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—Buenas noches. ¿Se encuentra el licenciado Mariano Goyena?
—Sí, él habla.
—Sabrá disculpar el horario. Soy Amelia Larrazábal de Pineda, y necesito concretar una entrevista con suma urgencia.
—Bueno, a ver… podría acercarse al consultorio… mañana a partir de las…
—No, no. Necesito que usted, licenciado Mariano, venga a mi casa.
—Discúlpeme, señora, no es ésa mi manera de trabajar. Si usted quiere…
—Mariano, necesito su ayuda y tiene que ser aquí. Conozco su forma de trabajo, pero lo mío es una excepción y estoy dispuesta a pagar lo que usted crea necesario…
(…)

La comunicación se había prolongado más de lo necesario. El psicólogo Mariano Goyena accedió al fin a las súplicas de la señora aunque algo contrariado. Luego se acomodó en el sofá, encendió la pipa y tomó el vaso de whisky.
El hecho de hablar en diversos programas de radio solía proporcionarle contactos de lo más estrafalarios, muchas veces personalidades del ambiente artístico, empresarios y políticos. Estaba acostumbrado a los excéntricos y el de Amelia era, decididamente, un caso de una personalidad excéntrica aun cuando ella había aclarado que al que debería tratar sería al marido.
“Doctor, mi marido me pidió que lo llamara, y está muy delicado, debe creerme…”, recordaba Mariano al tiempo que derramaba el whisky sobre el teclado de su notebook. Entonces se sobresaltó y de un codazo derribó la botella de J&B que se hizo pedazos contra el suelo. Supuso que debería relajarse, que estaba estresado por tanto trabajo y eligió tomarse el incidente con humor. Intentó encender la pipa nuevamente y el puño de la camisa, embebido en whisky, se encendió de una llama linda, azulada, y se hizo un cuadrado de fuego la pequeña computadora portátil apoyada en las rodillas. —Ca, ra, jo— masculló, aliviado de que no ardiera el charco que se escurría entre los vidrios hacia abajo del sillón. —Pudo ser peor —concluyó para sí mismo entre el silencio baboseado por la lánguida luz de la lámpara del living. Fue en ese momento en que asumió que, pese a las circunstancias laborales, no le iría nada mal el viaje a Chañar Ladeado para ayudar a esa gente y de paso disfrutar del ambiente pueblerino, campestre, amenizado por los lujos de la que de seguro sería una familia terrateniente adinerada con los típicos problemas conyugales domésticos.

Era un sábado por la mañana cuando Mariano Goyena aterrizó en el aeropuerto de Rosario, provincia de Santa Fe, y se encontró con la limusina particular de los Pineda que lo transportaría de manera confortable los casi ciento setenta kilómetros hasta Chañar Ladeado.
El chofer, un hombre gordo de unos cincuenta años y de apariencia rústica, le ayudó con el equipaje y Mariano insistió en transportar consigo su novedosa notebook para registrar los detalles del entorno de la familia, detalles que pudieran ser importantes para comprender con mayor profundidad los aspectos de la vida de estas personas.
El rodado, equipado con televisión y cine entre otras cosas, ofrecía una amplia gama de bebidas aptas para paladares exigentes y entre ellas halló una botella de J&B.
—Disculpe, señor…
—Rigoberto, para servirle.
—Mucho gusto, Rigoberto. ¿Le molesta si enciendo la pipa?
—Ningún problema, doctor, estamos equipados para todas las necesidades y gustos. Viene de Buenos Aires, ¿no cierto?
—Sí. ¿Hace mucho que está con la familia? —Mariano se sirvió un vaso ancho de escocés y buscaba los implementos para fumar. En la pantalla tenía abierto un documento de texto con el bosquejo de la ficha.
—Unos siete años. También soy de Buenos Aires, doctor.
El paisaje bucólico se desdoblaba a través de las ventanillas, como a los gritos. La ingesta alcohólica matutina era un hábito que Mariano se había propuesto en más de una ocasión abandonar sin éxito. El verde inmenso del panorama le traía cierta melancolía.
—Un muy buen whisky, Rigoberto, muy bueno… —eso y paladear el sabor del tabaco chocolatado, espeso, y mirar un grupo de cerdos en un charco que parecía limpio.
—Era el preferido del señor.
—¿Lo ha dejado?
—No… bueno, digamos que sí, dadas las circunstancias. Es que el señor tenía un gusto refinado para todo, menos para el fútbol… Era fanático de Boca. La señora también. Solían viajar mucho para ver los encuentros.
—¿El marido de Amelia?
—Sí, claro, la pobre que enviudó hace un año, más o menos.
Mariano sufrió un repentino absceso de tos. La pipa cayó sobre el teclado y un polvo de brasas comenzó a erosionar maliciosamente las teclas. No tuvo mejor impulso que apagarlo con la bebida.
—Pero cómo… ¿la señora Amelia es viuda? —preguntó atónito mientras un fueguito amenazaba con iniciarse en la negrura del pantalón a la altura de la rodilla.
—Sí, ¿cómo es que no lo sabía?
—La puta que lo parió…
—Sí, también hay quienes se refieren al señor de esa manera, es normal.
—No, no, disculpe, es que tuve un accidente con la bebida…
—Eso también es normal. Una vez, mamado, atropellé a un chancho por esta zona.
—Verá, Rigoberto, pasa que hablé hace unos días con la señora Amelia y estoy aquí porque supuestamente su marido me necesitaba. Ahora, merced a su caballerosidad, me entero de que este señor está muerto y acabo de arruinar mi nueva computadora. Dígame… entre nosotros, ¿esto es un secuestro? Porque de ser así…
—Yo nada más llevo gente. Hasta donde sé, usted es un doctor que tiene que hablar con la señora Amelia que al parecer tiene un problema. Si lo cree necesario puede bajarse, o puede continuar con su intento de incendiar la limusina, lo mismo me da, doctor.
Mariano intentaba infructuosamente cerrar los carteles de error que uno tras otro aparecían en la pantalla. Optó por lanzar la máquina por la ventanilla y se sirvió más whisky. —Podría ser peor —lanzó suavemente al recinto agradable del vehículo.
—¿Cuál es su especialidad, doctor Mariano?
—Soy lo que se llama un psicoanalista. ¿Habrá algún sanguchito?
—Sí, en el frigo bar… Yo tengo algunos problemitas… por ahí usted podría aconsejarme; para aprovechar el viajecito, digo…
—No es tan fácil, Roberto, no es así nomás…
—Rigoberto. Rigoberto.
—Ahá, Alberto, está usted en la etapa de la negación. Es una buena señal… ¿le sirvo un vasito?
—Es que soy muy sentimental. Me pongo triste por cualquier cosa…
—Usted debe ser un hombre honrado —la “R” sonó como cuando arranca una moto con el motor ahogado, pastosa, larga— con mis años de terapeuta me la sé lunga, la de reconocer a un hombre honrado…
—Extraño frecuentemente a mi mamá.
—Muy honrado de su parte, Alberto, ¡Yo sé muy, muy bien cuándo un hombre es honrado y cuándo no!
—Rigoberto. Soy Rigoberto.
—Tiene que soltarse, con confianza, vamos… Este whiskycito podría ayudarlo, Ruperto, a entregar sus sentimientos, ¿le sirvo una copita?
—Es que por años fui algo así como adicto a la masturbación. La paja, eso, y lo peor fue lo que dicen ustedes, el síndrome de abstinencia, eso…
—Una etapa muy común en la adolescencia… el inédito deseo sexual, la autosatisfacción producto del miedo a la homosexualidad, el duelo por la fractura del vínculo sagrado con esas deidades que hasta entonces eran nuestros padres, Fray Mamerto, eso y lo que pasa que yo, yo, yo sé muy pero muy bien si el hombre que tengo de interlocutor es honrado, ¡muy bien! ¡Años de experiencia!
—Es que hace dos años que dejé el hábito… Y me atrae, usted se imaginará que por mi trabajo, la Fórmula 1…
—¿Le sirvo un vasito de esto?
—Decía que no puedo ver el final porque me deprimo. Me agarra lo de la abstinencia, ¿sabe? Con la parte de la botella de champán, cuando el ganador la sacude y ese… ese chorro potente, blanco, viril, usted habrá visto…
El campo se volvió de un amarillo suave, liso. Un pastizal pintaba el horizonte estival. Un arroyo escuálido para calmar la sed de un grupo de vacas. Mariano quedó poseído por esas imágenes que le proporcionaban algo de paz.
—Necesito mear.
Una vez detenida la limusina el licenciado bajó torpemente, a los tumbos, con la botella de J&B casi vacía en una mano y la pipa colgante de entre los labios. El chofer no se movió de su posición, aunque seguía atentamente los movimientos del pasajero quien aullaba y daba saltos como un niño.
—¡Esto sí que es vida, carajo! ¡Urra. Urra por Lupercio y su nave infernal expendedora! ¡Un hombre honrado al servicio de la posteridad! —y demás palabras que componían la sarta de pavadas que llegaba hasta el interior del auto.
Una vez que el licenciado pudo abordar, Rigoberto parecía no tener más ganas de hablar.
—¿Viste la botella, Lupercio? ¡Me robaron la botella! ¡Hijos de puta…!
—Rigoberto miró por el retrovisor. Alcanzó a ver un animal, probablemente una vaca que daba de cabriolas como despavorida en medio de la ruta y que llevaba a modo de jinete una informe y resplandeciente aura ígnea que desprendía un humo negro muy parecido al otro, algo más grisáceo, que se insinuaba entre los pastos resecos al costado del hilo de agua entre unas lenguas de fuego bastante altas justo en el lugar donde había orinado el licenciado Mariano Goyena.

Eran las siete de la tarde cuando el hombre despertó de súbito tal vez por el ruido que hizo la puerta al abrirse. El orificio que constituía la boca era una especie de pastosidad grumosa y granate que desprendía un hedor fétido que flotaba en el aire del recinto como una mancha de petróleo en una laguna mansa.
—¡Sé muy bien que no tengo que decir nada de nada sin antes consultar a mi abogado! ¡Denme un teléfono…! ¡Y la pipa, carajo! Eh…
—Usted debe ser el licenciado Goyena. Soy Hilda, el ama de llaves. Se ha dormido una buena siesta desde el viaje hasta ahora, parece. Sobre la mesita está su pipa y al pie de la cama encontrará su equipaje.
—Uy, sí, este… Claro, claro.
—En unos minutos vendrá la señora Amelia. Si el licenciado fuera tan amable de higienizarse un poco…
—Sí, eh… seguro…

La sala de estar era enorme y decorada al estilo antiguo con muebles de madera y una gran biblioteca. Los ojos de Mariano eran el par de tetas de una mujer obesa sostenidos por el grisáceo verdolaga de las ojeras como tortuguitas.
La mujer, menuda pero fuerte, de aspecto refinado y de una delgadez bien cuidada lucía unas gafas de marco pequeño, modernas, y más abajo una indumentaria sobria y elegante. Así la vio por primera vez Mariano, de arriba a abajo.
—Buenas noches, licenciado, por fin tenemos el gusto de conocernos —Amelia extendió una mano al hombre que demoró en comprender el saludo tan formal— podemos ponernos cómodos en el sofá —concluyó la señora.
—Lamento lo de la bebida, Amalia, no sé qué pudo pasarme… quizá el aire de campo…
—Amelia. Amelia. Fue el gasoil, Mariano. Entiendo. No se apene por ello.
—¿El qué?
—Es que Rodolfo, mi marido que en paz descanse, pasó su último año dedicado muy especialmente a la bebida y yo, algo preocupada, solía mezclar el J&B, su preferido, con gasoil del que usamos para los tractores para ver si con eso se le quitaban las ganas de beber. Pero no, fíjese.
—De eso quería hablarle, Amelia, de su marido.
—¡Oh, claro, Rodolfito…! Sí, él fue quien solicitó su presencia, licenciado. Parece que lo escuchó algunas veces por la radio y ya ve, aquí estamos.
—Pero está…
—Muerto. Sí, hace casi un año que nos dejó, pobrecito.
—Pero entonces, Amelia, es usted quien necesita terapia, no su marido.
—No le permito, licenciado. Yo estoy muy bien de salud tanto física como mental. Pero sucede que mi esposo se ha manifestado en ocasiones desde la muerte. ¿Comprende?
Mariano miró a la viuda e intentó por todos los medios disimular el fastidio que le producían sus palabras, amén de que la cabeza parecía estar siendo pisoteada por las aristas centrales de la rueda de un tractor. Apeló, pues, a sus estudios y a su profesionalismo para comportarse de un modo acertado ante semejante circunstancia.
—Acaso le resulte extraño, señora Amelia, que no esté acostumbrado a brindar mis servicios a los difuntos…
—Momentito, Mariano, ¿acaso su especialidad no está para componer el alma? Yo no dije que a mi Rodolfito le doliera una muela, tampoco lo llamé por las hemorroides que tan mal lo tuvieron en su momento. No. El alma de mi marido suele manifestarse, presentarse, digamos, en esta casa y es esa alma la que requiere su ayuda…
—Un fantasma…
—No sea irrespetuoso, licenciado.
—¿Y de qué forma se ha presentado Rodolfo? Si es que me permite la pregunta, claro.
—Primero fue por medio de voces que venían del freezer, pero parece que sufría mucho el frío. Luego en el lavarropas. Sí, ahí estuvo unos días y le daba por aterrorizar a Ema la de maestranza pero, según el testimonio de esta chica, se mareaba, Rodolfito. Entonces fue que decidimos llamar a una médium. Ahora no hay mucho que agregar. Luego de la cena lo verá por sus medios. La sesión será a las once y media de la noche.

—Licenciado, ella es Curda Mortensen, la médium.
—Encantado, señora… ¿Tiene usted algo que ver con el actor?
—No. Yo soy la última Curda.
—La de Troilo y Castillo…
—No, Mariano, figuraba otra en la guía telefónica, una tal Vitzcovic, pero parece que murió hace unos años. Ella es la última que nos queda en el país —explicó Amelia— y es muy profesional.
—Antes que nada, Señora Amelia, señora Curda, vamos a dilucidar ciertos puntos que atañen a mi función esta noche.
El tono del licenciado fue aburrido pero cordial. Estaba decidido a desempeñarse con el mayor decoro posible aunque ahora lo único que le importaba era el dinero que cobraría por tamaña odisea. Las dos mujeres se dispusieron con atención.
—La angustia es algo que suele presentársenos de diferentes maneras y por motivos que en la mayoría de los casos se nos están vedados al entendimiento cotidiano. Esto se debe a que lo que en realidad nos la provoca suele ser un hecho del pasado, una situación traumática sin resolver, como por ejemplo una desgracia sexual o la pérdida de un ser querido cuyo duelo no ha podido elaborarse de manera clara.
La señora Amelia dejó salir un llanto sano, fluido, mientras Curda la tomaba del cuello y le propinaba un par de cachetazos para sacarla del brete.
—Nuestros nexos entre Rodolfito y el otro mundo serán Curda y una vieja radio, licenciado; ella se concentra y una vez que hace contacto, Rodolfo se exterioriza.

Hilda encendió la radio y pudo escucharse a La Camerata Bariloche interpretar a Antonio Vivaldi. —No, no, ésa no es —corrigió ofuscada Amelia— es ahí al ladito, un poquito a la derecha nomás.
Luego de unas frituras salía por el parlante la transmisión de un partido de fútbol. Curda continuaba en trance. A Amelia se le notaba un sarpullido en la discreta pelambre cana de los brazos.
—¿Lo ve? ¿Lo escucha, Mariano, a mi Rodolfito? ¡Mire cómo se me pone la piel, mire! ¡Cuarenta años estuvimos casados, mire cómo se me paran los pelos!
—Pero, Amelia, es un partido de fútbol… no comprendo a qué se refiere…
La señora, algo ofuscada, hizo señas a la mucama de que subiera el volumen. —¿No se da cuenta, Mariano, de que es la voz de Rodolfo?
—Además de jamás haber escuchado a su marido, debe entender que no me resulta revelador un partido de fútbol por la radio, al menos en lo que hace a mi profesión. Hoy es sábado y hay fútbol, lo sé…
—¡No sea pelotudo, doctor Mariano! Oiga bien, fíjese quién es el que lleva el esférico, fíjese, escuche. Escuche.
El doctor prestó atención, aunque no tenía idea de los protagonistas contados por el relator. Miró a la viuda e hizo un encogimiento de hombros.
—¡Ahí lo tiene!, ¡Olarticoechea, Olarticoechea lleva la pelota, Mariano!, ¡y se la da a Stafuza! Qué jugador, el tano Stafuza…
—No tengo palabras, Amelia, no entiendo… —Mariano sacó la pipa y el tabaco, escéptico, se disponía a fumar mientras tanto.
—¿No se da cuenta de que estos hombres jugaron en Boca en 1985? Usted no tiene la menor idea, mi querido— Amelia se puso de pie y se llegó hasta el aparato de radio, al que luego acarició como si fuera un perrito.
—Es mi Rodolfo que quiere decirnos algo, Mariano, usted tiene que ayudarnos. Ese partido fue una frustración. Perdimos con Independiente uno a cero, nos echaron a Gómez y se suspendió por un quilombo antes del final. Por ahí debe andar la cosa, ¿no cree? Ahí hubo algo raro en nuestra vida, en el barrio o en el planeta, vaya una a saber, y Rodolfito se expresa como puede, pobrecito.
Fue en ese momento que Curda, con los ojos dados vuelta, se pronunció con un delgado hilo de voz, estirando exageradamente cada una de las vocales: “El señor Rodolfo asegura sentir una presencia extraña en el recinto y exige su identificación” mientras se escuchaba la propaganda de las pilas “Eveready”.
Esa especie de lamento sobrehumano exaltó a Mariano justo cuando se disponía a encender la pipa. La viuda, mediante un susurro, le indicó que debía presentarse formalmente ante la radio que anunciaba un tiro de esquina para Independiente en un tono poco simpático.
—Soy el psicoanalista Mariano Goyena. A sus órdenes.
—Espere, doctor, que ya la saca Balerio y estoy con usted. —La voz del parlante parecía aliviada, tranquila; la viuda lanzó una especie de quejido emocionado y luego se oyó el moquear rezongón ahogado por el pañuelo; Hilda se limaba las uñas, parada junto al aparato, displicente; Curda parecía desmayada.
Mariano suponía que habría un truco en todo eso, pero estaba bien cenado y con la pipa lista para encender. Pensaba en tomarse un vaso de whisky y en seguir el juego de aquella gente, luego iría a dormir tranquilo. La voz radial lo sobresaltó.
—Así te quería agarrar a vos, che. Así.
—Pero, Rodolfito, que es el licenciado Mariano…
—Vos Calláte que la cosa es con él.
—Buenas noches, señor Rodolfo. Lo escucho.
—Mirá lo que son las cosas. Mirá lo que tengo que hacer para que un pelafustán como vos me escuche… morirme y depender de esa turra desquiciada para que se dé vuelta la tortilla…
—Bueno, Rodolfo, Amelia es una buena mujer…
—¡Me refiero a esa turra que hace de médium, papanatas! ¡Las veces que te escuché hablar pelotudeces por la radio, joderle la vida a la gente!
—Esa opinión es muy subjetiva, señor, he ayudado a muchas personas que no opinarán igual que usted.
—El siete de abril de mil nueve ochenticinco, ¿no te suena?
—No. Para nada, Rodolfo. Para nada.
—Ah, claro, claro… el señor no se acuerda, ¡faltaba más! Él está para la cosa importante, pero cuando se trata de la gente de verdad, del sufrimiento producto de la emoción sincera e instantánea, irreflexiva, pura, ¡no! ahí no, claro.
—No sé de qué me habla, Pineda…
—Decíme, aristócrata de plástico, ¿cuántas veces fuiste a la cancha? ¿Eh?
El psicólogo meditó unos segundos. Amelia lo observaba como esperando una respuesta de vital importancia. En el aire viajaba el golpeteo de las ondas de radio amplificadas por el parlante.
—Una sola vez en mi vida fui a la cancha. Sí, una vez.
—Entonces podrías hacer un poquito de memoria, cretino, si es que Freud te deja, claro…
—Rodolfito, mi amor —incómoda, Amelia se disponía a poner paños fríos a la conversa— ya te dijo el médico que no te agitaras, que eso te haría mal…
—¿Y qué podría pasarme ahora? ¿Que se corte la luz?
Mariano estaba impresionado con el hilo de baba que salía de las comisuras de Curda. El movimiento mínimo de vaivén de la cabeza lo hacía columpiarse. Eso le dio ganas de beber.
—Ese día, el día del partido que me anduve relatando, hubo incidentes en el estadio de Independiente. Perdimos uno a cero. ¿Te acordás, Amelia?
—Sí, cómo no… partido de mierda…
—¿Ves, doctorcito, ves? Mi mujer tiene memoria. No como vos que lo único que hacés es chamuyar. Pero te la voy a contar. Te la voy a contar, para que te acuerdes bien.
—¿Podría ser un vasito de whisky, Amelia? —acotó Mariano sin inmutarse— si es que tiene algo sin gasoil…
—Yo estaba en la platea. Era un partido chivo, sí, pero estoy seguro que de no haber sido por el quilombo que se armó, Boquita habría llegado al empate. Los cagamos a pelotazos y con un hombre menos. Con un hombre menos estábamos mejor que ellos.
Hilda alcanzó a la mesa una bandeja metálica con una botella de J&B, un vaso y un recipiente que contenía hielo. Mariano enroscaba el hilo de baba de la médium en la pipa que aún estaba apagada.
—…Un pelotudo que estaba al lado mío… uno de esos nenes de mamá que van a la cancha sin entender un carajo de lo que es el fútbol… un borrachito que tuvo suerte de que no le reventaran la crisma a botellazos… Porque eso es lo que me da por las pelotas. Porque si vos me decís que un hincha se hubiese calentado con Nitti que era el referí, ¡todavía! Pero no. Yo lo tenía al lado. Yo vi cómo se ponía en pedo y hablaba boludeces, ¡ni siquiera miraba para el césped! ¡Miraba a…! A… bueno, no sé adónde mierda miraba, pero yo lo vi cuando sacó un libro y se puso a leer…
—Rodolfito, querido… ¿te traigo una tacita de té de tilo? Estás un poquito tenso.
—¡Vos calláte!
Mariano revolvía los cubos de hielo con el índice. El tabaco que contenía la pipa había caído en el escote de Curda y algunas hebras estaban pegadas en el hilo de baba que, cercenado, parecía una lombriz sobre la mesa.
—El pelotudo de mierda tenía la botella de ginebra y no sé qué carajos quiso hacer…
—Yo creo que usted —interrumpió el psicólogo— está teniendo una regresión, Rodolfo, y no es por el hecho de estar usted muerto sea el suyo un caso excepcional, mi estimado, ¡para nada! Pero debemos concentrarnos en su angustia que, temo obstruirlo en este sentido, dudo que esté centrada en un mero partido de fútbol o en un ocasional plateísta.
Amelia asentía con la cabeza con la mirada puesta en la de Hilda, como si el doctor estuviera tomando, por fin, las riendas del caso para ayudar a su marido. Hilda se le encogía de hombros y contenía un bostezo.
—¡Les pegaste fuego a todos los que tenías alrededor! ¡Vos, el sabelotodo que ni siquiera te acordás por el pedo tísico que tenías! ¡Pirómano de cuarta! ¡Se suspendió el partido!
—Discúlpeme, Rodolfo, pero yo sería incapaz de semejante hecho…
—¡Gritabas “viva Perón”, enfermo mental…! ¿No te acordás? Mirá vos, che, que cuando te reconocí por la radio y por ese librito de mierda que sacaste… Con esa cara de boludo que saliste en la fotito…
Entonces se sintió el cuchicheo entre Amelia e Hilda, ésta con una sonrisa pícara y aquélla con cara de preocupación. Mariano carraspeó y un gargajo marrón que no pudo controlar fue a dar a la cara de Curda que continuaba absorta en un profundo trance. Este incidente lo puso a meditar en un modo discreto de reparación antes de que la médium despertara. Decidió pararse para acaparar la escena y mediante un certero movimiento quitar el moco de la cara de la señora.
—Ahora que lo dice, Rodolfo, me vienen a la mente algunas imágenes —dejó caer la pipa sobre la cabeza de Curda. El tabaco que ésta contenía se desparramó por el pelo y los hombros. Cuando se agachó para limpiarlo derramó el whisky en la cara, lo que produjo que el gelatinoso bulto castaño cayera por el escote empujado por un chorrito de bebida. Aliviado, continuó con la perorata—. Y por lo que recuerdo, sí, tal vez fui protagonista de un lamentable accidente, mas déjeme decirle que su mujer, esa hermosa señorita de minifaldas que estaba con usted y que ahora sigue parada junto a usted, lo convierte ante un servidor en un hombre afortunado.
—Es usted muy galante, Mariano —dijo Amelia como contenta.
—Sos un cagador y un cagón, eso es lo que sos, ¡por tu culpa se suspendió el partido y perdimos! ¡Hubo varios lastimados!
—Decíme una cosa… ¡Ah, claro! ¡Ahora sí que me vas a escuchar, psicopático libidinoso! ¡Ahora sí que se arma! —La expresión de Amelia, perentoria, provocó que Hilda se alejara un metro mientras Mariano, feliz de que los insultos no fueran para él, buscaba el encendedor en los bolsillos del pantalón.
—¡Yo no fui ese día a la cancha, degenerado de mierda! ¡Yo no fui ese día a la cancha! ¿Quién carajos era la tilinguita que tenías encima, eh?
—No hagas caso a este borracho sarnoso, mi amor, es un mentiroso…
—Creo que lo hemos resuelto, Rodolfo. Lo suyo es lo que llamamos un acto fallido. En realidad usted en este tiempo quiso aliviar la culpa que ha sentido todos estos años y se ha servido de mí para conseguirlo…
—¡Lo único que va a conseguir este mal parido es que lo recontra cague a patadas por hijo de puta!
—Pero no…
—¡Pero sí, puto infeliz, claro que sí! ¡Y yo creída de que eras un hincha de Boca como dios manda…! —Amelia hablaba a los alaridos agachada con la boca pegada al parlante como si gritara al oído de alguien— ¡Hilda, vos escuchaste a la joyita de patrón que tenías, ¿no?!
—Sí, señora. ¿Le hago un tecito?
—No. Traéme la escopeta. Traéme la escopeta que yo le voy a dar a este hijo de puta.
—Marianito, mi viejo —pidió Rodolfo desde la radio— antes de que esta loca haga una barbaridad despertá a la médium así me rajo, dale, organicémonos…
Mariano intentaba hacer argollas con el humo, con la boca dispuesta como la de un pez.
—Amelia, debemos tranquilizarnos un poco…
—Usted se me calla la boca, carajo, ¡cuarenta años casada con un pajero! ¡Viejo verde!
—Dale, Mariano, querido, despertáme a Curda, yo sé por qué te lo digo…
Hilda depositó el arma en manos de Amelia que parecía fuera de sí y en ese instante Mariano fue embargado por un pánico inmenso. La voz de la radio, desesperada, suplicaba que despertaran a la médium. Entonces Mariano la tomó por el cuello y la sacudió una y otra vez, a los gritos, con palabras de terror que ni él mismo alcanzaba a comprender, como si su vida dependiera de ello.
—Vas a ver lo que hago con los cagones, vas a ver cómo te hago mierda con esto, no importa dónde estés, maricón…

—Bueno, ya está. Ya está, ya pasó… —alcanzó a oír de Curda al tiempo que le devolvía la mano—. Lo primero que sintió Mariano luego de abrir los ojos fue la palma fría, húmeda y con olor metálico de la señora Amelia en la frente. Tenía las mejillas pringosas de algo que parecía un gargajo y el tabaco le molestaba en los ojos. Sentía además el ardor entre las piernas producto de una no controlada micción. Las tres mujeres lo rodeaban, contentas, sentadas a aquella mesa.
—El cagazo que se habrá pegado el viejo de mierda —dijo Curda a Amelia al tiempo que prendía un cigarrillo con el encendedor de Mariano— si hasta se meó encima.
—Hilda, traéle una toalla a nuestro médium, que está hecho una porquería. ¿Quiere un vasito de whisky, licenciado?
El aparato emitía la grabación de un programa con la voz del licenciado Goyena quien interpelaba vía telefónica a una señora oyente.
—Tenías razón, Amelia, la mente de un psicoanalista tiene buena conductividad; aunque lo del cura fue muy divertido, también.
—La próxima vez podríamos probar con un abogado, a ver qué sucede.

Texto agregado el 03-04-2008, y leído por 2084 visitantes. (19 votos)


Lectores Opinan
16-07-2017 Mucho para aprender de sus escritos. Expresivo y dinámico. Lo bueno es que todavía hay gente que lee y se interesa en los cuentos ¿largos?, muy buen vocabulario. filiberto
11-05-2016 Hilarante, tremendo. A carcajada limpia. Vaya que sí, revoloteando como Eduardo Mendoza. justine
04-12-2009 Pues nada aquí estoy de nuevo, como prometí. No sé porqué no te dije que me encantó la primera vez que lo leí. Me cagué de risa, como dirías tú, me meé, como diría yo. Excelente y lo he disfrutado por segunda vez. Eso sí, el último párrafo no lo entiendo de ninguna de las maneras. Quiero decir, me acabas el cuento justo antes y yo tan feliz. Ahora sí, si me lo quieres explicar, ya sabes donde estoy, yo me rindo. Saludos. Selkis
17-09-2009 Quizá es que lo he leido muy rápido y me he saltado algún dato importante, pero te confieso que no he entendido el final. ¿Él era el medium? No hace falta que respondas, volveré a leerlo otro día, está claro que soy yo, a todo el mundo le encanta. Besos. Selkis
25-01-2009 Vaya! ud. es bueno en esto. sì, que sabe reirse de sus lectores. Estaba tan entusiasmada que en relidad esperaba un final clàsico, sin embargo me sacò una carcajada. Estrellas no le doy, porque sé que no sireven de nada. adelaida-
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