Como las que se leen son palabras de otro hay una distracción que impide notar el gesto inconsciente de poner el papel que usamos de separador en la boca. Tan irresponsables y abandonados como en todo o en algo, el papel pasa a ser posesión del labio inferior nada más, un monopolio gradual de la saliva secándose sin prisa y amalgamando la piel con las fibras del separador de páginas. Y el argumento es interesante, y este autor sabía que nos aludiría tarde o temprano –así somos de simples y uniformes-, alimenta nuestro ego disfrazando sus premisas en golosinas verbales. En algún momento, inocentes, decidimos que por hoy -por la hora-, es suficiente. Vemos el número en la esquina de la página y parpadeamos normalmente -los ojos están hastiados-, pero la mano que obedece esta intención de abandono nos arranca brusca y estúpida un pedazo de la boca y vemos sangre en la punta del papel amarillo. Tal vez nostálgica la lengua acaricia esa zona donde algo falta y sabe a sangre. Que absurdo y que vulgar terminar así algo tan normal.