Ahora que gran parte de mi tiempo pasa sobre el mismo par de metros cuadrados, podría decirse que me quedan muy pocos anhelos, que la rutina hace campo y que va creciendo como un carcinoma que sabe a sed en los labios, sequedad en la lengua. Que a veces siento mis manos como de arena, que me falta el agua, la respiración, o que dentro de este edificio y frente a esta pantalla me siento autómata, un claro ejemplo de algo que para mí siempre fue difuso, incluso ahora donde no puede haber un golpe más concreto, más directo.
Ya olvidé la fecha en que iba a morir y aunque recuerdo vagamente las condiciones, ahora solo sé que me hago viejo, aunque apenas tengo entre el pecho y la espalda un montón irrisorio de años, ya me siento cansado, calcinado, con las manos regordetas, ásperas y arrugadas, con las uñas gruesas y surcadas, con el imborrable negro de tierra en las hendiduras, manos como de anciano tosco, del que tiene párpados cansados, canas escondidas bajo el sombrero, justo como puedo recordar a mi abuelo, muerto hace tan poco.
Tristeza propiamente no es lo que siento, quizá es algo diferente, abyecto, como querer desnudarse de la propia piel, arrancársela de un tajo fuerte y lento, desprendérsela de los músculos, sentir el dolor de cada fibra desterrada, cubrirse de sangre, sentir que ese mismo dolor me alivia, me saca de esta rutina inútil hermética e impermeable; se que no es tristeza e intentar definirlo es quizá tan desesperado como sentirlo. También sé que no es desesperanza.
Esperar es lo único que queda.
Esperar en la mañana cuando aun no hay luz de sol, frotar desesperado las manos heladas, agolpado en algún lugar ocultándome del viento, aguardando:
a que me mate el frío, a que frenético salga en una carrera ciega al punto fugaz que se une con mi entrecejo, y que una bala a mitad de mi camino me corte el aliento agitado, me perfore las ganas y me enseñe lo inevitable del fin.
Estaré como un cadáver vomitado en el pavimento, y seguiré moribundo a la espera, para que me encuentres, vencido, aplacado, abatido, con la dulzura en los labios abiertos de mis heridas, con la sangre haciéndose burbujas secas, esperando a que me mires y me enseñes que soy mortal, que soy completamente prescindible. |