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“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Alonso interrumpió su lectura y prendió dos velas más. Era el tercer libro que empezaba hoy. Su frente, salpicada de sudor, sus ojos, resecos y vidriosos, translucían el cansancio de horas en blanco.
La novela, de un tal Cervantes, le había sido recomendada por el cura y el barbero, coincidencia que no le parecía nada extraña, puesto que ambos profesaban de alguna manera la misma vocación, ser garantes de los secretos de los hombres.
Acababa de empezar su lectura; como siempre que leía, se envolvía con su viejo gabán recostado en el sillón de fieltro rojo y olvidaba noche y día. Su sobrina solía traerle algunas viandas y vino, pero en las más de las ocasiones los retiraba sin que Alonso hubiera probado bocado. Tal era su ensimismamiento que retenía las necesidades del cuerpo como una fiera que duerme todo el invierno.
El libro que tenía entre manos era un volumen de varios centenares de páginas, trataba de caballeros y bellas damas a las que rescatar de maléficos encantadores, o al menos ese había sido el diagnóstico del cura y el pelabarbas.
A medida que pasaba las páginas su mente se iba abriendo a gigantes, ínsulas, ejércitos y promesas de sometimientos a altas señoras castellanas. Sus pupilas apenas se detenían en el texto, corriendo de palabra en palabra como el galgo tras su presa.
No había cantado el gallo cuando ya mediaba la novela, y el segundo protagonista, el buen Sancho Panza, gobernaba su ínsula con sabia decisión en el juzgar y aplomo en el dictar. Alonso estaba entusiasmado con este personaje por la fidelidad y entrega que demostraba hacia su amo, pasando penurias y viviendo desventuras a la sombra del caballero y sin más queja que la falta de vituallas que llevarse a la boca; que en cuestiones de mesa era harto impaciente.
Vino la alondra con su canto a perturbar la atención sobre la novela. El pájaro precedía a la llegada de la sobrina, que como de costumbre regañaría al tío por su falta de razón al leer y releer sin pensar en comer ni dormir.



- Sobrina, siempre estáis con las mesmas quejas. ¿No os cansáis de repetir vuestras consejas?
- Y vos, tío, ¿no os cansáis de esperar siempre al alba? Si no ponéis remedio a vuestra sinrazón, me quejaré a la tía, vuestra hermana, y al párroco.
- No seáis insolente, niña.
Día tras día, las mismas palabras, los mismos lamentos, pero el hidalgo no abandonaba su lectura, antes al contrario se regodeaba en ella volviendo a aquellas escenas de mayores agravios y peligros. Alonso no dejaba de pensar en la historia y en su autor, un soldado manco del que había oído hablar no sabía muy bien dónde, un héroe no reconocido, pensaba el hidalgo con tristeza.
Una de esas mañanas visitó a su amigo, maese Nicolás, para hablarle con entusiasmo del Quijote de Cervantes. El barbero mostraba mayor complacencia si cabe por la novela y su protagonista.
- Hombres como ese ya no existen- dijo Alonso.
- ¿Por qué no van a existir?- le respondió maese Nicolás mientras retocaba la barca entrecana del hidalgo.
- Porque en estos tiempos pesan más los mercaderes y los prestamistas que la honrosa vida de la caballería.
- Quizá tengáis razón o quizá no, pero aún quedan corazones en Castilla capaces de salvar las fronteras del moro, y ¿no es eso al fin y al cabo ser un caballero?
- Puede que tengáis razón, pero un caballero no hace caballería, lo mesmo que un grano no hace granero.
- Pero ayuda a su compañero, no lo olvidéis. Tened en cuenta que locos son aquellos que lo intentaron y fracasaron, en cambio los que consiguieron llevar a buen término su empresa fueron llamados sabios.
¿Por qué no? ¿Por qué no?- pensó Alonso- Tal vez sólo sea cuestión de dar un salto. Los entuertos continúan existiendo, y alguien tiene que deshacerlos. Quién sino yo más capacitado para tal industria; formación, hidalguía, honradez y nobleza no me son ajenas. Tan sólo he de contar con un mozo que porte mis armas y una dama que dé sentido a mi aventura.

Dedicó varias jornadas a releer la novela. Tomó buena nota de lugares, decisiones y compañías durante tres febriles días, con sus noches; leyó y releyó el volumen hasta aprender de memoria todos sus capítulos, y después lo arrojó al fuego.
Tras purificarse con el fuego durmió del tirón 20 horas; cuando despertó se vistió con sus mejores ropas y se dirigió al desván para coger una vieja armadura y una triste lanza medio oxidada. Y allí que anduvo por los caminos y los montes hasta encontrar a un labrador llamado Sancho.
“Decíale entre otras cosas, que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador de ella”, y juntos recorrieron caminos y montes, y montes y caminos, rescatando a jóvenes fermosuras, luchando con gigantes y buscando a maléficos encantadores.

Autor de El manuscrito de Avicena
www.ezequielteodoro.es

Texto agregado el 04-04-2008, y leído por 137 visitantes. (1 voto)


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