Ahora que no estás, las luces del anochecer se reclinan en mis manos, junto a la negrura que oscurece el infierno de tu sombra. La habitación, tus cosas, los compañeros de trabajo como un látigo sublime azotando las miradas, los chicos, el almacén tendido en esos pisos lánguidos y eternos, la soledad latiendo en la madera, tus padres, las cenas sin tu voz o las mañanas en la espera, el auto desangrado en la banquina de esa ruta. Ahora que te fuiste, la madeja de mis sueños se ha extendido lentamente en el eco de los niños como un reflejo de tu gratitud, en el fluir del mundo girando en mis entrañas, en los días y las noches hilvanando voluntades. Te veo con Juan y Tomás jugando en el coche, con tu sonrisa dibujada en ese parabrisas trágico, en un conjunto de miradas cómplices riendo a cada paso, con tu mano acariciando el absoluto de mis piernas, juntos, amantes, bajo la luna como única testigo del hechizo. Luego el llanto, la ruta de ruedas y neones, el imprevisto, los gritos, las sirenas, tus ojos fijos perdiéndose en mi alma. Hoy ya no estamos juntos, salvo algunas ocasiones, en que vienen a traerme algunas rozas.
Ana Cecilia.
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