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Con el dedo índice me saqué una lagaña del ojo; miraba por la ventanilla del colectivo. Ella estaba sentada a mi lado, jugaba con su llavero; una pelotita peluda verde.
- ¿Qué somos nosotros? – le dije.
Ella me miró guiñando un ojo. Frunciendo la boca.
- Vos sos mi enemigo – dijo.
Recordé su cuerpo desnudo, los contornos de las curvas de su cuerpo la noche
anterior en su casa.
- yo no soy tu ex marido – le dije
- son todos iguales ustedes – con el dedo formó un revolver, me apuntó y
disparó. – te mato – dijo
- no me comparés
- en el fondo siempre estamos comparando, queriendo a un recuerdo
- odiando a un recuerdo dirás vos – le dije.
Me pidió que quería sentarse junto a la ventanilla. Cambiamos de asiento. Ella se puso a mirar hacia afuera, con la mano masticaba la pelotita peluda verde. Me dio un beso en la mejilla. Enemigo mío, me dijo al oído. Yo sonreí. Llevé la mano hacia su vientre, después bajé toqué su entrepierna y luego sus muslos. Hay gente, me dijo, y me sacó la mano a un costado. Mala, le dije. Desubicado, dijo ella. Era bueno cierto nivel de hostilidad entre nosotros. No permitía que nos volviéramos locos de amor. Siempre había un recelo, una desconfiaza, algo que nos decía “no te aferres”. Entonces había una distancia, pero estábamos unidos, tal vez por compartir esa misma idea del amor.
Hubo una época en que yo prefería estar solo. Alguna mala experiencia con las mujeres me había llevado a creer que estar solo me alejaría de los males del amor, pero a diferencia de lo que pensaba, la soledad inflaba e inflaba mi necesidad de querer y ser querido. Así que me decidí, mejor mal acompañado que solo, me dije, y la conocí a ella. La conocí en un ascensor.
Ella estudiaba inglés en el piso de arriba a mi departamento. Terminaba sus clases a las siete y bajaba siempre cuando yo bajaba para ir al gimnasio. Era hermosa, morocha, de pelo lacio, largo, cejas tupidas y ojos negros y redondos como sus pezones. Por esa época no había visto sus pezones solo veía sus ojos que miraban para abajo como queriéndome ignorar mientras el ascensor llegaba a planta baja. Yo la miraba, de reojo, a través del espejo. Debía tener veinticinco años pero mantenía la vivacidad de una colegiala.
Empecé a carburar una posibilidad de hablar con ella. Una porque me gustaba, otra porque el silencio que nos unía durante los siete pisos de bajada era tenso y espeso y angustiante. Entonces me aprendí un piropo en inglés. You must be tired because you´ve been running through my mind all night long, le dije con una sonrisa incrustada entre mis mejillas. Qué cuernos decís, dijo ella irritada. Nada, le dije, pensé que estudiabas inglés. Claro, estudio inglés y cuando salgo de la maldita clase no quiero saber mas nada con ese inmundo idioma. Y para que estudiás entonces si no te gusta. Para terminar la secundaria, me dijo. Aunque el piropo falló, el acercamiento funcionó y seguimos charlando pisos abajo y caminamos unas cuadras juntos hasta donde ella se tomaba el colectivo.
Empezamos a charlar todos los días. Muchas veces me encontré esperando a que ella bajase para yo tomar el ascensor. Descubrí que era una maniática sexual. Atrevida. Innovadora. Tenía una obsesión por hacer al amor en lugares extraordinarios. Así que una vez lo hicimos en el ascensor. Y otra en la escalera del edificio, en el baño de un Mc Donald´s, en el museo de ciencias naturales, y en el planetario, en el reservado de un boliche, en el banco de una plaza.
Ese día ibamos al centro en colectivo. Ella me apuntaba con el dedo y me disparaba. Después se perdía mirando las veredas, le gente, los autos. Estaba callada. Ausente. Bajamos del colectivo y seguía en silencio. Caminamos por las veredas inundadas de gente. Había un lugar donde vendía peces de colores, con muchas peceras, nos detuvimos a mirar. Un pez negro picoteaba el lomo de otro dorado. Parecía que le arrancaba escamas. Pero el pez dorado permanecía casi inmóvil, salvo por el aleteo constante, como si no se sintiese perturbado por el otro. En una pecera había una tortuga, masticaba una hoja de repollo, en la misma pecera había un hamster corriendo dentro de una rueda de alambra, cada uno en lo suyo, como si se ignorasen.
- ¿por qué estas tan callada? – le pregunté
- estoy pensando un lugar para hacer el amor – dijo.
- mirá el hamster – le dije – corre y corre sin parar y nunca llega a ningún lado.
- Ya se , ya se a donde vamos a ir, seguime – y me agarró de la mano y me
arrastró caminando rápido.
El sol pegaba fuerte sobre nuestras cabezas. Caminábamos apurados, pasos rápidos, largos. Estabamos llegando al parque cuando un grupo de muchachotes venían caminando de frente hacia nosotros. Eran cinco o seis. Caras de malos tipos. Con gorritas, pantalones anchos. Se iban acercando y yo vi que todos, absolutamente todos ellos nos miraban. Entonces por temor o cobardía crucé la calle. Crucé pensando que ella me iba a seguir pero no. Siguió caminando y los muchachotes la rodearon y la apretaron contra la pared y le sacaron las zapatillas y el reloj. Yo me quedé estupefacto, parado en la otra vereda, mirando todo y no pude o no se me ocurrió hacer nada.
Los tipos desaparecieron a la vuelta de la esquina. Ella no lloraba.
- gracias por hacer algo – dijo.
- ¿qué queres me cague a piñas con seis tipos?
- Hubieras gritado por lo menos.
Le di mis zapatillas. Le quedaban grandes pero las aceptó.
- ¿a dónde vamos ahora? – le pregunté.
- Seguime – dijo.
Yo continué descalzo. El piso estaba frío y sucio. Doblamos en la esquina. Hicimos unas cuadras más. Volvimos a doblar. Llegamos al Monumento a la Bandera. Me señaló la punta de la torre. Yo sonreí.
La entrada salía cuatro pesos. Era menos que un telo. Subimos. Nos apoyamos en la baranda del balcón. Se veía hasta los confines de la ciudad. El río marrón e imponente surcado por barcos. La gente parecía diminuta allá abajo, bacterias, enzimas, difundiendo en el espacio del parque.
- Es más alto de lo que parece – le dije.
- Te parecés a mi papá – dijo ella – una vez vine con mi papá y me dijo lo mismo.
- Bueno, él era un hombre también
- Y tenés la nariz de un amigo de la primaria - me dijo – y la mirada de
mi coordinador en el viaje de estudios.
Me di cuenta que ella se parecía a Natalia. En la forma de sonreir. Natalia había sido un amor platónico de mi adolescencia. Pero no le dije nada. Ella estaba apoyada mirando hacia abajo. Me sonreía. Con su manos levantó su pollera y bajo su bombacha. Yo acaricié sus piernas. Me abrió la bragueta. Lo hicimos. Ella miraba hacia abajo y yo me movía desde atrás. Cuando aparecieron unos turistas con sus cámaras de fotos nosotros ya estábamos otra vez mirando el paisaje y fumando un cigarrillo.
Terminamos la tarde jugando con los cañones, los cañones que adornan el monumento junto a la avenida. Ella disparaba y me mataba y parecía ponerse contenta con eso.



Texto agregado el 06-04-2008, y leído por 266 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
25-05-2008 Un texto con mucha tela que cortar y que se corta en el aire. escrito con un estilo excelente. Mis saludos.***** josef
24-05-2008 Bueno, no se si te pareces al papá, al amigo de la primaria o al coordinador de viajes, pero al menos estoy seguro que te parecés a un excelente escritor. Me agradó leerte. ZEPOL
09-05-2008 me has hecho sentir, vivir, identificarme, asombrarme de ser tan iguales en el fondo hombres y mujeres, retorcerme, desinflarme, reir... gracias. Stelazul
06-04-2008 Mira, el piropo fue muy lindo, a mi me gustó: bello, poético. La historia, como todas tus historias, llena de vivencias, por lo cual, son tan creibles. Tu narrativa directa y llega a quien tiene que llegar, sin más ni más. La disfruté full. Te felicito y un besito. ¡Ah! Y todas las estrellas que corran esta noche por tu mente. Sofiama
06-04-2008 Bueno, con una mujer así, no se aburre uno. Al menos no da tiempo. Saludos buen texto. Jazzista
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