda mañana con todos los viejos amigos. Mi compinche es panita. Lo demás, p´al carajo.
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