| No sé,no he ido al cielo
 ni lo espero,
 pero una amarga sospecha
 me da derecho
 a volver hasta mi infancia,
 y con traviesa tiza
 escribir en la puerta de la muerte,
 y derecho a pensar que muchos niños
 habrán llegado hasta la casa eterna
 con la mirada blanca
 por una gota de leche imaginaria
 que angustió sus estómagos por años.
 
 Algunos caerán a los pies de las sombras
 con un crujir de dientes
 no por miedo a morir ni huyendo del invierno
 sino en la última mueca de su arrepentimiento
 del sopor de haber vivido.
 
 Marchan al otro mundo
 sobre el hilo de un quebranto,
 pendiendo de una espina larga y puntiaguda
 que transportan cruzada en la garganta,
 pagando en penitencia aquel rastrojo de pescado
 que en muy furiosa lucha
 en el ring del vertedero
 habrán robado un día a los perros y moscas.
 
 Otro niño
 -no sé cuál de mis vecinos-
 habrá de llegar donde son piedra,
 a la puerta del suelo,
 con los labios abiertos todavía,
 esperando en sueños infantiles
 que algún hada madrina
 o la Santa Virgen Madre
 pueda pasarle el pan que vio una tarde
 desde la acera húmeda y distante
 en los escaparates del Supermercado Pérez.
 
 Un cadáver de niño
 habrá de quedarse flaco y ciego
 a mitad del camino entre los minerales
 porque quedó vacía la cuenca de sus miradas
 y oxidó su sangre la impresión de haber visto
 a Dios comiendo arroz de almas humanas
 que humedece en sopa de rojos corazones
 de madres y de ángeles hervientes.
 
 Así han de morirse muchos niños
 a falta de que el amor se vuelva aire
 qué respirar, viento en el que volar
 lejos de la inmundicia pre-cocida,
 lejos de la civilización que dispara podredumbre
 y pestilencia armada.
 
 Han de irse muchos niños
 a falta de que un gesto se petrifique en trigo
 y maíz y vida que alimente
 y se licue en agua que floge los amarres de la muerte.
 
 Y otros
 -cuánto duelen-
 se nos morirán de sensibilidad,
 viajarán mucho antes de llegar a ser Beetoven,
 Marx o Andrés Avelino:
 morirán con los hemisferios cerebrales
 llenos de aletazos de pena y ansiedad,
 llevando un rotundo ruido en toda el alma,
 con truenos e inundaciones íntimas,
 con tormentas e incendios calcinando
 cada placa sensible de sus cuerpos
 en un piso de tierra y un rancho que le huye
 a las tres sacrosantas estaciones del día.
 
 En la honda caída de este rodar de infancias
 de dudas se nos llenan las bisagras y cerrojos
 y tembloroso en susto quiere huir el portón
 de hierro de la muerte,
 y miles de milenios escuchamos
 caer hacia la nada en los relojes.
 
 
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