//Angie//
III.- Hora de Cenar
“Tras sonidos que sólo ella puede escuchar”
…cada vez que podía su madre contaba la misma larga y extenuante historia, y como toda persona que la escuchaba por primera vez, Antonio seguía el relato con atención, su esposa ya lo había oído, pero era demasiado distraída como para habérselo contado antes.
Cuando el relato hubo terminado la miró.
- Así que eres un angelito! –exclamó con una enorme sonrisa que por segundos le dio la apariencia de un desquiciado. Angie fijó su mirada en él y Antonio pudo ver por primera vez una emoción reflejada en sus ojos azules. Era odio, puro y fatal. La sonrisa se borró instantáneamente de sus labios así como el odio se esfumó sin dejar ninguna huella en el sereno rostro de Angie.
Antonio supo entonces que no volvería a ver un odio así en otra persona.
- Sí, ella es mi angelito –comentó la mujer que ignoraba lo que había ocurrido. –Mi esposo llegará en media hora. Desea beber algo?
- Claro…
- Querida, puedes ir a jugar por mientras. Vuelve a comer cuando llegue tu padre. Antonio… Oh! Puedo llamarlo Antonio, verdad?
- Sí… por supuesto.
Angie se alejó por los iluminados pasillos del primer piso. Ángel, como odiaba que la llamaran de esa forma… estaba hastiada de escuchar la misma historia ridícula de su madre creyéndose virgen María al dar a luz un ángel, ella misma sabía que no había sido un milagro, y que debía haber hecho algo muy malo para que le quitaran la voz, le cortaran las alas y la expulsarán del cielo.
Abriendo la última puerta salió a un inmenso patio trasero donde había entre otras cosas, una gran piscina, un parque de juegos infantiles, una sofisticada casita en un árbol, una laguna artificial con peces traídos de Japón y canchas de fútbol, tenis, básquetbol y mini golf, todo esto rodeado de árboles de distintos tipos y numerosos asientos. Delicados postes esparcidos en todas direcciones alumbraban en azul y blanco el perfecto pasto al caer la noche.
Caminó en línea recta hasta el final de todo donde una reja blanca la separaba del bosque que se alzaba aún majestuoso a pesar de que seguía siendo comprado por los más ricos de la villa, que usaban los terrenos para construir más piscinas techadas y parques privados de juegos mecánicos.
Angie se afirmó con ambas manos de la reja llamándolos mentalmente, si hubiera podido les hubiera gritado con todas sus fuerzas que salieran de su escondite y estaba segura, hubiesen salido.
“Es de noche, salgan a cazar, aquí hay carne fresca… Sé que saldrán algún día a vengarse del mal que les han hecho, están destruyendo vuestro hogar que es lo único que tienen, lo poco que les queda. Si no se defienden ahora cortarán hasta el último árbol de este bosque.
Salgan a comer, hay muchos niños por aquí, niños que merecen ser comidos. Dejaré mi ventana abierta esta noche, no tengo nada que perder.”
Después de pensar esto, dio la vuelta y entró en la mansión.
“Es hora de cenar”.
El señor Bell como lo llamaban generalmente era un hombre serio y decidido quien infundía entre sus iguales el mismo temor que entre sus empleados. Tenía un tacto innato para los negocios y plena conciencia de los círculos en que se movía, nadie subía ni bajaba de estrato social sin que él lo supiera.
Se encontraba sentado a la cabeza de la mesa sirviéndose la sopa de cebolla tranquilamente, su esposa se encontraba en el otro extremo y Angie y el invitado estaban sentados en el centro de la misma frente a frente.
Fueron la Sra. Bell y Antonio los únicos que conversaron durante la cena, bien de la decoración, del tiempo, de sus costosos viajes por países exóticos, de hoteles, de centros de esquí, de restaurantes, de la ópera y del ballet, todos temas livianos y muy apropiados para una buena digestión. Al terminar la cena el señor Bell se retiró a su oficina junto con su invitado para hablar de negocios.
Angie se dirigió a su habitación a la cual su madre llegó sólo momentos después, le peinó los largos cabellos formando una trenza del color de la noche y le colocó un pijama blanco que le llegaba hasta los talones, plegó las tapas de la cama hacia atrás, acostó a su angelito, le dio un beso de buenas noches y se retiró apagando la luz al salir.
Se quedó mirando el techo blanco unos minutos, tenía todo lo que necesitaba una niña normal para ser feliz: una madre preocupada, un padre trabajador, muchos juguetes, muchos vestidos, una enorme pieza y demasiado espacio para jugar. Lo sabía tan bien como conocía el hecho de que no era en absoluto normal.
Se levantó de la cama con dosel y abrió las ventanas para salir al balcón.
“Aquí estoy, nada que perder más que esta estúpida vida… pueden venir por mí”. |