REGALO DE CUMPLEAÑOS

Era el día más esperado de los últimos dos años: el de su cumpleaños número quince.
Se trataba de una vieja tradición familiar, que muchos considerarán acertada y tantos otros absurda. No obstante, no sería justamente yo quien rompiera la cadena.
Mi bisabuelo lo hizo con mi abuelo, éste con mi padre, y mi padre conmigo. Me refiero, concretamente, al regalo del cumpleaños de quince: el anhelado debut sexual.
Recuerdo bien mi experiencia, hace ya unos 25 años. Mi padre y mi madre, arguyendo tener que viajar de urgencia a un pueblo cercano por problemas familiares, salieron la noche de mi cumpleaños y me dejaron solo en casa.
Al rato golpeó a la puerta una voluptuosa rubia de rojo, pidiéndome permiso para pasar al baño, y... bueno, el resto pueden imaginarlo...
Al regresar mis padres la mañana entrante, mi viejo, palmeándome la espalda, preguntó, con un dejo de picardía en la voz:
-¿La pasaste bien en tu cumpleaños de quince, Manuel? ¿Te divertiste anoche?
Intercambiamos una mirada cómplice y nos echamos a reír. Fue, en verdad, una experiencia que hoy le agradezco.
Por eso, cuando llegó mi turno de actuar no tuve dudas.
Fue anteanoche.
Salimos de casa y subimos al auto.
-¿Adónde vamos, papá? -dijo.
-A buscar tu regalo de cumpleaños de quince -respondí.
-¡¡¡Noooooo!!! ¿Y de qué se trata?
-Es una sorpresa, pero te prometo que te va a encantar...
Mi esposa, al escuchar el ruido del motor del coche a tan altas horas de la noche (eran alrededor de las 12 y media) me interrogó, un tanto alarmada:
-¿Adónde van a estas horas?
-No puedo explicarte, pero nos vamos a divertir, sanamente -dije, guiñándole un ojo.
Nos marchamos, sin más pérdida de tiempo, rumbo a la Panamericana, a buscar uno de los tantos hoteles-alojamiento para cumplir con la tradición de los González.
Entré al motel (si mal no recuerdo, su nombre era “Éxtasis”) y estacioné el auto junto a una de las habitaciones.
-Entra aquí -dije.
-¿Qué? ¿Por qué?
-Tenemos que hablar de algo importante. Tú sólo entra y espera... Regreso enseguida.
Obedeció, y marché hacia la administración. Allí solicité, por teléfono, dos chicas y dos travestis, para que la fiesta fuese completa. “Voy a dejarle libertad de acción -pensé-. Que elija lo que le guste. ¡Quién sabe! ¡Tal vez le gusten las chicas! ¡O prefiera los travestis! ¡Que elija lo que desee!”.
Tal vez me consideren un degenerado por lo que acabo de revelar, pero yo sólo cumplía con un mandato ancestral, ni más ni menos, brindando todas las comodidades y posibilidades a mi descendiente...
En quince minutos llegaron los contratados: dos hermosas rubias que me hicieron recordar a Zulma (aquella mujer que me hizo feliz por primera vez el día de mi cumpleaños) y dos travestis (un hombre vestido de mujer, y una mujer vestida de hombre).
Les dije que entraran en la habitación e hicieran su trabajo y me marché a casa.
Cuatro horas más tarde regresé, satisfecho, sintiendo un peso menos sobre mis espaldas y orgulloso por haber cumplido con la vieja tradición familiar, a buscar a mi retoño en el día de su cumpleaños de quince.
-¿Qué tal la has pasado, María, en el día de tu cumpleaños de quince? -pregunté, sonriendo y guiñando un ojo.
No respondió. Creo que había algunas lágrimas en sus ojos.
No repliqué, pero comprendí su silencio y me sentí feliz, tan emocionado como ella. Mi corazón ha latido, ciertamente, orgulloso desde entonces, luego de tan estupendo regalo de cumpleaños.