Se acercó a él, apoyó la cabeza sobre su hombro, y él se sintió reconfortado. Se cruzaron sus risas, se rozaron sus manos, y el tiempo desapareció como si se hubiese escurrido por las comisuras de la noche.
Dejó caer sus párpados como un pañuelo que se extravía adrede, con un suave planeo en la caída, y él se perdió en sus ojos.
Con delicadeza, levantó su mentón con una mano hasta que las miradas se encontraron, y se inclinó para susurrar a su oído:
-“No está aquí”
Ella se retiró un poco y lo contempló extrañada, dejando en el aire el aroma de su melena al agitarse.
-“No está aquí”- repitió llevándose la mano al pecho.
-“¿No me explicaste que no podía ser, que intentase comprender? ¿A caso no me habías negado ya? ¿No me dijiste que…?
¿Entonces para qué lo quieres?”-
Seguía absorta el gesto de su mano sobre el corazón.
-No está aquí, tiempo ha que se me quebró, y me prometí no volver a romper las costuras.
Está guardado, en una cajita de latón, sumergido en lágrimas.
Está escondido, en lo más alto de una colina olvidada, enterrado bajo seis pies de tierra, donde reposan los difuntos.
Está a salvo, donde solo yo puedo alcanzarlo.
Acto seguido dio media vuelta y en el mismo gesto se enfundó la cazadora, como si fuese una segunda piel. Sin girarse, se dirigió a la salida del local y se perdió entre las sombras nocturnas. Caminó cabizbajo de vuelta a casa, donde se sentaría con un viejo libro y leería sin enterarse de nada hasta el amanecer, pues tenía la cabeza llena de sus labios y el perfume de su cabello.
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