Cómo no dolerme que escriba soledad con llanto,
cómo no preocuparme que Marx, Engels y Lenin estén en el olvido, cómo no aterrarme por no tener retratos en blanco y negro,
por no ver Chaplin, escuchar Chopin o acaso leer algo de León de Greiff.
Cómo no gritar cuando el campo se agota en silencio, la imaginación se mercantiliza y el amor pasa al adulterio.
Cómo no rendirme ante la historia de Escocia, de Grecia y de Roma,
cómo no ser difícil sorprenderme que se acalló el valor y la intransigencia, las preguntas por la esencia y el sentido de pertenencia.
Cómo no sentirme agredido por la impureza, la fuerza del viento y la estupidez, la cabeza en blanco al oír el concierto de Aranjuez.
Cómo demonios no lamentarme de la inercia, de no llegar con musas a la luna, sino en blancos aviones y muy pronto en furgonetas.
Cómo no creer que esto es broma, que tanto ruido y tantas luces son un imperio ficticio, ridículo y sicópata, alienante, turbio, sucio, profano y tal vez idiota.
Cómo no sonrojarme al conversar con Dios, comparar mis escritos con los de cualquier otro autor, sea Shakespeare, Cervantes o el mismo Porfirio Barba Jacob.
Cómo no preguntarme: ¿Por qué este abismal vació en esta generación?
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