OSCURIDAD Y ESPERANZA
Mi mente adormilada, mi aliento fatigado, mi cuerpo, entumecido, siente frío.
Y es que es época de sábanas húmedas, de hojas podridas, de colores desvaídos, del golpeteo de la gota que salpica en el alféizar del balcón, de la muda de la pluma en la gallina, de chicharras mudas ocultas en las piedras del majano. Se ven amaneceres tardíos que pronto se apagan, vapores de nubes aplastadas, arañas dormidas encerradas en sus telas, calles embarradas, sapos aletargados envueltos en el cieno de zanjas y cunetas, agujas de hielo colgando de las tejas como cuchillos afilados. Anda velado el periodo de árboles desnudos, de huertos dormidos y alfalfas escarchadas, de hombres cubiertos con pellizas, de niños jugando con las manos ateridas, de peces escondidos en oquedades de ríos medio helados. Corre el espacio turbio de gorriones que se asoman a las cuadras, de botijos congelados, de cuervos desnutridos, de bocas tapadas con bufandas, de jilgueros asustados que no cantan. Es la ausencia del ruiseñor y del brote de la rosa, de la crisálida encogida dentro del capullo, del perfume del espliego, de la luna tapada que a veces se asoma con cara de frío. Es momento de un manto blanco que lo cubre todo, de yuntas encuadradas, de yugos y arados quietos, de tierras preñadas con simientes esperando. Es, en definitiva, el tiempo en el que me refugio en mi butaca tejida con mimbre de sarga de la huerta, es el chisporroteo en la chimenea que me alumbra y es el gato que acurrucado en el rincón del fogón, se calienta con la llama de la rama del olivo o con el rescoldo del ascua del sarmiento.
Sumido en la cruda tarde invernal extrañamente negra y blanca, trato de contar, inútilmente, los copos que se estrellan en el cristal de mi ventana y, en mi retiro, pienso en las muchas nieves que llevo a mis espaldas. Arrimo brasa al puchero que cuece en el hogar, añado agua al caldero que cuelga de las llares y acaricio al gato que ajeno a mi sentir, duerme y ronronea. Reposa el ratonero con placidez sin saber de mis luengas batallas, del tictac pertinaz de mi reloj, de la aridez de la senda que tuerce mis zuecos gastados. El felino desconoce que mi zurrón está casi vacío, que el aceite del candil se está agotando, que escuché muchos truenos y atravesé grandes barrancos, que apenas si me aguanta la garrota que me sirve de sostén. Tampoco sabe el gato que, a pesar de todo, aunque me pesan mucho el hielo y los inviernos, quiero proseguir, alzarme una vez más, vislumbrar un nuevo estío.
Por eso tengo que explicarle al animal que aunque siento zozobra, me encuentro confortado, que algo hace que se vigorice mi cuerpo, que se está entonando mi esperanza, que nuevas fuerzas me nacen por dentro.
Y es que el gato tampoco está al corriente de que cuando amainen los vientos helados, cuando se aprecie que otra vez pasan las grullas, cuando se oiga de nuevo que en el espino gorjea el zorzal, ahí, sin avisar, decidida, por detrás de la fragmentada tapia que forman mis huesos cansados, en ese recodo, aparecerá bella y altiva para otorgarme, una vez más, impulso y aliento.
Sé que emergerá como siempre cargada de dones, llena de savia y alegres colores, de trinos de pájaros, de calor y luces, de vida repleta de flores. Nunca me defrauda y lo primero que hará cuando me encuentre será otorgarme un nuevo plazo. Intuyo su presto regreso, atizo la lumbre que ágil se aviva y respiro confiado. Que estoy seguro de que ella acudirá puntual, un año más, a la llamada de un nuevo renacer.
El gato, que ha dejado de dormir, ya no ronronea; salta a mi regazo y, zalamero, restriega sus bigotes en mi brazo.
Hace días que los copos de nieve dejaron de caer. Un perezoso rayo de sol que no calienta, ilumina la estancia. Ella, la primavera, se asoma con timidez, se cuela por el tragaluz de mi ventana y me anuncia que pronto acudirá.
A la sazón mi mente se despereza, mi aliento se sosiega, mi cuerpo ya no siente frío y se serena.
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