Don Pascual comenzó a escalar la empinada cuesta de la vejez cuando el pueblo enfermó de civilización urbana. Todo aquello donde vivió, ya solo existía en los recuerdos retóricos de Don Pascual.
La casa donde hoy vivía se había ampliado y mucho, para que los hijos de sus hijos puedan habitar tranquilos, en cambio a él le dieron la tranquilidad del aislamiento en un cuarto lejano, donde todos y cada uno de sus descendientes iban a verlo en la tarde, oír sus quejas e historias épicas de batallas a “piedra y huevos” y contarle con detalle las novedades del mundo exterior. Así fue durante un tiempo efímero. Luego, solo los más pacientes, ociosos e hipócritas familiares le acompañaban en sus tardes eternas.
Poco a poco se fueron olvidando de él y a menudo el castigo era ir a verlo o atenderlo o simplemente soportarlo. Sin embargo se hablaba constantemente de él, de su historia de la leyenda que representaba, sobretodo cuando alguien visitaba a la engreída familia.
Se construyó una terraza donde se podía ver el gran movimiento del pueblo, y ahí destinaron a Don Pascual y sus tardes, para que se alegre viendo que su pueblo avanzaba: las escuelas, la comandancia de policía, la notaría, etc. Pero a Don Pascual le aterraban esas cosas, se sentía constantemente miserable al ver lo nuevo, cerraba los ojos y evocaba aquellos días cuando el era alguien y no un recuerdo y soñaba con morir de una puta vez con la mente en su recuerdo.
Las tardes en la terraza eran una rutina interminable, la nieta menor le subía a ella y le recogía cuando el sol agonizaba, todas las tardes mientras el pueblo crecía, la casa crecía y la leyenda de Don Pascual radiante como el sol reinaba.
La familia alborotó al pueblo con una fiesta en honor al primer bisnieto que se habría de llamar igual que el bisabuelo. La fiesta era ruidosa, vanidosa y ensimismada bajo una fuerte y fría lluvia.
Cuando la borrachera reinaba, los hijos del patriarca sacaron el álbum de fotografías, hojeaban lentamente por el extremo orgullo de describir cada retrato y gritaban: “Salud, por Don Pascual, el hombre que simboliza la identidad de un pueblo bravo e indomable” y todos hablaron de el, exageraron las grandezas de su historia, mentían y nadie refutaba aquello, aún sabiendo que era falso. Los niños jugaban a ser el abuelo de joven, parándose delante de una línea de firmes soldados y gritando ordenes, entre ellos la nieta pequeña que amaba a su abuelo, el héroe. Así son los niños de distraídos y así son los adultos de egoístas, que olvidaron al viejo y sus recuerdos en la terraza, y mientras todos hablaban de lo que fue él hace muchos años, el oía los acelerados pasos de su corazón, sabiendo que pronto descansarían para siempre. Era imposible creer que se hablaba de la misma persona en la fiesta, de un tal Pascual, que en ese instante bajo el cielo y su llanto, moría de frío y de soledad.
|