En mi país, como en todos lados, las personas materos tenemos amigos entrañables: los perros.
Es un vínculo que se pierde en el tiempo, en los albores del tiempo. Algunos cuentan que cuando el supremo payador creo a Adán y Eva, con lo que sobró sólo alcanzó para hacer un perrito. O sea que somos prácticamente parientes.
Sin embargo no es de la creación de los pichichos, un tema ampliamente documentado, de lo que quiero hablar sino que quiero referirme a la Rebelión Perruna. Poco se sabe de ella pero se sospecha que los canes aún comentan en voz baja los detalles de esa trifulca.
Lo que yo sé me lo contó El Sultán, un ovejero alemán viejo que murió hace tiempo. A lo que me dijo me remito.
La tierra ya se había enfriado y el sol se había acostumbrado a alumbrar mucho en la mañana descansando para el final del día.
En la panza de una loma había un rancho y en el rancho vivía gente y entre la gente, a la altura de las rodillas más o menos, vivía El Bobby.
Feo, desganado, flacucho. ¿Para qué negarlo? Los perros no caen en la tontería de los hombres de creer que los héroes no tienen defectos.
Blanco con negro o Negro con blanco. Manchado de pecas de distinto tamaño. Hocico largo, afilado. Cola larga también.
Se pasaba los días echado, salvo cuando la familia comía. En esos momentos se lo veía moviendo la cola, mendigando un hueso, jugando competencias de reflejos con las manos que buscaban desesperadas, igual que él, ese pedazo de carne que se caía al suelo.
Era un perro normal. Amaba a sus amos, aunque no los entendiera, y los respetaba aunque no se lo merecieran. Había ganado privilegios de cama y podía dormir en la que quisiera. Los nenes se quejaban de que no los dejaba descanzar porque se ocupaba todo el catre pero igual, en la noche, lo llamaban para abrazarlo y soñar sueños compartidos.
Durmiendo lo encontró la mañana en que todo cambió. Mientras se estiraba en el catre, le llamó la atención no escuchar a nadie en la casa.
Se levantó y salió a tomar agua. Allí los encontró a todos. Formaban un semicírculo y le daban la espalda. Estaban con la mirada fija en algo que se movía en el suelo. De vez en cuando largaban una carcajada en conjunto, como si le hubieran contado un chiste.
Sorprendido, el Bobby, se metió entre las piernas del más pequeño de los hermanos para ver. ¡Y lo que vio!
En el centro, adornado con un gran moño azul, hacía las delicias de la familia un sapo enorme y gris.
Verlo y ladrarle fueron para él la misma cosa. ¿En qué cabeza cabía que ese animal repugnante hiciera reír a los humanos? ¿No era acaso él, un perro, el símbolo máximo de la relación del hombre con los animales, muy superior a ese sapo degenerado y baboso?
El Bobby estaba indignado y celoso. Pero se sintió dolido en su amor propio cuando se dio cuenta de que los nenes agarraban al sapo y lo llevaban a la casa. Incluso el hermano del medio le puso una correíta atada al moño azul y lo paseaba entre las piernas de los adultos.
Al Bobby la indignación se le fue a la garganta y, mordido por el orgullo, ladró a ese sapo intruso con todas sus fuerzas. Y a pesar del los gritos pidiéndole silencio, siguió ladrando hasta que hartos los amos lo echaron fuera del rancho.
Esto fue el colmo. ¿Echarlo a él? ¿Al perro de la casa sólo por defender a ese sapo de porquería?
El pichicho enfiló para la ciudad.
En este punto la historia se pierde. Se sabe que el Bobby comentó lo que le había pasado a otros perros que encontró y descubrieron con horror que los sapos estaban por todos lados, ocupando lo lugares de los perros. ¿Quién decidió la huelga? ¿Cómo se organizó? Son secretos guardados celosamente que el Sultán no quiso comentarme.
Lo cierto es que en una semana ”La Gran Huelga Canina” estaba en marcha.
En esos días oscuros sucedieron cosas que hielan la sangre repetir. Millones de perros se negaron a “dar la patita” o a “hacer el muertito”. Aumentó el índice de robos a las casa porque los canes no ladraban al ver a los ladrones. En las noches se organizaron brigadas de aulladores que no dejaban dormir a los vecinos. Comenzó una escasez de medias porque los pichichos rompían todos los pares que encontraban.
No claudicaron en su empeño ni siquiera cuando la perrera se empezó a llevar detenidos a los más alborotadores.
Los sapos, organizados por medio de claves secretas, contraatacaron y fueron lo más encantadores que pudieron. Daban la pata, croaban "La cumparsita", croaban a los ladrones, pero nada de eso alcanzó.
La Rebelión de los Perros creció tanto que ya los humanos no podían ignorarla. Se preguntaban asombrados cuál podía ser la causa del comportamiento delictivo de los canes. Se sospechaba de enfermedades exóticas que había llegado de la china o de alguna bacteria en el alimento balanceado que los había enloquecido. Mientras se buscaban soluciones la crisis se agravó con la decisión de los perros de defecar en cualquier lado, preferentemente en las camas de sus amos.
El final llegó tan de pronto como el principio. Alguno de los hombres sugirió que la llegada de los sapos domésticos había sido la desencadenante de la huelga y la noticia corrió como reguero de pólvora.
Se vio entonces un espectáculo digno de ser contado como lo hizo el Sultán y como lo estoy haciendo yo ahora. Millones de sapos fueron arrojados de las casas y croaron su protesta en camino al charco. Se sabían vencidos. Nada podía interponerse entre los perros y el hombre. Volvieron a los pantanos y lagunas añorando los hogares perdidos...
Con el fin de la huelga volvió todo a la normalidad y los perros retornaron a sus casas.
El Bobby se dejó acariciar por todos nuevamente, menos por la patrona que todavía lo miraba con desconfianza por haberle llenado el edredón de caca.
Con el tiempo los hombres olvidaron la Rebelión y a los sapos. Pero los sapos, esos sí que no olvidan. Los sapos son rencorosos. Desde ese momento cuando ven pasar a una persona fingen indiferencia, para recordarles a los hombres que hubo una época en que eran amistosos, daban la patita y croaban "La cumparsita", pero ese tiempo se ha perdido definitivamente."
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