- “Mamá, me duele todo el cuerpo. Dame por favor un paracetamol y un rivotril...me siento inquieto. No estoy bien”. La voz de Jorge, un jovencito de 18 años, delgado y muy apuesto, salió cascada y apenas quejumbrosa.
Los Fernández del Valle constituían una bella familia. Los esposos habían deseado muchos hijos pero llegaron solo tres: María Soledad, la mayor, Matías el segundo, y Jorgito el benjamín. Como sucede en toda familia ellos tenían sus conflictos, necesarios e inevitables en el crecimiento de la vida. No obstante la inteligencia y bondad del padre, así como la sabiduría y prudencia de la madre, hacían del diálogo un instrumento poderoso para el tejido complejo de la vida-común.
En la urdimbre de estos hilos entrelazados con maestría se podía observar ritmo, armonía, pluralidad en la unidad: bellas figuras. Sin embargo, para las miradas agudísimas, en el fondo del tapiz podía percibirse algo así como una sombra que se proyectaba hacia delante, con potencia para cubrirlo todo.
Ya en el nacimiento Jorgito tuvo dificultades. Falta de oxigenación sin efectos visuales. Nada grave...Pero la madurez, en sus distintos estratos y dimensiones, era lenta. A los diez y ocho años Jorgito delineaba una figura relativamente armoniosa: alto, delgado, sensible, con una inteligencia intrapersonal agudísina pero con dificultades para el pensamiento abstracto. Toda su vida la había pasado entre médicos, psicólogos, fisioterapeutas, profesores de educación física, entre tantísimos otros. Poco a poco le fue invadiendo el miedo. Luego el pánico. A pesar del avance de la medicina, la química de su cerebro no podía ser equilibrada en valores normales.
El pronóstico fue terminante: a los treinta años, como tope, Jorgito sería un anciano.
Los padres y hermanos, en silencio, habían vivido dolorosamente cada día del benjamín. Con la última noticia lloraron para adentro. La fé vivida con autenticidad y heroísmo era la única fuente que manaba fortaleza y esperanza.
A pesar de toda su energía, el padre en poco tiempo envejeció. Sus espaldas se curvaron, cual junco doblado por un viento rojo y violento. El sufrimiento y porvenir de su hijito le eran radicalmente insoportables.
Lenta y de forma circular se formó, dentro del enjambre humano y su alocada gritería, la previsible figura geométrica: cuatro existencias en suave movimiento en torno a un centro.
- “Jorgito, Jorgito, despierta...Te traigo el café a la cama”, dijo con dulzura María Soledad. Detrás venía la mamá con las tostadas.
Jorgito no despertó. Estaba muerto. Matías se arrojó sobre el cuerpo de su hermano, se unió y lloró durante largo tiempo.
En la puerta del dormitorio los padres estaban abrazados, sostenidos por el marco. La madre, de a ratos, sollozaba; el padre, sin lágrimas, vió cómo el Universo entero enloquecía. El sol se salió de quicio y los planetas, disparados en todas direcciones, se cruzaban en el Caos. Miles de estrellas explotaban y caían.. El tiempo se detuvo. Luego se hizo noche cerrada y un hueco infinito de silencio.
Un abogado abrió de forma cansina una de las tantas cartas que se apilaban en su mesa.. Y leyó, desencajado, la escritura temblorosa:
“Yo, Jorge José Fernández del Valle, maté a mi hijo”.
Y debajo, casi ilegible:
“Bienaventurados los que sufren, porque de ellos....”. Nada más.
Un sol a raudales entró en el escritorio del abogado.
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