(S. Lem)
Los astrónomos nos enseñan que todo cuanto existe, las nebulosas, las galaxias y las estrellas, se alejan unas de otras en todas direcciones, y, como consecuencia de esa fuga continua, el Universo se viene ampliando sin cesar desde hace miles de millones de años.
Algunas personas, asombradas ante esa fuga universal, tratan de invertir la idea y llegan a la hipótesis de que hace muchísimo tiempo, en los tiempos más remotos, el cosmos entero estaba aglomerado en un solo punto, como una bola estelar que por una causa extraña y totalmente desconocida llegó a estallar, y que esa explosión sigue hasta nuestros días.
Al razonar de esa manera, sienten una enorme curiosidad acerca de lo que antiguamente pudo existir, pero son incapaces de aclarar ese misterio. En realidad, las cosas ocurrieron de esta manera:
En el Universo anterior vivían los constructores, maestros incomparables en el arte cosmogónico. No había cosa que ellos no supieran hacer, aunque es bien sabido que para construir cualquier cosa es preciso disponer antes de un plano de la misma y es necesario concebir dicho plano. De manera que estos dos constructores, llamados Micromil y Gigaciano, se pasaban el tiempo discutiendo de qué manera era posible enterarse de las cosas que podrían construirse además de las que a ambos se les ocurrían.
- Puedo realizar todo lo que me pasa por la cabeza - afirmaba Micromil -, pero no todo se me ocurre. Esto no. deja de limitarme lo mismo que a ti, pues no conseguimos imaginar todo lo imaginable y es muy posible que precisamente alguna otra cosa que no sea la que estamos imaginando y realizando merezca la pena de realizarse. ¿Qué te parece?
- Tienes toda la razón - asintió Gigaciano -, pero ¿qué podemos hacer?
- Pues me parece muy sencillo: todo lo que realizamos sale de la materia - dijo Micromil
-, ya que en ella se encierran todas las posibilidades; si concebimos una casa, construimos una casa; si imaginamos un palacio de cristal, levantamos ese palacio; si se trata de una estrella pensadora o de una mente ardiente, también logramos fabricarlas. Sin embargo, dentro de la materia anidan muchas más posibilidades que en nuestras cabezas; por eso habría que ponerle a la materia una boca para que de esa manera pudiera decirnos lo que podría realizarse con ella aparte de lo que a nosotros se nos pueda ocurrir.
- Sí, claro, la boca es necesaria - dijo Gigaciano -, pero no basta, ya que la boca solamente es capaz de expresar lo que la mente concibe. Por lo tanto, a la materia no solamente hay que ponerle una boca, sino también inculcarle el pensamiento, y entonces seguro que nos desvelará todos sus secretos.
- Es correcto lo que dices - convino Micromil -. Vale la pena, plantearse esa tarea. A mi modo de ver, habría que proceder así; puesto que todo lo que existe es energía, es necesario construir la mente con ella, empezando por lo más diminuto, es decir, desde el cuanto; para lo cual es preciso encerrar la mente cuántica en una jaulita hecha con átomos de los más diminutos. Cuando tengamos cien millones de estos genios de bolsillo, habremos conseguido nuestro objetivo: esos genios se multiplicarán y entonces cualquier puñado de arena pensante nos dirá lo que hay que hacer y cómo hacerlo muchísimo mejor que un consejo formado por innumerables personas.
- No, no, así no es posible - replicó Gigaciano -. Hay que proceder a la inversa, ya que todo lo que existe es una masa. Con todas las masas del Universo hay que construir, por consiguiente, un cerebro inmenso y con toda su magnitud repleta de ideas. Y cuando le pregunte, me revelará todos los secretos del Universo. Tus polvos geniales no son más que un fenómeno desprovisto de toda eficacia, puesto que si cada grano pensante se pone a decir una cosa distinta, te harás un lío y no te enterarás de nada.
Así discutiendo, los dos constructores terminaron por enemistarse y no hubo manera de que emprendieran la tarea juntos. Así que se separaron, burlándose el uno del otro, y cada cual emprendió la tarea a su modo. Micromil comenzó por capturar los quanta y los metió en sus jaulitas atómicas, y como quiera que los más diminutos se hallaban en los cristales, dotó de mente a los diamantes, las calcedonias y los rubíes; las cosas le salieron estupendamente con los rubíes, hasta el extremo de que tanta energía racional metió en ellos que lanzaban chispas. Disponía también de otros minerales pensantes, tales como las esmeraldas, los prudentes zafiros y los sagaces topacios; pero los que mejor le salían desde el punto de vista de la mente eran los rojos rubíes.
Mientras Micromil se dedicaba a la gestación de sus cuerpos diminutos, Gigaciano se dedicaba a crear un gigante. Emprendió su tarea con los soles más grandes y siguió con todas las galaxias, que estuvo fundiendo, mezclando, soldando y ensamblando, arremangado hasta los codos, hasta que creó su ser cósmico, denominado Cosmolud, criatura enorme que todo lo abarcaba, hasta el punto de que prácticamente no quedaba nada aparte de él, salvo un pequeño reducto en el que Micromil estaba metido con sus joyas.
En cuanto ambos constructores hubieron terminado su obra, ya no se trataba de saber cuál de los dos ingenios creados por ellos suministraba más ideas, y revelaba más enigmas, sino sencillamente de quién de entre los dos constructores había tenido razón y elegido más acertadamente. De manera que decidieron competir.
Gigaciano estaba esperando a Micromil junto a su Cosmolud, que se extendía sobre siglos y siglos luz en longitud, anchura y altura, pues su cuerpo estaba formado de oscuras nebulosas estelares, su sistema respiratorio lo componían una multitud de soles, las piernas y los brazos eran unas galaxias injertadas con la gravitación, la cabeza estaba formada de trillones de globos metálicos y, sobre ella, llevaba un gorro peludo de ardiente cabello soleado. Cuando Gigaciano estaba armando su Cosmolud, tenía que volar desde la oreja a la boca y cada uno de estos viajes le costaba seis meses. Por el contrario, Micromil llegó al campo de batalla solo y con las manos vacías; en su bolsillo llevaba al diminuto rubí que iba a enfrentarse con el coloso. Gigaciano se sonrió al verlo.
- ¿Y qué dice esa nimiedad? - se mofó -. ¿Qué saber puede exhibir frente a este gigante galáctico y pozo de sapiencia, a su nebulosa comprensión, a cuyo sol los soles transmiten el pensamiento que refuerza su poderosa gravitación, al que las estrellas en explosión confieren el resplandor de los conceptos y las tinieblas interplanetarias agigantan la reflexión?
- ¡Deja ya de jactarte de tu obra y de mofarte de mí, y vamos a los hechos! – replicó Micromil, quien añadió -: ¿Sabes qué te digo? ¿Por qué habríamos de preguntarles a nuestras criaturas? ¡Dejemos que ellas mismas compitan en sus discursos! ¡Que mi microscópico genio rivalice con tu ser estelar en el marco de este torneo en el que el escudo es la inteligencia y la espada la prudente razón!
- ¡Pues que así sea! - asintió Gigaciano.
Entonces se apartaron ambos de sus creaciones para que permanecieran solas en el campo. El rojo y diminuto rubí se puso a dar vueltas, girando a través de las tinieblas del vacío cósmico surcado por las estrellas, por encima del cuerpo iluminado e inconmensurable de su rival, y dijo con una voz de pajarillo:
- ¡Eh, tú, grandullón, desmesurado! ¿Acaso eres capaz de pensar?
Estas palabras tardaron un año en llegar al cerebro del coloso, cuyos firmamentos armónica y artísticamente concebidos comenzaron a moverse, y entonces se asombró el coloso de aquellas atrevidas palabras y quiso ver quién era el osado que así le hablaba.
Empezó a mover la cabeza en aquella dirección, pero antes de terminar su rotación ya habían transcurrido dos años. Miró con sus claros ojos galácticos a través de las tinieblas, pero no pudo ver nada, puesto que el rubí ya hacía tiempo que se había marchado piando a su espalda:
- ¡Menudo patán, vaya sol peludo y vago redomado! ¡En lugar de mover la cabeza, sol melenudo, a ver si puedes decirme cuánto hacen dos y dos antes de que la mitad de esos gigantes azules ardan en tu cerebro y se consuman de puro viejos!
Enfurecido por las pullas del diminuto rubí, el Cosmolud empezó a girar nuevamente la cabeza lo más rápidamente que pudo, pero ya le estaban hablando otra vez a su espalda; entonces trató de girar cada vez más de prisa y alrededor del eje de su cuerpo se arremolinaban las vías lácteas y los miembros hasta entonces rectos de las galaxias se enroscaron en forma de espiral, las nebulosas estelares giraron vertiginosamente, con lo que todo aquello se convirtió en una bola y todos los soles y los planetas se desprendieron con tal velocidad que parecían peonzas; pero antes de que el coloso pudiera encarar a su adversario, éste ya estaba mofándose a su espalda.
El atrevido ingenio de Micromil escapaba cada vez más de prisa, mientras que el Cosmolud no hacía más que girar y girar, pero sin poder alcanzarle, a pesar. de dar más vueltas que una gigantesca peonza; y tanto giró y con tanta velocidad que se relajaron las cadenas de la gravitación, hasta el punto de alcanzar el límite de su resistencia, reventando con ello los puntos de atracción eléctrica y, con terrible potencia centrífuga, de pronto estalló el gigante y, hecho pedazos, salió disparado por el vacío, desparramando sus ardientes espirales galácticas, y así comenzó la fuga de las nebulosas. Micromil afirmó tras aquella catástrofe que el triunfo era suyo, puesto que el Cosmolud de Gigaciano se había volatilizado antes de pronunciar una sola frase racional; sin
embargo, Gigaciano replicó que el objeto de la competición no consistía en medir la fuerza, sino la comprensión, o sea, cuál de las dos creaciones era más inteligente y no cuál aguantaba más, y puesto que lo ocurrido nada tenía que ver con el objeto del desafío, afirmaba que Micromil le había engañado vergonzosamente.
Desde entonces, Micromil. anda buscando su rubí, que se perdió durante la catástrofe, pero sin poder encontrarlo, ya que en cuanto divisa una luz roja, allí acude corriendo, pero se encuentra con que se trata de la luz de una nebulosa huyendo sonrojada de la vejez, y vuelve a buscar nuevamente, pero siempre en vano. A su vez, Gigaciano se dedica, con ayuda de cuerdas gravitantes y de hilos irradiantes, a coser los fragmentos dispersos de su Cosmolud, utilizando como aguja la radiación más dura. Pero todo lo que cose se rompe instantáneamente, de tan enorme que es la fuerza de las nebulosas tan pronto como emprenden la huida. Así que ni uno ni otro lograron descubrir los misterios de la materia, a pesar de haberla dotado de una mente y haberle puesto una boca; pero en el momento decisivo de la conversación, ésta resultó tan pobre que se la califica de irrazonable y tonta por su ignorancia.
Pero hay un hecho cierto y es que el gigante Cosmolud de Gigaciano se rompió en una
infinidad de pedazos por culpa del rubí de Micromil y todos esos fragmentos siguen volando hasta hoy en todas direcciones. Y si alguien no lo cree, que pregunte a los sabios si no es cierto que todo lo que existe en el cosmos gira incesantemente alrededor de su eje como una peonza; pues todo empezó con esa vertiginosa rotación.
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