Nada más pisar la acera, me resbalé. Me cagué en los muertos del puto otoño, ya que fue por culpa suya. Estaba todo repleto de esas jodidas hojas que sueltan los árboles por estas fechas. Y luego los hay que ven romántico todo esto. Que vean mi culo raspado, a ver si eso les inspira, cojones.
Con un humor de perros, entré en la oficina. Armado con un periódico estaba el inefable Romerales. Para variar, metió la pata: me habló.
-¡Buenos días, jefe! ¿Ha visto que ha empezado el otoño ya? ¡Con lo romántico que me pone a mí el otoño...!
-Un poli romántico es lo peor que hay, Romerales.
-¡Jajajaja! Usted como siempre, ¿eh, jefe? ¿Acaso no podemos tener nuestro corazoncito?
-No, sólo vesícula biliar. Y cojones.
Dejé al imbécil cabeceando y dejando escapar su risita mientras murmuraba algo así como “este jefe nunca cambia, ¡hay que ver!” mientras me refugiaba en mi despacho. Del cajón derecho saqué mi Pepto-Bismol y me petaca de coñac. Dí un par de tragos de ambas y me dispuse a dar cuenta del diario. Pero Romerales no me dejó.
-¡Jefe, jefe! ¡Mire por la ventana! ¿No se ha dado cuenta?
Sin levantar la mirada del periódico, gruñí:
-¿Qué coño pasa ahora?
-¡Están lloviendo hojas!
-Es otoño, imbécil.
-¡No, no! No lo entiende. ¡Están lloviendo hojas, jefe! Caen del cielo, mire, mire.
Me giré para mirar por la ventana y ví. Mis cervicales se acordaron de toda mi familia porque retorcí el pescuezo para mirar al cielo y sí. Llovían hojas, hojas secas. Clalaxta se estaba volviendo el ombligo de las cosas más raras del planeta. Y a mí las cosas raras me dan ardor. Y me pone de mala hostia. De muy mala hostia.
La calle estaba cubierta de un manto espeso de hojas secas tras varios minutos de lluvia. De pronto paró. Así, sin más. Y los críos salieron a retozar en las hojas, a hacer bolas, a lanzárselas entre ellos. Romerales babeaba. Y yo me preguntaba dónde habría un lanzallamas. Y rápido, por favor.
Pero la cosa no quedó ahí. A eso de las once de la mañana, se nos hizo la noche. Sí, literalmente, han leído bien. Oscureció y salió la luna y las estrellas más luminosas que el neón del puticlub La Chula. Ahora ya no tenía tanta gracia. Llamada al despacho del cabrón del alacalde: reunión de las fuerzas vivas del lugar. Empieza el acojone.
La reunión fue más una tocada de huevos que otra cosa. Porque a nosotros nos tocaba doblar los refuerzos para salvaguardar el bien público. O sea, estar preparados para repartir leña por si la gente se desmadra. Para eso no hacía falta una reunión. Bastaba una llamadita y a buen seguro saldría más de uno con la porra entre los dientes, que los hay que cualquier excusa es buena para sacar a relucir su hijoputismo. No se me confundan, no es que vaya de poli bueno. Es que yo no necesito excusa.
Así que ya nos ven al Romerales y a un servido dando vueltas por la ciudad en nuestro auto, esperando a que sucediera algo. Romerales conducía, que para eso cobra menos. Y, por lo visto, el chaval se me aburría. Porque no se le ocurre otra cosa que golpear por detrás a un Chevy medio desvencijado. El conductor, un hombre de unos cincuenta años, delgado como un nervio, salió del auto en plan bravo. Me bajé lentamente y le enseñé la placa. Normalmente eso acojona al personal. Normalmente, pero no siempre.
-¿Y acaso esa placa le autoriza a ser un pelotudo al volante? –el tipo tenía un acento argentino que tiraba de espaldas. Y una vena en el cuello a punto de explotarle.
-Tranquilícese, amigo. El seguro paga esta ronda.
-¡Ah, claaaro! Que me tanquilice... Con todo lo que está pasando en este pueblo maldito y vós me reclama relajarme golpeándome el auto. Excelente medicina. ¿Quién es su terapeuta? No se apure: sólo planeo denunciarlo.
De reojo ví que Romerales se me incendiaba. Le agarré del brazo y continué yo, que cuando quiero tengo aplomo. Cuando quiero, que no siempre.
-Mire... ¿cómo se llama usted?
-Baretta.
-Mire, Baretta, las cosas no pintan bien en este pueblo. Le pido disculpas por el accidente. Ahora mismo mi ayudante le rellena los papeles. No se preocupe, tendrá su reparación. Pero hágame un pequeño favor, ayúdenos de la mejor forma posible: no creando más problemas. Mantegámonos todos tranquilos y todo saldrá bien, ¿de acuerdo, Baretta?
El tipo se quedó unos segundos en silencio.
-Tengo otra forma de ayudarles.
-¿Cómo dice?
-Sé lo que está pasando en este pueblo.
-No juegue con la policía.
-No juego.
-Desembuche, pues.
-Llévenme donde pueda tomar un café decente. Allí les explico.
Me apetecía tomar un café. Y me apetecía ver qué barbaridad soltaba el argentino. De hecho, estaba deseando que soltara una bien gorda. Hacía tiempo que no metía a nadie en el calabozo. Y la vesícula estaba a punto de explotarme. Necesitaba descargarme, entiéndanlo.
Tras un sorbo del café, Baretta habló:
-La decencia en este pueblo debe tener muy mala reputación, porque este café es una mierda.
-No se me haga el gracioso, Baretta. Tengo muy poca paciencia.
-Está bien, está bien, disculpe. Miren el problema de este pueblo es que se ha estropeado la melodía del azar.
La pucha, que dirán ellos. Me tocó un loco.
-Sí, sí, no me miren así. Les explico. Miren, todo está gobernado por el azar que, aunque tenga apariencia caótica, en realidad sigue un orden, un sistema... como una especie de melodía, ¿entienden?
-Al grano, Baretta, al grano.
-No se impaciente, inspector. Pues bien, cuando esta melodía se interrumpe o se modifica, comienzan a suceder cosas extrañas. Y por lo que he visto que ha sucedido en Clalaxta, tengo claro quién es el culpable.
-¿Quién? ¿Mi tío que toca el trombón en la banda? –soltó Romerales haciéndose el gracioso.
-No sea boludo. Es alguien en pleno ataque de melancolía. Pero esa melancolía la lleva por dentro, no la exterioriza. De ahí que esa persona está distorsiando la melodía del azar. Han de encontrar a esa persona y convencerla de que saque fuera su melancolía, para que se incorpore al universo y todo vuelva a la normalidad.
Jodido loco. Le estoy haciendo caso a un jodido loco. Qué viejo te me estás haciendo, Dante Martínez.
-Encontrar a esa persona no debe ser complicado, porque a su alrededor pasarán cosas muy extrañas, ya que es el vértice de esta disfunción. Aunque está tan ensimismada que no se da cuenta. De hecho, creo que hemos tenido suerte. Acabo de ver a la persona entrar en este café. Mírenla. Es ella, no hay duda.
Maltratando nuevamente a mis oxidadas cervicales, me giré y ví a una muchacha morena, de veintipocos años, abundante melena, ojos grandes y soñadores. Guapa chica.
Pero no venía sola.
Flotando en su hombro, le acompañaba un angelito, de esos de mejillas sonrosadas y alas batiendo en el aire.
Pero qué reviejo te me estás haciendo, Dante, qué reviejo.
Baretta llamó a la chica y la sentó en nuestra mesa, mirándola con ternura. Romerales miraba el angelito con cara de asombro. Y yo lo miraba todo con cara de cansancio.
-¿Cómo te llamás, linda?
Tímida, con expresión un tanto extrañada, contestó.
-Melina. ¿Quién sós vós? –la chica también era argentina. Dios los cría y ellos se juntan, que dicen por ahí.
-Baretta. Mirá, Melina... Sé cómo te sentís ahora mismo, porque a mí me sucedió algo parecido hace muchos años. No has de temerle a la melancolía, ni a los deseos. Has de asumirlos Melina, sacarlos fuera. Tus sentimientos pueden ser tus cómplices, si les das la mano y los sacas de paseo contigo.
Melina miraba a Baretta fijamente. Le temblaba ligeramente el labio inferior.
-¿Tenés alguna afición artística? –le preguntó Baretta.
Melina sacudió la cabeza.
-Hace años escribía, pero lo dejé.
-Pues has de volver. Escribe todo lo que sientas. Desnúdate en tus letras. No te preocupes, no te vacías si haces eso. Al contrario. Te sentirás llena.
-Pero... pero...
-Pero nada, no hay excusas. Ten –y le alargó una servilleta del bar-, escribe en este papel. No te apures, lo primero que se te ocurra. Adelante, ¡sin miedo!
Melina, un tanto aturdida, aceptó el bolígrafo que le extendió Romerales y, agachando un poco la cabeza, comenzó a escribir. Se hizo un silencio sepulcral, expetantes todos ante los titubeos de la muchacha.
Al poco, comenzó a escribir unas frases.
Y , casi al instante, sucedió.
Comenzó a amanecer de nuevo en Clalaxta.
Nos despedimos los cuatro en la puerta de la cafetería, con el día en su cénit, como tocaba. Melina y Baretta se dieron la mano sonriéndose, prometiéndose mantener el contacto. Romerales y yo nos despedimos de ambos dando también la mano, aunque no prometimos nada. No tengo el cuerpo para promesas. Y menos con gente tan rara. Pero Baretta nos solucionó el caso. Así que me tragué mis ganas de enchironar a nadie.
-¿Se ha dado cuenta, jefe? Si no llego a chocar con el coche de ese tipo, jamás habríamos sabido qué pasaba. Qué cosas tiene la vida, ¿eh? ¡Ah!, el azar...
Yo me mantuve callado rezando para que no le diera el ataque romanticón al imbécil.
-¿Le había dicho que me pone romántico el otoño, jefe?
-Sí, y como me lo vuelvas a repetir te pongo romántico el culo a base de guardias, Romerales.
¡Maldita vesícula...!
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