Rembrandt duerme en la pieza contigua y, de mañana, me ordena silencio. Le preparo algo de tomar mientras le cuento, emocionada, que hay soldados de barro resguardando la tumba escondida de Qin Shi Huangdi. No me pregunta quién es. No quiere saber. Rembrandt es así; se peina los rulos con los dedos, voltea el espejo y, apretando los dientes, se concentra en los retratos hablados que le ha empezado a dictar la chica Marilyn. Luego cuelga sus brazos y se rinde. Ella le reprocha que, otra vez, no se le parece; que hay algo en los ojos y en la comisura de los labios de ese hombre, un hombre, cualquier hombre, que no alcanzó a ver bien para describírselo: “la oscuridad siempre es repentina”, le musita entristecida. Sé lo que sigue; no siempre, pero esta vez sí. Los dejo solos y deambulo por los pasillos donde abundan lirios y caracoles. Ha anochecido, la oscuridad siempre es repentina. Un ladrón disfrazado de párroco escapa por la puerta principal llevándose mi álbum de fotos, lo último que veo es la cola de su sotana y le perdono con la esperanza de que le alcance un rayo purificador. Ya lo he visto irse otras veces con mis libros de Lautreamont, unos discos de vinilo y hasta un frasco de mermelada. Sólo protesté cuando desapareció mi colección de Kafka, pero Marilyn me consoló: “¿Para qué leer pesadillas ajenas?” Yo no confío tanto en ella, el otro día la he oído pedirle a su médico de cabecera que me ordene una radiografía ósea completa para descartar fisuras en mis hioides y metatarsos. Pero, seguro, lo que quiere saber —se lo ha estado insinuando todo el tiempo al bueno de Rembrandt— es si soy un fantasma.
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