Destino
Las paredes del departamento son cartilaginosas de ladrillos huecos, espalda firme, siempre serias. Cuelgan del techo como sábanas almidonadas. Sin embargo, lejos de flamear al viento de las historias que mueve el único habitante, apenas si se secan en el calor artificial de las lámparas. Eternas nenas sin curvas, vírgenes de cuadros, percheros, granos metálicos donde colgar las llaves, las paredes ni se hablan entre si. Fingen todo el tiempo una solidez de principios que disfraza su natural tontera de tono neutro.
A sus pies, las cerámicas las miran, de párpados cerrados, mientras reptan en colores clásicos. Ni siquiera pellizcan a los pies de Javier, que pasa con sus zapatillas Nike hacia arriba o hacia abajo de las horas, nunca se sabe. Apenas movimientos necesarios hacia el baño, la cocina, el dormitorio, la salida. Las cerámicas recorren la casa por la noche, excepto los miércoles, cuando viene la señora Marta a limpiar y ordenar.
“Para el departamento de Javier Polozansky, la verdad, con dos horas y un rato me alcanza y resobra. Voy los miércoles porque me parece que es el día que se encuentra con la novia y vuelve a la madrugada. Así, si se me hace tarde en otra casa, no hay riesgo de que me encuentre. Aunque ahora, no sé que va a pasar. ¿Los padres sabrán algo? Digo los padres porque alguna vez una vecina me contó que vinieron, ni bien se instaló.
A Javier lo vi una sola vez, hace dos años, cuando me dio la llave. Apenas me indicó el trabajo. Mire si será, que no me dijo que me encargara de la ropa, me dijo que limpiara nada más. Pero yo no puedo con mi genio y la segunda vez que fui llené el lavarropas. Hasta la campera de nylon alemana que tanto le gusta lavé, no aguantaba el tufo a cigarrillo. El lugar es un pañuelo, trapeo, me encargo del baño, termina el centrifugado y queda todo listo. Plancho semana por medio y ni lo nota. Por ese trabajo extra nunca me escribe nada en el anotador, pero reconozco que me deja unos pesos más en el centro de mesa azul, donde pone la plata doblada. Al principio dudé en traerlo; se lo regaló el marido a mi prima Lita; a ella no le gustaba. Y es útil. Antes encontraba los billetes debajo de la única taza de té. Pobre Javier.
Bueno, pobre en el caso de que le haya pasado algo malo. ¿No se habrá ido con la novia? Un poco, lo extraño, y eso que no tengo ninguna foto. En realidad fotos no había, perdón, no hay, ninguna en el departamento. Mejor dicho, la única que hay la puse yo y él creo que ni siquiera se dio cuenta. Es una en blanco y negro de un montón de gringos recién bajados del barco y como un rubiecito me hizo acordar a Javier, la puse en un portarretrato sobre la ratona. La encontré en San Nicolás, donde voy por la virgen una vez por año. Ni mú el tipo. ¿Quiere creer?
También traje los zapatos del campo, como les llamo yo. Mi primo Pocholo me llevó un sábado a la tarde hasta un remate en la chacra de los Rivaneira. Perdieron todo por la deuda de juego del más chico. Me quedé afuera y cuando terminó, el Pocholo traía una caja de madera. Me dijo, tomá, anda saber de quién eran, están nuevos. La virgen me perdone, yo pensé en Javier, en esas zapatillas tan livianas para el frío. Al otro miércoles acomodé la caja bien envuelta en la parte de abajo del ropero, despacito, con cuidado”
El cielorraso, tan neutro como las paredes niñas, vuela su levedad sin poder poner los pies en tierra. A veces consigue una caricia, cuando el joven extiende sus brazos para desentumecerse. Insomne como las cerámicas, escucha correr la electricidad, el agua, el gas. Envidia tanto movimiento.
Deportiva, la cintura ubica a Javier en la silla anatómica donde se sienta frente a sus computadoras. Gira para alcanzar informes en carpetas siempre azules. Gira para que las manos vuelvan con un compacto de guitarra, bajo y batería ó de música electrónica ó de baladas brasileñas: depende el trabajo que el Ingeniero en Programación desarrolle. La cabeza de Javier concentra la energía tras sus ojos, conectada a un disc man, a un I Pod, a un celular. Va y viene hacia la empresa donde pagan sus servicios a precio justo. Piensa sin parar. Duerme lo necesario.
Javier se acuesta con su novia en un hotel muy parecido a la casa de sus padres. A veces la cabeza se sorprende con recuerdo violeta: su viejo, Francisco, los dos frente al hotel, el relato de su discreción. La madre de Javier luce tan joven como su chica. Fue la que le dijo: hacé tu vida sin mirar atrás y abrió la puerta. Javier agradece a sus padres la libertad. Deja pasar a Luciana, cierra la puerta de la habitación 318 y desconecta a la cabeza.
El jefe de Javier, un tipo con mandíbula de triunfador, le anunció la llegada de los alemanes hace tres días. Tu trabajo los va a convencer, agregó, pero traé zapatos. Los germanos admiran el cuero lustroso, las suelas nuevas. No dejes de traer zapatos, por una vez. Después quedó la sonrisa muy seca, muy sin gracia, siempre moderna, como las zapatillas de Javier.
Se enciende y vibra violeta el celular programado para despertar a Javier. En cinco minutos el muchacho come una tostada con dulce BC mientras termina de vestirse. Se detiene frente a la puerta. Recuerda una última carpeta para los alemanes. Al agacharse descubre sus Nike con la extrañeza que a veces brinda lo familiar. Todo su cuerpo duda y al fin busca en la parte de abajo del placard con la memoria de su casa paterna. Encuentra la caja de madera, sus manos la abren, sus ojos no entienden. Se pone el calzado que le va justo. Sale a la calle.
Ignora que irá donde quieran sus zapatos.
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