Su madre le instaba a hacerlo, pero el no comprendía el porque de esa necesidad. Bueno, casi la comprendía, pero no le parecía que fuese una necesidad inmediata. Al fin y al cabo estaba empezando a desarrollarse.
No obstante ante el apremio, la insistencia y el enojo de su madre, no tenía más remedio que acercarse al abismo.
Le entraban temblores, sudaba y tenía que cerrar los ojos ante aquel espacio infinito que se abría ante él.
No quería desairar a su madre y echaba el cuerpo hacia atrás en un vano intento de mantenerse seguro.
Pero su madre era inflexible. ’’Ha llegado la hora’’, decía. ‘’Debes arrojarte ya’’.
Argüía airadamente, inventaba mil pretextos, concebía dos mil excusas, forjaba tres mil embustes. Pero no servía, su madre era inexorable.
Con la mirada medio llorosa buscaba ayuda en su padre, pero este se la negaba con la cabeza y le señalaba con la cabeza el abismo.
Su hermana pequeña, en silencio esperaba expectante el desenlace porque sabía que dentro de poco le tocaría a ella.
¡No lo haré! ¡No podéis obligarme!, gritó airado el pequeño.
Su madre se armó de paciencia y sin mediar ninguna explicación, pero con inusitada delicadeza de un empujón lo arrojó al abismo insondable.
Eso no se lo esperaba. Su propia madre. Y su padre reía al verlo caer. Miró con espanto al suelo que se acercaba vertiginosamente a su encuentro.
No podía entenderlo, ¿porqué?, gritaba. Su muerte estaba próxima y ante la inminencia de quedar estampado en el suelo, su instinto se hizo cargo de la situación, le obligó a extender las alas, le hizo agitarlas brevemente y resultado de ello fue que se posó con delicadeza en el suelo. No lo podía creer, pero había conseguido volar.
A continuación levantó la mirada y con cierto reproche acompañado de una sonrisa, saludo a su madre que lo contemplaba desde el nido.
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