[...]
Entonces afuera daba lo mismo que adentro.
Las luces; amarillas o azules,
el hielo o el eterno sudor de aquella torre, coartando de lucidez todo el sitio.
En realidad toda mezcolanza era un incentivo para acercarme nuevamente a ti
y sacarte,
y robar de una sentada cada trozo de tu saliva.
Y era tu recuerdo tibio lo que me mantenía sonriendo ante los espejos.
Y era la música un apoyo para algo.
Un apoyo que, luego de eso y de lo otro, nos encontraba al fin en un baile ficticio y frenético, al son de una paredes inconexas.
Y era un vals incansable acompañado de la horas,
y era tu traje largo de seda turquesa adornando el recuerdo de aquel salón que daba sus ojos a la calle
y de la calle a nosotros.
Entrábamos por una ventana,
por el techo,
la puerta
o la buhardilla,
y entonces me tomabas la mano con esos ojos temblorosos
y me pedías que no me vaya.
Que no sea uno más. Y yo prometía.
Te cerraba los ojos y te abría entera por dentro, mujer,
y te entregabas a mis palabras, siempre con ese vestido, moldeándote parte por parte. Y volvías a nacer y desnacer de un solo soplido.
Y era yo un espectador secreto de tu teatro,
escondido tras bambalinas, debajo de alguna silla,
o en algún rincón que tu mirada no pudiese alcanzar.
Desde un espacio zigzagueante te veía montar escena tras escena;
como un trozo de cortina nostálgica hacías tu doblez de manera arbitraria,
siempre triste, te movías y hacías viento.
Creabas todo aire y todo cerca de ti lloraba y reía de manera animal
y a veces atroz.
Venías y te apoyabas en mí
Como una nota desacorde en una fuga
o en una sinfonía sombría.
Y te abría los brazos y te dejaba caer,
mientras subía por tu pelo
y veía nacer tu sombra en el piso.
La luna arriba se movía un poco
y acrecentaba tu figura en el suelo
y las luces artificiosas se tornaban menos intensas
y todo era celeste y blanco. El sueño del pibe, así por decir algo.
|