La expresión de incredulidad que invadió la mirada de Amalia no tenía nada de fingido. Sencillamente resultaba inversosímil pensar que Carlos acabara de dejarla, así, sin titubeos y mirándola fíjamente a los ojos. Había vivido tan convencida del amor que él sentía por ella, había coqueteado tantas veces con la idea de dejarle sólo por el placer que infunde una total seguridad que ahora la estupefacción y el vértigo triunfaban sobre cualquier otra emoción o pensamiento.
Luego vendrían el miedo, la desolación, la búsqueda de motivos, la esperanza, la frustración y más tarde la rabia, la indignación y el despecho más airado, la soledad posterior, el hastío y el desgaste, los arrebatos de locura y los de sensatez, los planes de futuro y la aparente normalidad, pero ahora y en las fases siguientes Amalia no salía de su asombro y aún se preguntaba si aquello había sucedido realmente y cómo podía haber ocurrido sin aviso previo, con tanta frialdad y rapidez. Asímismo dudaba si darle crédito a la gravedad pausada y tranquila de sus palabras y no podía sino contemplar los ecos de su voz templada y firme como una metafora del alejamiento irremisible que había ya entre ellos. Su voz, antes cálida y protectora, resonaba metálica al perderse en el olvido. Amalia se aferraba a sus recuerdos con toda la fuerza que el miedo a perderlos le otorgaba. Evocaba su pelo, el olor de sus axilas y el tacto gélido de sus pies al acostarse. Las formas de su cuerpo que se amoldaban a sus manos y a las que su propio cuerpo había aprendido a entregarse con placer. Recordaba la sensación cegadora de aferrarse a aquel cuerpo poderoso, su mano izquierda en el pelo, la derecha agarrando aquel pene henchido y furioso por cuanto se le negaba. Anhelaba todo aquello y se preguntaba si sería cierto que aquel placer no había de volver. Luego se sentía culpable por pensar únicamente en el sexo y se entregaba a la ternura de los primeros recuerdos, a los coqueteos juveniles y adolescentes, a los primeros viajes, a las tardes en las que habían abandonado todo por el placer de compartir la nada. Otras veces recordaba emocionada el ronroneo narcotizante del devenir de la rutina diaria, los desayunos compartidos los domingos por la mañana, el placer inconfesable que le proporcionaba impacientarle mientras se arreglaba para una cena con los amigos, el cosquilleo que aún sentía a veces al verle y la grandeza que sentía al comprobar que él bebía los vientos por ella y sobre todo, sobre todo la expresión ingenua y transparente con la que él la miraba y que decía que no podía creer qué hacía con una mujer así.
Y entonces, inesperadamente, se abrió la puerta. Apenas treinta minutos después de haberla cruzado para siempre, Carlos volvía para desdecirse. Su voz entrecortada pedía perdón intentando manterner la dignidad aparentando la firmeza anterior, pero sus esfuerzos carecían de consistencia y pronto todo eran sollozos que decían que no podía vivir sin ella y que no volvieran a separarse jamás. Amalia le miró atentamente, con un asombro vagamente distinto al primero que podría parecerse al desdén, y le dijo con voz grave y firme que por favor se fuera, ya que lo suyo había terminado.
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