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“Hacemos cosas, pero contarlo es difícil
porque falta lo más importante, la ansiedad
y la expectativa de estar haciendo las cosas”

SIMULACROS, Julio Cortázar






Nosotros no somos muchos y vivimos unos aquí, los otros allá; azarosamente. Vivimos en mochilas de viaje, en carreteras interminables, en lloviznas grisáceas y pegajosas, en permanente movimiento, como las nubes o las partículas de polvo en el viento. Los vecinos que nunca hemos tenido nos saludan más por mera cortesía que por convicción.

Hace sólo unos días, mientras intercambiábamos viviendas, ocupaciones y dietas; llevábamos cargando la otredad sobre los hombros de los párpados; empuñábamos inútilmente la llave de la casa sin puertas y pensábamos que habría que improvisar de nuevo. Siempre ha sido maravilloso renacer el noveno día del tercer mes, a las ocho menos tres, o al vigésimo quinto día del segundo mes a la medianoche; nunca hemos sido constantes en este oficio de la vida…

Justamente en el penúltimo éxodo sucedió que encontramos hileras e hileras de piedrecillas grises alrededor de la casa que nos recibía con las puertas desenclavadas y las ventanas llorosas entre los vapores con que suelen despedirse los días detrás de cerros. Decidimos levantar cada pedazo de roca y, aunque tardamos un fin de semana entero, conseguimos llenar tres costales y medio; los atamos y colgamos para poder golpearlos y fortalecer nuestros puños y brazos. Uno de esos días, entre las muchachitas simpáticas, de esas que abundan en la plaza de Marqueses, me pareció reconocer un rostro familiar, lo cual era tan imposible que reí hasta que el estómago dolió. Finalmente se acercó, las manos tiznadas hasta los codos y las mejillas resecas, resecas… Estuve seguro entonces de haber visto antes a esa chiquilla, así que traté de identificarla por el método de la descalificación: no era mi hermana, puesto que una había fallecido seis años antes, otra debía tener el doble de años que ella, y la tercera debía pesar tres veces más; tampoco podía ser mi cuñada, porque todas ellas estaban preñadas; tampoco podía ser mi hija porque yo tenía veinte años y ella debía tener unos dieciséis, mi madre y mis tías (las que aún viven) son ancianas que rondan el centenario y no salen más que a tomar el sol por las mañanas sentadas en sillas de madera, tan anacrónicas y desvencijadas como ellas, que rechinan como lamentando el liviano peso que cargan sobre sus lomos, como si suspiraran al recordar los días felices en que fueron árboles cuyas frondas lo mismo cobijaban amoríos que asesinatos. Así que… ¿quién podía ser la muchachita etérea que me miraba fijamente mientras se acercaba con las manos tiznadas de carbón? no hacía mucho que vivía yo por ese pueblo, así que no pudo ser que la conociera de antes. Alguien, entonces la llamó por su nombre, o por algún otro nombre, de igual manera no pude entenderlo por el intenso murmullo propio de plazas como esa, y ella volvió a meter carbón dentro de costales a medio romper. Fue entonces que di media vuelta y caminé despacio con intenciones de no llegar a casa; iba pensativo, intentando recordar, si no podía recordar, al menos quería adivinar por qué me resultaba tan familiar si no la había visto antes… Tuve que conformarme con imaginar a ratos que la conocía de mucho tiempo; otras, que nunca la he visto, ni la veré jamás. Llegaba a casa, al viejo perfume de maderas quemadas, al crujir de los costales cada vez que Jairo lo golpeaba rencorosamente, a la conversación adormilada que se consumía en los labios de la tía Francisca, y que amagaba con derramársele entre la dentadura postiza.

Al siguiente día, como fue amaneciendo, corrí a la plaza de los Marqueses para ver si volvía a encontrar a la muchachita desconocida, con las manos tiznadas, llenando costales y costales de carbón; pero nadie había, el carbón estaba ahí, pero no estaba ella, ni la voz que la llamó por algún nombre que no pude reconocer, ni cualquier otra persona. Al cabo de unos pocos minutos llegó una señora de unos sesenta y cinco años y estuvo vendiendo el carbón. Esperé más, estirando el cuello, mirando por encima de la muchedumbre que poco a poco se congregaba entre los puestos de la plaza, para ver si aparecía por alguno de los flancos. Fue inútil. Supuse entonces que sería más probable que haya sido producto de mi imaginación y que el encuentro de un día antes no me haya sucedido jamás; sin embargo, cada amanecer corría a la plaza con la más firme intención de volver a imaginarla y poder preguntarle quién es.

Pasaron muchos días. Faltaba poco menos de media semana para que volviéramos a intercambiar vidas con las ratas de ciudad que tornarían a subir por las laderas, a arrancarse los zapatos para tirarlos en el camino y andar descalzos sobre la tierra ondulante, al menos eso fue lo que nos vino a decir el Calavera, quien tenía más o menos mi edad, sólo que murió antes de regresarse, porque dicen que lo picó un bicho, o no sé que cosa… Decidí que aquella mañana no iría más a la plaza y que me dedicaría a golpear el costal de rocas hasta que me sangraran los nudillos; pero me aburrí antes que sangrar y decidí salirme a caminar en dirección opuesta a la que recorría cada mañana. Subía por las faldas del cerro, rumbo al río que corría apacible por allí, cuando la volví a ver: allá, a lo lejos, sentada con los pies remojándosele en el agua que corría indiferente a las hojas secas que arrastraba, a los pies de la criatura y a mi reflejo que se distorsionaba a ambos lados del agua. Me acercaba despacio, como no queriendo molestar con mi presencia, deslizándome entre las sombras de los árboles, entre el silencio de la tierra que permanece y suministra la dádiva de la vida porque no sabe hacer otra cosa; la avidez de mis pies descalzos me llevó hasta quedarme inmóvil, mudo, frente a ella; a unos cinco pasos de distancia. No supe que decir, cómo justificar mi encuentro con ella, quien sonreía despreocupada e hizo una seña pidiéndome que guardara silencio – no digas a nadie que me viste aquí… – dijo y entre mi torpeza sólo pude atinar a asentir con la cabeza. Fui relajándome poco a poco, apoyado por el arrullador canto del agua, por la invitación a sentarme a su lado… Supe, después de conversar con ella y reír hasta que las mandíbulas dolieron, que se llamaba Tacha, que tenía cuatro hermanos que se pasaban la vida molestándose unos a otros con ocurrencias tan graciosas que hasta el agua parecía reír al escuchar cada historia. Yo no quise hablarle mucho sobre mí; a decir verdad, mi vida es muy sencilla siempre, nunca parece tener sentido, así que preferí omitir los detalles. La mirada se me desencajaba cada vez que quería decirle que pronto iba a dejar el pueblo, que la había estado buscando desde que la vi con las manos tiznadas hasta los codos, quería decirle tantas cosas que las palabras agolpaban en mi pecho y galopaban sin encontrar un orden para salir en forma que pudiese ser comprendida (aunque fuera a medias). La tarde comenzaba a pasear sus manos por entre las ramas de los árboles y un viento del norte soplaba fresco, como anunciando que la noche sería fría. Nos despedimos y acordamos volver a vernos al siguiente día; pero al volver a casa me recibió en brazos la noticia de que como el Calavera había muerto, era necesario llevar la noticia a la ciudad, donde el tío Evaristo esperaba a que volviera su hijo y por no haber estado presente al momento de la votación, me tocó adelantarme, acompañado de Remigio, su esposa encinta y sus cuatro hijos, para dar aviso y volver a partir a otra casa, la del tío Rigoberto, a donde llevarían el cuerpo del muchachito para velarlo y continuar con la tradición de andar de aquí para allá, cambiando de dirección cada vez que los tíos lo consideraran conveniente, según los designios que leían en las nubes; para andar como siempre, como las partículas de polvo en el viento, sin dirección, sin origen ni destino. Nunca supe si Tacha me esperó mucho tiempo o si encontró algún costal de piedras para golpearlo hasta aburrirse y luego caminar en dirección contraria, hacia donde no me encontrará…

Texto agregado el 09-04-2008, y leído por 264 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-04-2008 Me parece que su narrativa -que no es poca pero nunca es suficiente- se va puliendo de los rastros poéticos, y eso es plausible. Partir de un grande, como lo es Cortázar, para escribir de la nostalgia eterna de vivir migrando, sin dejar rastros para no volverse recodo de la memoria, o no existir para los demás por no herir, es algo para subrayar: porque pocos se dan cuenta -y si lo hacen, esquivan el tema- de que vivir no es más que estar de paso. Aplaudo su franqueza, y su bien hilada narración. (Agrego también que el hecho de no utilizar el diálogo como parte del cuento es, en lo personal, una excelente decisión). Xibalba
 
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