Una cuerda un tanto gruesa, mantenía los altavoces bien sujetos a dos paredes en aquella pequeña habitación, toda azul. Azules eran sus cuatro paredes; de un azul más claro, casi cielo, era su techo; de un azul intenso, poroso, invisible en él el paso del tiempo, era el quicio de la puerta, amanerado, preciosamente veteado y, desde un verde claro, enervante hilvanadora de una tenue y trémula luz verdosa, esperaba, tácita ella, la puerta.
Bajo una tenue y trémula luz verdosa, no se podía avistar ventana alguna en las paredes de aquella habitación.
Sólo un judío salió de entre las sombras, lo adiviné por su aguileña nariz. Éste oteó entre las umbras, entre las penumbras, frunció el ceño, se ajustó la mano sobre las cejas a modo de parasol y... nada.
Jimi Hendrix, desde las atadas alturas, comenzó a tocar su guitarra, sobre libertad y otras panaceas.
Una ráfaga recorrió la habitación azul; se tornó roja ante aquellos arpegios del cadáver, y con sólo una mirada ávida, innecesaria ya la lupa del escrutinio, cualquiera con rostro, peinado, impoluto traje, de hombre, se daría cuenta que seguía estático, en una misma habitación, ahora roja.
Sonó una campanada. Luego, otra. Luego, otra.
El judío tembló sintiendo su porvenir en los huesos. Se abrazó y pensó en aquella huella dactilar. Deseaba estar en un monte ahora, lejos del castillo; arrojar el reloj de su padre allá, en algún lugar remoto. Anhelaba descorrer aquellas cortinas, como quien detiene una película y necesita más luz que guíe su búsqueda de cerveza; y ver una habitación azul.
Una comisión, necesito una comisión más y, dijo un judío en una habitación roja con una silla eléctrica en su epicentro, donde sólo una enmohecida manta daba lustre, podré comprarme ese nuevo coche.
Una ráfaga recorrió la habitación roja; aún con los párpados cerrados pensó, No soy un monstruo, no soy un monstruo.
Abrió sus ojos. Tras su aguileña nariz, el público le miraba, expectante. Endiabladamente tenso.
Cerró sus ojos, de nuevo. Y pensó, Sólo falta el detective.
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