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Hoy soy vieja y algunos creen que lo que cuento son desvaríos de mi imaginación, aunque yo se que son puras verdades, disfrazadas un poco, porque está mal visto el andar divulgando la vida de otros. Debo confesar que a veces creo que la historia se repite y hoy se duda de mi como yo de niña dudaba de las historias que contaba mi abuela.
Ella sí que fue una vieja dama, alcanzó los ciento veinte años, sin usar anteojos ni padecer sordera.
Se sentaba todas las tardes con su bordado, invierno y verano pegada a la ventana, mirando al río.
Entonces yo llevaba mi sillita y con sólo sentarme la abuela comenzaba a contar. En invierno interrumpía su relato para agregar leña a la salamandra, dando así algo de suspenso a sus relatos, en verano se abanicaba y perdía la mirada en el río.
Decía la abuela que para quien como ella se crió estudiando la historia sagrada, creer en prodigios o milagros es cosa fácil, en cambio acusaba a la educación que yo recibí por demasiado moderna y materialista, sentenciando después de cada una de sus protestas: al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, con lo que quería decir que Dios tiene saberes que la ciencia desconoce y que es presuntuoso y absurdo querer explicar todo a partir de la física y la química, que no son más que entretenimientos que el Señor nos permite practicar para reír al ver cómo hacemos para imitarlo.
No vayan a creer que la abuela daba crédito sólo a lo que su fé predicaba. Amante de las apasionadas historias de los dioses europeos, en aventuras de seres mágicos que ella creía o fingía creer que habitaban nuestros montes, ríos y cielos.
Cuando mi abuelo desapareció con su velero en el Río de la Plata, la abuela que se había casado con él a los quince años no lo pudo aceptar y comenzó a vivir su mundo, donde su amado aún seguía vivo en las profundidades del río.
Teníamos un vecino, Don Antonio que pasaba ya entrada la noche, remando frente a la casa, llevando en el bote a su perro. Para ella comenzó a llamarse Keronte, quien cruza en bote a las almas que dejan el reino de los vivos para adentrase en los misterios de la muerte.
La abuela lo miraba fijo desde la ventana y me susurraba: Ese que ronda nuestra casa es Keronte y anda buscando el alma de tu abuelo que volvió con nosotros y no se deja llevar.
Cuando mi padre algún domingo entretenía su ocio pescando, la abuela, desde la ventana vigilaba que no pescara una vieja. Las viejas, decía son las sirenas del río que nadan alrededor de tu abuelo para que la muerte no lo encuentre.
Cuando a la noche pasaba Keronte (nuestro pobre vecino Antonio) con Cerbero, el fatídico perro de tres cabezas en su bote (el perro de Antonio) decía: “ lo hacen para ver si encuentran el alma de tu abuelo, que aunque era un buen hombre, ahora quieren castigarlo pues se niega a partir y dejarme.”
“Lo quieren cruzar en bote a las regiones infernales donde según el Dante en la puerta reza una inscripción: “Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate” (Dejad fuera cualquier esperanza, vosotros que entrais).”
En esos momentos la nona juntaba sus manitos arrugadas y miraba al cielo.
Esta escena, repetida cada vez que mi abuela caía en su cruel delirio, generó en mi la necesidad de salvar al abuelo del acoso de Keronte y Cerbero.
Durante el día los niños en la isla éramos libres como pájaros. Desde que aprendí a nadar, mi única obligación era tomar la leche al volver del colegio y regresar a la casa cuando se ponía el sol. A parte de eso la abuela y yo teníamos una responsabilidad insoslayable. Detrás de la casa, en pleno monte había una tina de baño que siempre, invierno y verano manteníamos llena para que el alma del abuelo se ocultara en ella cuando los poderes del más allá lo buscaban por el río. Mantener una tina llena no es tarea difícil cuando se vive rodeado de agua, sin embargo recuerdo la famosa bajante de 1881 que dejó prácticamente a nuestros ríos sin agua, apenas corrían como arroyos los ríos Paraná y Luján y cuentan los que lo vieron que las cataratas del Iguazú dejaron de bramar y de ellas chorreaba un fino hilo de agua como de una canilla mal cerrada.
Recuerdo en esa época y por honrar nuestro secreto, haber andado a pala por el lecho del río buscando charcos que me permitieran cargar mis pesados baldes de madera para volver sin ser vista a llenar la tina del abuelo.
Una mañana me despertaron los gritos de la abuela -¡Eugenio volviste! ¡volviste!- Yo, entre espantada e incrédula salté de la cama y corrí al fondo, de donde venían los gritos.
Mi abuela abrazaba con profundo amor a un enorme ratón de campo que pataleaba espantado y chorreaba agua.
Junto conmigo llegaron la cocinera y un par de peones que atajaron a la abuela cuando por la emoción casi cae desmayada dentro de la tina para el alma del abuelo.
Yo alcancé a atrapar al ratón por la cola y por si fuera realmente el abuelo lo encerré en una cesta de mimbre mientras los demás cargaban a la abuela y la dejaban en el sillón de la galería.
Cuando todos nos sosegamos un poco, después que la abuela fuera medicada con varias copitas de Licor de las Hermanas, pudo contarnos qué había ocurrido.
Al levantarse, como todos los días, fue a mirar la tina por si encontraba al abuelo y precisamente allí estaba.
Seguramente algún hado o espíritu perverso lo había convertido en ratón en castigo por escapar sistemáticamente y con nuestra ayuda de los acosos de Keronte y Cerbero.
Así estaban las cosas, un ratón rescatado de la tina encerrado en un canasto y yo sin saber qué hacer.
Mi madre, a quién sin duda hubiera pedido consejo, viajaba a la Capital con mucha frecuencia acompañando a papá que pasaba casi todo su tiempo trabajando “enelcentro”.
La abuela tenazmente convencida de que el ratón era su querido esposo Eugenio, lo alimentaba con queso Cámembert y con los deliciosos encurtidos de la zona.
Luego se lamentaba con amargura “Debe estar viejo el pobre, ya ni me habla, sólo sabe comer y dormir como un anciano decrépito. ¡Y qué pelado esta!” decía acariciando los pocos pelos pinchudos del ratón.
Cuando un fin de semana mis padres volvieron cargando bultos y regalos para todos, la situación quedó fuera de control. La abuela tiraba del brazo de mamá diciendo “Hija tu padre ha vuelto!” mientras la llevaba a su habitación, donde el ratón, perdón, mi abuelo, permanecía en relativa libertad fuera del canasto, andando a sus anchas. Cuando mamá lo vió en medio del desorden y la suciedad que reinaban, se puso más furiosa de lo que ya estaba por los disparates de la abuela. Salió gritando espantada del cuarto y ordenó que mataran a ese animal inmundo.
La abuela no se hizo esperar , sacó de su baúl un trabuco que había traído de Italia y amenazó a mi madre. “¡Antes que te conviertas en parricida yo te mato!” Dijo decidida y apuntándole.
Mamá trató de calmar los ánimos y por fin acordaron meter al ratón en su canasto mientras construían una jaula grande donde pudiera encontrarse el matrimonio (el ratón y la abuela).
A cambio, ella dejaría que limpiaran la habitación.
Mi padre, cuando se armaban estas bataholas solía hacerse el desentendido y desaparecer de la casa sin que nadie lo notara y no volvía hasta cerciorarse de que todo estuviera en calma.
Mamá aparentaba dar el brazo a torcer, pero era más terca que mi abuela.
Dió orden de que al menor descuido sacaran al ratón de la casa y lo sacrificaran. Así se hizo.
En una tranquila tarde de enero mientras la abuela dormitaba bajo un sauce en su sillón de ratán, con el canasto conteniendo su valiosa carga a un costado, uno de los peones se acercó sigiloso y se lo llevó.
Fué al monte y lo mató como si fuera una gallina y tuvo el cuidado de enterrarlo.
El canasto quedó abandonado cerca de la tina donde había aparecido la reencarnación del abuelo.
Cuando la nona despertó de su siesta, lo primero que notó fue que le faltaba su tesoro.
Interrogó a todos, familia y personal. Su desesperación crecía más y más con las negativas. Nadie sabía nada. Nadie había visto nada.
La abuela fué hasta la tina que seguíamos manteniendo llena de agua por si se llegara a necesitar.
Cerca encontró el canasto de mimbre con tapa que el peón le había quitado para hacer desaparecer el animal.
La abuela dedujo que se trataba de una maniobra de Keronte, quien por fin había logrado apoderarse del abuelo.
A todos nos llamó la atención que a la tarde la abuela estuviera sosegada y sentada otra vez en su sillón mirando el río.
A la hora en que el sol comenzaba a ponerse, como siempre pasó nuestro vecino Antonio en el bote con su perro.
La abuela, lejos de estar en su sano juicio creyó estaba pasando Keronte cargando al abuelo hacia el mundo del que ya no se vuelve.
De entre sus cosas sacó el trabuco y corrió al muelle gritando “¡Sombra de las tinieblas, devuélveme a mi marido!”
El pobre Antonio al ver que la abuela le apuntaba con su trabuco, largó los remos y quedó petrificado con los brazos en alto y la boca abierta.
Su perro ladraba furioso desde el bote.
-Muerte al perro infernal- gritaba la nona mientras disparaba el trabuco con tan mala puntería que el perro se tiró del bote, llegó a tierra y allí se trenzó con nuestros perros, gracias a eso ninguno resultó muerto, pues como todos sabemos las peleas de perros aquí son a guapear nomás.
Mientras los perros peleaban aprovechó el vecino Antonio, que había sufrido algún rasguño para tirarse del bote y llegar nadando a la otra orilla.
Al día siguiente supimos que había contra la abuela una exposición civil y que se requería que se presentara acompañada por mi papá y mi mamá.
Mi papá había desaparecido, como de costumbre esta vez con la excusa de hacer cortar un cañaveral en la tercera sección de Islas (bien lejos del lío que había en casa) las dos mujeres se aprestaron para viajar al día siguiente al continente.
Mi mamá muy avergonzada pues si bien todo el mundo sospechaba que la abuela estaba algo "tocada" éste escándalo la ponía de muy mal talante.
La abuela por su parte seguía furiosa con las sombras del averno y se preparaba a devolver el golpe.
Muy temprano en la mañana escuchamos el escándalo de los perros que peleaban por algo. Al salir la abuela vió que el objeto de su disputa no era otro que el cadáver del abuelo (el ratón) que alguno de ellos había desenterrado del fondo de la casa. La abuela lo rescató de entre el perrerío.
Lo envolvió en su mantilla negra y lo colocó en una caja de madera incrustada en nácar que siempre había estado sobre una mesa ratona conteniendo los puros de papá.
A mi madre le dió un soponcio al ver la caja estropeada por el ratón maloliente y los puros desparramados sobre la mesita.
Un poco más tarde las dos partieron en nuestra lancha a vapor sin hablarse. La abuela llevaba bajo el brazo lo que había sido la más preciada cigarrera de mi padre, convertida en ataúd, del que se escapaba un tufillo pestilente.
Como a pesar de que la abuela estaba chiflada, éramos gentes de respeto, en cuanto las dos llegaron el comisario suspendió toda actividad y deshaciéndose en disculpas las hizo pasar a su despacho y las convidó con limonada fresca.
La abuela, por toda respuesta abrió el pequeño ataúd y sacó de él, llorando acongojada, el cadáver envuelto en su mantilla y mostró "el cuerpo del delito".
Mamá se dejó caer en un sillón y comenzó a abanicarse para no desmayar, por el bochorno y el olor.
El comisario, desconcertado ofreció a la abuela que tomara asiento y le explicara de qué se trataba el conflicto.
La abuela, como lo más natural del mundo contestó: -"Se trata del crimen de mi marido, como Usted mismo puede ver. Fueron Cervero y su perro Keronte pero a él ya le dí yo su merecido y a su perro lo corrieron los míos"-
El comisario carraspeó y tosió para ganar tiempo. Desde el hall de la comisaría llegaban los gritos de Antonio que venía a exigir justicia acompañado de un leguleyo del partido conservador, en busca del voto popular.
Se armó un gran alboroto, resultando que la abuela fue a dar al calabozo y papá que odiaba los escándalos movió sus influencias para sacarla.
El comisario se la entregó en custodia pero a condición de que la tuviera confinada e incomunicada, -"más no puedo, como usted comprenderá"- dijo.
El lugar más solitario de la casa era el mirador que tenía una puerta al comienzo de la escalera que conducía a él y otra de madera dura y gruesos herrajes en la entrada del habitáculo propiamente dicho.
La abuela gritaba e insultaba prendida de las rejas que papá había hecho poner en las ventanas. Día y noche armaba alboroto callándose sólo cuando el cansancio la vencía.
No sabiendo ya qué hacer mi madre fué a buscar un sacerdote famoso por convertir ateos en fieles creyentes y volver vírgenes a las prostitutas. Decían que practicaba el mesmerismo y que también sabía exorcizar.
Su aspecto no tenía nada que ver con lo que yo había imaginado. El sacerdote no era un asceta delgado y pálido sino un hombrecito bajo y regordete con las mejillas rojas y un olor a vino que mareaba.
Su hábito lustroso por falta de agua y jabón lucía también algunos remiendos. Se sentó y escuchó sonriente el relato desesperado de mi madre. Luego pidió vino y queso y devoró en silencio. Una vez terminado el festín pidió que le consiguieran un ratón de tamaño grande y la jaula del finadito Eugenio. Con todo eso y ayudado por dos criados subió a la torre donde estaba la abuela.
La abuela estaba furiosa y pensaba que a esa altura de los acontecimientos, su única escapatoria debía venir de afuera, pues su hija (mi madre) había cambiado mucho y se había vuelto muy desamorada desde su casamiento.
-Uno cría una planta derechita y luego se la tuercen los de afuera- se quejaba.
Con estas palabras recibió al sacerdote que llegó boqueando por efecto de la escalera.
Qué se habló exactamente en el mirador, no lo puedo contar porque lo ignoro. El resultado, quedó si a la vista de todos. La abuela dejó de gritar e hizo lo posible por mostrar que si se respetaba el pacto sellado con el representante del Altísimo en la tierra, todo volvería a marchar bien. Eso sí, no quería volver a ver a mi madre ni salir jamás del mirador, donde se dispuso a vivir el resto de sus días con Eugenio.
El sacerdote nos explicó que las mentiras blancas (que se dicen por compasión) no son pecado y si había algún cargo en ello, estaba dispuesto a hacerse responsable en el Juicio Final. La abuela quedó convencida de que el alma de su finado esposo, antes que Keronte la apresara había saltado de un ratón a otro pues ya conocía la operatoria, lo que le había facilitado las cosas.
De resultas del acuerdo, subieron al mirador la chaise longue de la abuela y la pusieron junto a la ventana; se encargaron unos metros de muselina y puntillas que junto con el costurero de pié usó la nona para confeccionar algunos camisones, gorros de dormir y pañales para el abuelo que sufría de incontinencias.
Con la vuelta de la normalidad, papá y mamá retomaron su costumbre de viajar juntos y pasar varios días fuera de casa. Tal era la calma que mostraba la abuela que sin la vigilancia de mi madre se fueron relajando las costumbres. La mucama que la asistía fue olvidando de echar algunas llaves y la prisionera comenzó a circular como antes por la casa llevando en sus manos el jaulón nuevo que había sido parte del acuerdo. Dentro, el pobre animal ya resignado o domesticado por tan devoto amor, con los pañales puestos.
Ya sólo nos cuidábamos del paso del bote de Keronte y del ruido de la embarcación de mis padres, cuando sospechábamos su regreso. Por lo demás a nadie le importaba que la abuela estuviera encerrada o suelta.
Tan en paz estábamos que papá y mamá decidieron viajar a la Costa Atlántica a visitar ese nuevo balneario llamado Mar del Plata, con el propósito de comprar algunas tierras como inversión para el futuro, porque decían que iban a construir allí un casino que si mal no recuerdo fue destruido años después por un incendio allá por mil novecientos cincuenta ó sesenta. Mis padres llevaban el propósito de comprar algunas tierras pues pensaban que sería una buena inversión a futuro.
A resultas de sus planes quedé a cargo de la abuela o al menos así lo sentí cuando escuché decir a unos vecinos con enojo que mis padres eran unos botarates.
Afortunadamente los isleños somos gente muy solidaria y sucedió que llegué a necesitar apoyo y consuelo.
La abuela, sabiendo a su hija y su yerno bien lejos, fue tomando alas. Comenzó por no esconderse más de Antonio, nuestro vecino. Sabía que a causa de su exposición civil debía estar juzgada y presa, pero el haber salida de la comisaría como entró y la loca certeza de que se hallaba frente a un asesino en potencia la excitaban sobremanera.
Empezó pispeando el paso de Antonio y al poco tiempo lo esperaba munida de cascotes que arrojaba hacia el bote gritándole asesino.
El buen hombre se hacía el sordo y su perro le ladraba mientras los nuestros perseguían el bote a lo largo de la costa. Un día quizá Lucifer dió fuerza y certeza al tiro de la abuela y un cascotazo alcanzó la cabeza de Antonio.
Habrían pasado un par de horas cuando la policía llegó y quiso llevarse a mi nona. Alborotó tanto la vieja que le falló el pobre corazón y cayó al suelo. Los mismos policías fueron a buscar al médico, quien sentenció -”Esta señora está muy grave, yo no autorizo ningún disgusto ni traslado”- Y la abuela volvió a quedar en casa. Sin embargo ésta no fue otra de sus tretas. Desde ese día no volvió a levantarse.
El pecho de la nona se veía agitado y la boca babeante. En su delirio, la pobre, gritaba y pretendía espantar a las sombras endemoniadas con el bastón, lo que nos generaba serios problemas para acercarnos a su cama.
Así fué que tomé mi primera decisión adulta, ordené quitarle el bastón a la abuela, quien ya, con sólo dos piernas no se pudo levantar.
Como nunca fuí amiga de limitar la libertad de otros, hice cortar las patas de su sillón y montarlo sobre una carretilla de modo que por las tardes pudiéramos llevar a la abuela a la costa para ver pasar las embarcaciones, especialmente la de su enemigo. Poníamos la carretilla bajo los sauces, cerca de la estacada y la trabábamos con una cuña y le colgábamos la jaula de una rama de modo que ella pudiera verla.
Pienso que se habrá sentido a gusto viendo que nuestros perros seguían toreando a Keronte (Antonio) y que el hombre no osaba poner pié en nuestra costa, hacia donde ya ni miraba.
Papá y mamá telegrafiaron avisando que los negocios en Mar del Plata amenazaban retenerlos un tiempo más y yo decidí no alarmarlos, al fin de cuentas todo andaba muy bien en la casa y yo no estaba yendo al colegio para hacerme cargo.
En aquellos tiempos los maestros no eran tan estrictos como ahora ni había controles de asistencia, uno iba o no iba y eso era todo.
A veces, si la abuela se agitaba mucho le dábamos, por consejo del doctor, unas copitas de Licor de las Hermanas.
Una tarde, como siempre sacamos a la abuela y la pusimos en su lugar, con la jaula con el abuelo-ratón colgando del sauce.
El personal dormía la siesta y yo me refrescaba nadando cerca de ella cuando vislumbré una columna de humo que salía por detrás de la casa. Las llamas de la basura que quemaban habían alcanzado algunas ramas secas por el calor, y el fuego se estaba descontrolando. Un insidioso viento sudeste amenazaba con llevar el fuego hacia la casa y los galpones. Liberé el molino y dí la voz de alarma. Todo el mundo corría con baldes de un lado al otro. Cuando el fuego estuvo controlado, habían pasado cuatro horas desesperantes. El agua había subido considerablemente. Con los pies y las manos ardidos todos fuimos hacia el río a buscar alivio en el agua.
No sé quién lo noto primero o si fuimos todos a la vez, la abuela había desaparecido.
Al lado del sauce estaba la carretilla volcada por efecto del agua. La marejada había movido la cuña con que la trabáramos y al volcar la abuela había caído al agua con sillón y todo. Sentí que el corazón quería salirse de mi pecho, el cuerpo me temblaba y me puse a llorar mientras llamaba a mi nonita querida a los gritos.
Creo que ese día maduré lo suficiente como para entender que las lágrimas no pueden reparar nuestros errores.
No había rastros de la abuela por más que rezara y pidiera a Nuestro Señor que volviera el tiempo atrás.
Todos los vecinos corrieron a ayudarnos, desde el Paraná hasta el Luján todo era movimiento hasta por los canales, por las dudas, se buscó con esmero.
El río estaba lleno de lanchas, canoas, veleros y cuanta cosa pudiera andar por el agua, incluyendo nadadores que se empeñaron durante todo el día y toda la noche pero la abuela no apareció.
Yo estaba aterrada, no sabía cómo avisar a mis padres lo que estaba ocurriendo. Decidí decirlo de a poco, pues según mamá decía, debía tener “tacto”. Telegrafié: “Se complican las cosas con la nona. Me mantendré en contacto”. Con estas palabras esperaba amortigua el efecto dramático de lo ocurrido y la cólera de mis padres, así como su dolor. No estaba mintiendo, sin el cuerpo de la abuela no había seguridad de que estuviera muerta.
Pero lo que tiene que llegar, llega, como lo volví a comprobar dos días después cuando llegó nuestro vecino Antonio trayendo el querido cadáver, tan buscado.
La voz de la abuela suena acusadora en mis oídos pero creo que sólo creería en la culpabilidad de él para excusar la mía.
Dado el estado del pobre cuerpo, después de varios días en el agua, decidimos junto con los vecinos, que lo mejor sería proceder inmediatamente.
Agradecí al dueño de un frigorífico de frutos que se ofreció para conservar el cuerpo de la abuela hasta que llegaran mis padres y se celebró la ceremonia fúnebre mientras ellos volvían tan de prisa como lo permitían los medios de la época.
Por mi parte, tuve que tomar algunas decisiones y hacerlas valer. A falta de deudos, hice que todo el personal vistiera de luto y yo hice lo propio usando un vestido negro de mi madre que acorté con un cinto.
Ante la duda de que el ratón que tanto cuidara la nona fuera realmente mi abuelo Eugenio, decidí llevarlo a los funerales.
Esta es la última escena de historia de mi abuela, ocurre en el cementerio de Tigre, todos vestidos de negro y yo llevando en la mano la jaula con un crespón negro y adentro el abuelo con pañal negro, como corresponde.

FIN

Texto agregado el 03-04-2008, y leído por 464 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
03-04-2008 Sonia!!! querida compa del alma!! Al fin te encontré, aquí, entre letras, entre líneas...entre AMIGAS! 02-04-08 monina! monina
 
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