En realidad es un enamoramiento con mi tristeza. Con el haber acostumbrado a mi cuerpo a un continuo sin sabor en la vida. Los días pasaron y mi persona con ellos, deshojando a cada instante malogrado un poco más de mí. Es difícil, pero hoy lo reconocí. Me reconocí guardiana de mis noches en vela, de mis lágrimas derramadas, de mi oscuro costumbrismo. Claro que una nueva vida se despertó en estos últimos meses y me inundó con felicidad desmesurada, pero ahora, más tranquilas las cosas, objeto que siendo triste, cómoda estoy; y quitarme ese hábito es tan difícil como nunca lo imaginé. ¿Cómo haré para lograr alejarlo si es tan “en mí” que me siento?
Lo más raro de toda la cuestión es la incoherencia de reconocerme feliz en mi tristeza. Horrible juego de palabras en el que caigo, pues no es felicidad lo que reconozco en mí pasar, si no más bien regocijo. Regocijo de una cobardía sutilmente enmascarada. Regocijo en mi propia desgracia.
La tristeza corroe mis venas, me ahoga en su océano, no me permite respirar. Mas esta bella opresión en el pecho es una prisión de la cual no quiero escapar. El temor a un mar desconocido de alegría me detiene cada día y comienzo a entender que es un ciclo del cual jamás saldré a menos que realmente lo deseé. Todos los infortunios de mi vida no hacen más que alimentar este deseo febril de estática, de aletargamiento; quizás es por eso que boicoteo constantemente las cosas que más amo. Quizás por eso mismo, y por verdad, seré sincera, es que en mi corazón los amo más y no puedo abandonarlos. Una especie de parasitismo enfermizo me consume (consumiéndolos).
Asco tengo de descubrir aquello que soy. Miedo de cambiarlo, mucho. Satisfacción idiota al describirlo, mayor aún. Vorágine destructora, vete, vuelve, tómame, déjame…Llévame con vos.
Es como cuando estás en el colectivo. El peor asiento se te ocurre tomar. De ese que está de espaldas al conductor. Sos el único gil miserable sentado en esa incómoda posición. Perfecta para los mareos y las pasadas de parada. Y ahí estás. Llorando en silencio en esa horrible perspectiva y te quejás, bien fuerte, para tus adentros y sólo deseás tener la chance; que esta vez el asiento libre –perfecto- que dejó el pasajero que acaba de levantarse no lo ocupe el boludo aquel que aclaró mil veces en tres cuadras que no le hacía falta sentarse -haciéndose el macho de América que puede ir desde Almagro hasta Lomas parado y sin quejarse -. Y ahí va, el muy descarado, va y se sienta. Y vos que ya tenías todas tus cosas en la mano y amagaste a levantarte tratando de mantener el equilibrio y que no se te caiga todo, con vos incluída, en la curvita mortal que hace el 160 entrando a Pompeya. Pasito en falso. Te volvés a acomodar en tu incomodidad, lo odiás para tus adentros y recuperás de a poco las esperanzas. Relojeás al resto de los pasajeros y te decís “En la próxima se me da”, y así seguís, mientras el colectivo continua su viaje, entre las nauseas y la ilusión que vas a conseguirlo. Pasan tres oportunidades más, vos todavía en tu asiento, y notás con picardía como es que las perdés porque vos misma las estás dejando pasar; porque en ese asiento te regocijás feliz en tu desgracia, y así cada viaje en colectivo (ad eternum). Y así mi vida, en contínuo deseo de cambio sepultado por un agravio glamoroso de satisfacción depresiva, ¿qué puedo yo hacer?
Me cambié de asiento.
Ahora miro gloriosa desde el lado de la ventana desde uno de esos del fondo, ni con mucha luz, ni con mucha sombra. Ya está, lo hice. Me cache, se subió una señora. Venga señora, le cedo el asiento. ¿Qué ya baja?, ¿segura?, no es molestia. No, por favor, no hay de que. Muchas gracias. Mierda, hoy sí que la hice.
Y contenta veo a la gente caminar por la vereda. La estación de Lanús está agolpada de personas. Falta poco para Lomas. Mejor vuelvo al libro de física. ¿No hay ganas? Miro -y sonrío- a la gente que pasa (yo paso más rápido desde mi ventana, desde mi asiento, desde mi colectivo, desde mi mundo).
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