YO NO CREIA EN ESOS CUENTOS HASTA QUE ME SUCEDIERON A MI
Por: Juan más de mil preguntas.
Dicen que en Morro Gacho el viento quería arrancarle algo a las hojas…dicen que en las quebradas que bajan del río Quindío hay espíritus que se enamoran de los caminantes y así como ellos beben agua para saciar su sed los espíritus se beben su pasión y sus infortunios para saciar su sed de vida...yo no creía en esos cuentos hasta que me sucedieron a mi…
Erika, niña de piernas ágiles, mirada dócil, larga cabellera negra siempre en trenza que le caía sobre la cintura, de orejas largas y puntiagudas, ojos como diminutas semillas, más que una niña parecía un duende.
Erika, se paraba durante horas a la entrada de la finca a esperar a que llegara su padre con las provisiones del pueblo, detectaba su regreso como el mejor de los detectives por pequeños cambios en el ambiente que sólo ella percibía, el jadeo de las mulas que llegaba a sus oídos con el viento, el chocar de las rocas que se hieren con el paso de las mulas, el terror de la hierba ante la inminente llegada de esa caravana demoledora, pero sobretodo los propios cambios en su cuerpo eran lo que más la ponía alerta acerca de la advenimiento inminente de su padre, sus ya colorados cachetes que enrojecían más de lo habitual, su calor en las manos que desde ya anticipaba un prolongado y cariñoso abrazo, y una media sonrisa que se le empezaba a dibujar en el rostro inerte por el frío.
La Finca, su hogar, quedaba a siete horas del pueblo a paso de mula, su padre se levantaba muy temprano, ponía a su caballo su silla favorita y en compañía del primo Augusto que guiaba las mulas, salía a recorrer esos caminos de trocha tantas veces ya recorridos, abriendo la montaña, no dejando que la cicatriz de sus pasos sea suturada por la hierba, único bálsamo capaz de devolverle a la montaña su aspecto de montaña; escarbando y escarbando camino como lo habían hecho sus padres y los padres de sus padres, aunque bien sabían Don Octavio y el primo Augusto que muchos de esos pasos ya no eran los suyos, que los de sus abuelos se habían borrado hace años y que en ese momento solo se veían los pasos de los turistas que dejaban grabada en la tierra las marcas de sus botas extranjeras.
Era tanta la agitación de Erika por esperar la llegada de su padre que Don Octavio decidió abrir un día de Abril, mes del cumpleaños de Erika, el baúl de sus tesoros donde guardaba los objetos extraños que le dejaban los extranjeros como parte de pago o como simple recuerdo; entre ellos se incluía un telescopio, una curtida chaqueta ovejera, una figura del Buda, nóvelas de portadas insinuativas, una brújula magnética, un radio sin antena, unas gafas de sol con lentes intercambiables y unos binóculos, único objeto frente al cual presto verdadero interes Don Octavio que por medio de señas, de su buen ojo de campesino y de un malabar de gestos logro deducir para que los utilizaba el hombre diminuto con ojos rasgados que se sentaba durante horas con esas inmensas gafas de aumento a observar los pájaros, cosa que nunca tuvo que hacer Don Octavio pues siempre lograba acercarse a los pájaros a una distancia que podía olerlos y distinguirlos no solo por las melodías que salían de sus picos, Don Octavio sabia de que árbol exacto provenía un pájaro por su olor y cual era su alimento favorito. - Los pájaros siempre huelen a flores y ahojas secas, desconfía de los pájaros que no tengan este olor porque son brujas le decía a Erika.
Erika inmediatamente le encontró uso a los binoculares que su padre le regalo en su cumpleaños número seis, para vigilar la llegada de su padre. Erika sabia exactamente a que borde del camino enfocar esperando a que apareciera primero una oreja, luego el hocico y por último la fisonomía del animal acompañada de su jinete con su inconfundible sombrero blanco, Erika apretaba con fuerza la rosa que colocaría luego en el sombrero de su padre, inmune a las espinas; luego se paraba lentamente para no caer bajo el peso de los inmensos binóculos colgados de su cuello, y saltaba desde la roca alta donde esperaba a su padre tan pacientemente y volaba a sus brazos y se dejaba hundir en su ruana de lana gruesa y en su aroma a montaña, a jabón, gas, plátano y panela.
La existencia de Erika se pasaba entre vacas, truchas, gallinas, colibrí, caballos, mulas, hormigas, osos de anteojos, árboles y pájaros de mil y un formas, riachuelos, amistosos campesinos, turistas con ropas y acentos extraños, visitas que Erika en un principio atribuía a su padre pues ella creía que su fama de hombre sabio y prudente había corrido por el mundo, cosa que desmintió con el pasar de los años cuando pudo subir un poco más de la finca y observar el soberbio Nevado del Tolima; había otra realidad indudable en la vida de Erika y lo era el viento y el frió, que en esa tierra vienen siendo lo mismo. El viento era una parte más de La Finca, no había día en que no venteara, inclusive en los días en que la neblina cubría todo el bosque circundante y se entraba por las rendijas de las puertas como un fantasma que busca cobrar sus deudas a los vivos, el viento seguía soplando como si fuera la voz de aquella espesa masa blanca, transporte de mula para espíritus.
Las vacas, las truchas en los estanques, el ruido de los pájaros, el calor del horno de la cocina siempre encendido y humeante como un dragón mitológico al acecho, el ruido de los pájaros, el andar desordenado de las gallinas y su bulla de circo que anunciaba su llegada por el maíz que recibían más en son de protesta que de gratitud, el ruido de las dos quebradas que se encontraban desde la inmensidad de los nevados para formar el río Quindío, los nevados que Doña Encarnación la madre de Erika comparaba con los cabellos blancos de una anciana que al estirarse resultan tan largos y tan recorridos por el peine como un río, y el viento; siempre el viento que más que ruido generaba silencio, para los que han escuchado verdaderamente al viento, él es como una exigencia de los espíritus a los vivos que claman silencio para su eterno descanso; esos y otros muchas seres eran lo compañero de infancia de Erika en La Finca.
Erika no sabe desde cuando le tomo respeto al viento o más bien temor, ese silencio, esa exigencia de silencio que traía el viento a los campesinos. Erika no sabia si interpretarla también como una exigencia de desalojo sobre todo después de que se construyo la cabaña de los turistas, los turistas con sus bolsas y con sus basuras, época en la que a ella le pareció que el viento comenzó a bramar más duro. Solo Erika tenia una convicción era la de que el viento transportaba espíritus, siempre se pregunto que clase de espíritus podía haber en la montaña, su madre le contó mil historias sobre monstruosidades, combinaciones imposibles de hombres y animales que castigaban a los borrachos, a las mujeres adulteras y a las que abortaban a sus hijos bastardos, mujeres con sus miembros amputados fusionados en uno sólo que daban caza a los que pescaban y cortaban más de la cuenta y a los que se creían muy valientes como para desafiarlas. Se decía de estas espeluznantes criaturas que su horrible forma era su propio castigo y que la única forma que poseían para expiar sus culpas era dándole a los otros el castigo que ellos mismos deberían de haber recibido: la muerte. Algunos eran benévolos y daban oportunidades a los infractores para arrepentirse con un simple desvió del camino, o con al dar un cruce aparecer de pronto en un lugar muy lejano y apartado del camino. El padre, Don Octavio, hablaba de otras historias, de duendes que se aparecían con la niebla y azaraban a los caballos y a las mulas, haciendo perder a los viajeros todas sus provisiones y dejándolos en el más profundo desamparo pues aunque los hombres no lo reconozcan los animales dan seguridad pues el más despiadado de los espíritus es la soledad y la oscuridad sin una compañía tibia, también Don Octavio hablaba de viajeros intrépidos que iban más allá de donde les estaba permitido y quedaban vagando por las montañas, caminando los mismos caminos por toda la eternidad tratando de encontrar a sus compañeros de viaje sin poder comprender en que punto habían metido literalmente la pata y se habían ido por el abismo. Pero en todas estas historias existía una sensación característica, la niebla, la oscuridad, el horror, el viento frío.
Erika no entendía como en esa combinación extraña de dureza y espíritu bonachón de los campesinos, que eran tan severos en su trabajo y en sus madrugadas y tan benevolentes con el extranjero y el vecino, no había cabida para historias de espíritus amigables; parece que al principio sólo se ocuparon de contar historias para asustar a todos y ponerlos a marchar en armonía, pero el cuentero se murió antes de contar las historias bonitas pues paso tantos años en eso de domar la naturaleza arisca de los hombres de montaña que se le olvido al morir contarles la parte bonita, la de los espíritus guardianes de la vida, que observan sonrientes como los colibrís besan con pasión a las flores, que dirigen a los pájaros en sus conciertos matutinos; historias de espíritus que se sientan durante horas a contar los colores de las alas de las mariposas, espíritus que esperan a Erika a la entrada del bosque al igual que ella espera ansiosa a su padre a la entrada de La Finca, espíritus que la esperan para fundirla en un abrazo cálido, visceral, que la transporte a las copas de los árboles y la haga flotar en el tierno susurro de las hojas, un mundo de espíritus en donde todos se comunican con todos y todos son amigos. Esas historias nunca las oyó Erika, por eso odiaba al maldito viento, porque nunca era cálido, siempre frío.
Esas historias no eran contadas por los hombres porque los espíritus al igual que los colores sólo pueden ser vistos por quien quiera apreciarlos en sus mil tonalidades, para algunos los verdes del bosque son todos iguales, la luz no es más que un engaño lo que realmente vemos no es lo que esta ante nuestros ojos sino lo que deseamos ver en nuestros corazones decía su madre a Joaquín O.
La madre de Joaquin O había recorrido mucho mundo en su vida como agrónoma antes de llegar al pueblo donde sintió que ya se le apaga el fuego de las piernas y que era necesario construir un hogar para resguardarse del frió que le iba entrando por las plantas de los pies y que en el pecho ya se le convertía en nostalgia pues cuando se detuvo con Joaquín O en Salento por fin tubo tiempo para rememorar ya afuera de sus incontables caminos. Así decidió que había tenido una buena vida hasta ese momento, que no debía sentirse triste por lo ya recorrido y que tenia tantas historias por contar que fácilmente podía quedarse en ese pequeño y acogedor pueblito como una matrona generosa repartiendoselas a todo el que tuviera oído para oírselas.
La madre de Joaquín O sabia tanto de historias como de plantas medicinales y de hierbas curativas, la mitad de su vida se la paso en el pacifico y en la amazonía conviviendo con indígenas y negros exprimiéndoles hasta la última gota de su sabiduría en infinitas caminatas por pantanos y selva, en infinitos recorridos por su mitología, por su lengua, sus costumbres, sus danzas y su bravura. Claudia, pensaba que lo que le había pasado a los indígenas es que de tanto nombrar la selva se terminaron familiarizando con ella y de tanto vivir a la intemperie ya eran parte de la misma.
De sus viajes por la selva en chalupa, Claudia, había heredado el gusto por los platos exóticos, todos a base de verduras y frutas; por eso lo primero que se le ocurrió para ganarse la vida fue montar un restaurante en Salento y aplicar en el toda su sabiduría indígena, a base de sal de hierbas y platos saludables, el restaurante poco a poco fue logrando buena acogida. En su restaurante Claudia atendía toda clase de visitantes: viajeros que tenían por casa una tienda de campaña y unos pies inquietos que nunca se cansaban de mover como si siempre estuvieran sobre los caminos, deportistas dispuestos a retar a la naturaleza para probar sus propias agallas, deportistas que cansados de retar competidores flojos habían decidido retar paredes de roca, volcanes y nevados, muchachos rebeldes que huían de sus casas para construirse su propio lugar con marihuana, artesanías elaboradas por ellos mismos y un estilo de vida que les permitía vivir sin ataduras, solitarios irremediables que decidían purgar su dolor de existir a punta de pasos de ermitaño, y toda clase de místicos perseguidores de mitologías antiguas, de energias y poderes perdidos. Todos ellos consideraban su búsqueda como espiritual: el horizonte de los caminantes, la adrenalina de los deportistas, la libertad de los melenudos, la muerte lenta al esparcir sus pedacitos por los caminos de los melancólicos y la energía universal, el nirvana y el ki de los místicos; y todos también consideraban como una experiencia multiorgasmica, que los llevaba casi al placer de abandonarse de la muerte, la comida del restaurante de Claudia, la reina de las verduras.
Claudia en sus años de selva también cultivo otra secreta pasión: la de los amantes exóticos. Gusto que le quedo después de someterse a las faenas intensas de un chaman insaciable capaz de controlarlas hasta el movimiento de su cabello en el acto sexual; de esa pasión por los hombres exóticos nacería Joaquín O. El padre de Joaquín O era Henry O`Hara, hombre fuerte de familia irlandesa, en sus ojos aun yacía esa mirada ancestral de los vikingos cuando veían que habían llegado a buen puerto para cumplir sus ambiciones; con esa misma mirada conquistaría a Claudia ese comerciante del mercado negro que se llevaba los llamados tesoros nacionales a cambio de un trueque que hacia a los indígenas por ollas, botas pantaneras, fogones a gas, jabones, pasta de dientes, desodorantes, pantalonetas a rayas, camisas con tigres fosforescentes y radios. Lo de ellos fue breve pero causaría una fuerte impresión en sus vidas, los dos sabían que les quedaba poco tiempo para amarse y Claudia acostumbrada a los amantes indígenas con un control total sobre sus secreciones corporales se abandono a esa llamarada que se había transferido de los ojos de Henry O`Hara al centro de sus piernas y que luego creció en su vientre para dar fuego a la vida de Joaquín.
La madre de Joaquín llego al pueblo cuando él ya tenía diez años. Por eso la infancia de Joaquín fue en su mayor parte en medio de malokas indígenas y ancianos con mas arrugas que canas que contaban extrañas historias, sobre seres de la selva con los pies al revés que hacían desviar a los caminantes, sobre seres nacidos del sol y del maíz, sobre maldiciones milenarias para quien se atreviera a profanar los lugares sagrados de la selva, sobre civilizaciones antiguas de gigantes con gran sabiduría; pero sobretodo fue una infancia en medio de historias de su madre, de allí derivo Joaquín la imagen de su padre, su padre es y seguirá siendo para él por siempre un pirata. Así lo recuerda Joaquín en sus sueños de niño donde lo veía en islas lejanas, eso si robando solo a los ricos y no a los pobres como decía su madre, una especie de Robin Hood navegante que flotaba en sus sueños.
Henry O`Hara y Claudia se separaron sin prisa disfrutando cada respiro juntos durante tres meses, el día que se conocieron fue el mismo día de su despedida que se prolongo durante tres meses, hasta que pudieron más los telegramas y los mensajes de radio y el sentido del deber de Claudia y ella se despidió agradecida por el hombre que habia encendido una pequeña semilla en su vientre y él por la mujer que le habia permitido amarla como el embravecido mar ama a la arena, dejando siempre su imperecedera huella.
Sus amigos del pueblo cansados de pronunciar ese apellido impronunciable para un campesino habían decidido llamarlo simplemente Joaquín O. Joaquín O hijo de un pirata del río amazonas decía con orgullo. Y en cierta forma Joaquín tenia la razón pues su padre manejaba gran parte del mercado negro de objetos étnicos, como se les llamaba en la época. Lo de su padre se complico cuando llego la mafia y comenzó a cultivar heroína, cocaína y todas las inas en la selva. Con su sentido de la lealtad vikingo Henry O`Hara se alió con los indígenas para derrocar a los invasores, como bien lo vienen haciendo los indígenas hace más de quinientos años pero esta vez pudo más la metralla que los gritos de esos guerreros milenarios con las armas en alto corriendo por primera vez unidos, dándole la cara a una muerte segura, convencidos de al hacerlo honrar a sus ancestros y dioses.
Joaquín O saco el espíritu aventurero de su madre y la fortaleza de su padre, su madre pensó que al nacer iba a heredar los cabellos color de fuego de Henry O`Hara que le caían sobre los hombros en una cola desde su calva cabellera, cabellera que fue perdiendo irremediablemente a pesar de peinarse día y noche hasta sacarse sangre con espina de piraña, remedio infalible para este tipo de males según le decía su chaman de cabecera, que ya había perdido todo su poder y se había convertido más en una triste atracción turística que en el colosal guerrero domador de espíritus que fue antes de la llegada de los mafiosos a Puerto Leticia. Al final la conclusión que sacaron tanto su chaman como Henry O`Hara era la de que su alarmante perdida de cabello se debía al clima, cuestión que tampoco le impidió a Henry lucir con orgullo la cola de caballo encendida herencia de su origen celtida y que le daba un toque exótico que sirvió por lo menos para llamar la atención de Claudia. A pesar de no tener cabellos vikingos Joaquin O si saco los ojos de llamarada de su padre, algunos decían que había veces que los ojos negros de Joaquín O se ponían del color del vino.
Si hubo una época en la que Joaquín fue feliz fue cuando vivió en Salento, pueblo de artesanos, de gente amable y risueña, de vista impresionante al Valle del Cocorá, de un encanto mágico para atraer turistas, de una trucha con patacón famosa en toda la región y como en todos los pueblos de Colombia de la época de una moral religiosa inconmovible. La madre de Joaquín llego en los tiempos de la moralina, donde el cura del pueblo recomendaba a las señoras que libros podían leer sus hijos y que libros no, donde se hacia cerrar la taberna temprano con marchas colectivas de padre nuestros culpabilizadores, donde aun en las madrugadas el monaguillo despertaba a todo el pueblo con una campañilla para hacer la procesión al mirador alto y rezar por la paz de las animas benditas. Los dioses, el único dios de los campesinos eran de una exclusividad a toda prueba, era un dios sufriente que soportaba con abnegación su paso por el mundo no era como esos dioses gordos y risueños que no eran carpinteros, que al parecer comian mucho, sabiendose que en vida el buda aguanto muchisima más hambre voluntariamente que el mismisimo Cristo y que holgazaneaban todo el día sentados en una posición incomoda, que ni idea tenian de la función de una silla. Esos dioses orientales de los que en principio se burlaba el cura párroco, luego pasaron a ser una parte activa del paisaje de Salento.
En esos tiempos era extraño ver faldas gitanas, extraterrestres, terceros ojos que hacían a los campesinos imaginar criaturas infernales, gordos rechonchos de ojos rasgados sonriendo con una aureola en la cabeza, pirámides, cuarzos, energías universales, auras de colores parecidas a amaneceres cubriendo el cuerpo como ruanas, marihuana, hongos alucinógenos, hombres con melenas enroscadas, collares con piedras de lugares lejanos, hombres y mujeres en sandalias que siempre andaban con una mirada plácida, música estridente, otra lejana y más calmada, bailes parados de cabeza, niños capaces de lanzar al mismo tiempo cinco manzanas al aire y recogerlas y volverlas a lanzar con la misma habilidad hasta el punto que parecía un circulo volador de manzanas y un sin fin de excentricidades para ese pequeño pueblo de las montañas del Quindío.
Cuando llegaron los primeros artesanos con sus mochilas del tamaño de una persona a instalar sus carpas los niños se reunieron durante días a esperar que comenzara la función de ese circo ambulante del cual sólo salía una humareda que los mareaba. Los niños se dieron cuenta después de una semana que esos melenudos no eran magos y que la mujer sin las piernas ni las axilas depiladas no era la mujer con barba, asi se fueron alejando desilusionados con el anhelo de algun día poder estar por fin presentes en la llegada del circo ambulante del cual hablaban tanto sus padres; el paso de ese circo destartalado había sido contado entre los acontecimientos más importantes de ese pueblo en los últimos cincuenta años, inclusive muchos lo tomaron como un regalo del difunto alcalde para su madre que por esos días andaba de cumpleaños.
Después las caravanas de hippies crecieron, luego se hizo abajo en el valle la truchera, luego comenzaron a construirse los restaurantes, y con el tiempo los artesanos se apropiaron de su propia calle al lado del parque y se fueron con su circo para finquitas apartadas. Así se formo lo que en los tiempos de Joaquín O era Salento, una parada obligatoria para todos los que visitaban el Quindío, lugar donde se reunían en sus vacaciones los citadinos de las ciudades más importantes de la patria. Llego inclusive a ser tal el apogeo de los artesanos en esos tiempos que uno se postulo para alcalde con la consigna de quitarle al pueblo el nombre de Salento y cambiárselo por el de Nirvana. Pero antes de todo eso estaba la mama de Joaquin, Claudia, luchando con los campesinos para que probaran su sal de hierbas, para que degustaran sus platos vegetarianos que no atentaban contra la madre naturaleza. ¿Madre? Se preguntaban ellos extrañados acordándose de un Dios celoso y colérico que estaba en todas partes hasta en ese pequeño restaurante con olor a especias raras, pero como a los campesinos les venia bien la idea de que toda criatura debía de tener una madre y mucho más en el caso de Dios y debido a un medio machista que los llevaba a agradecer a sus madres por haberlos tenido pero a tener pleno derecho como hombres a gobernar su destino no les pareció un desatino tan grande el hecho de que Dios tuviera una madre y Dios si que era todo un macho, y además como los platos de Claudia tenían buen sabor, eran baratos y los hacían variar su ya monótona rutina de plátano y yuca decidieron aceptar el restaurante y a su dueña sin reparos.
Todo lo que se cocinaba en el restaurante provenía de la finquita que había construido Claudia en las afueras del pueblo y que se llamaba “Gaia”, una cabaña de madera atestada de materas con plantas exóticas, con un balconcito en el cual colgaba un chinchorro, regalo de Henry O`Hara en el cual había dormido Claudia durante años y años, pues de tanto viajar con indígenas se le había pegado el habito de dormir siempre en el aire y pegada de dos troncos. Gaia tenía cultivos de toda clase de plantas, muchos eran bajo techo, otros eran en armarios, Claudia invirtió todo lo que ahorro durante sus viajes en su laboratorio de botánica donde no se cansaba de experimentar con más y más plantas.
Mientras que su madre pasaba su día entre plantas, verduras y árboles frutales, Joaquín lo hacia entre toda clase de mascotas, desde perros, loros, monos, ratones de laboratorio, moscos, mariposas, caballos y mulas hasta cucarachas. En esa jungla de animales y helechos Joaquín había decidido irse por los animales. - Mama ya me has enseñado mucho sobre tus hierbas ahora es hora de que yo te enseñe sobre animales, le decía a su madre día y noche antes de terminar la secundaria y hacer los tramites para irse para la universidad a estudiar biología.
De hecho lo que más le gustaba a Joaquín era observar pájaros, incluso si sus respectivos padres los hubieran llevado a la tienda de Don Omar el día que Claudia decidió ir a comprar uno de los dos únicos binoculares que había en el pueblo y el día que Don Octavio decidió comprarle unos nuevos binoculares a Erika ya que se le habían partido en un salto casi mortal que hizo para estrellarse con el cuerpo de su padre que ya no resistía el peso de la niña que ya se estaba convirtiendo en señorita; Joaquín O y Erika se hubieran conocido antes de que sus destinos los hicieran encontrarse más arriba del pueblo en el valle en una quebradita de aguas cristalinas.
Ya para sus trece años Erika era toda un hada de los bosques, su aspecto de ser fantástico con el paso de los años se había acentuado en vez de haber disminuido como pronosticaron sus padres. Joaquin en una de tantas travesías por la montaña la había visto al lado de una quebradita jugando con un sapo, desde ese día no dudo de los cuentos que cuando era niño le contaba su abuela sobre princesas y príncipes encantados, en las pocas visitas que hizo a la ciudad. En esa época Joaquin contaba con quince años y el impacto de ver a Erika fue tal que durante meses volvió todos los fines de semana a la quebradita sin éxito pues Don Octavio conciente de la belleza exótica de su hija no volvió a pedirle que lo acompañara en las excursiones que realizaba por provisiones al pueblo, que ya no llegaban tan lejos pues desde que pusieron el restaurante donde vendían las truchas con patacón en el valle la zona se había valorizado y ya contaban con tienda propia donde se conseguía todo un poco más costoso eso si pero más cercano. Total con la mulas muertas de cansancio ya no hay como subir turistas y se nos acaba con que comprar estas benditas latas, pensaba Don Octavio y se consolaba.
Joaquín O le contó a su madre lo sucedido en la quebrada, que preocupada al ver su inapetencia lo había interrogado pensando que con la rebeldía de la juventud le había dado por no volver a comer saludable, en un tiempo en la que ella podía estar más pendiente de los sutiles cambios en el estado de ánimo de su hijo pues pasaba más horas en la casa que en el restaurante que se encontraba en pleno apogeo con un equipo de cocineros ya entrenados por ella. Cuando Joaquín le hizo la revelación del encantamiento que sentía por esa hada de orejas puntiagudas y de trenza larga, su madre comenzó a interesarse seriamente en la genética, pues sus conocimientos de universidad le habían permitido aprender que lo que se transmitía genéticamente eran los rasgos fisonómicos más no tendencias psicológicas como por ejemplo su pasión por los amantes exóticos que por lo visto había heredado también su hijo al enamorarse de hadas de los bosques. Desde ese día decidió reconciliarse un poquito con la tecnología y conseguir internet, total ya en el pueblo había pues esa era la vía preferida de comunicación de los turistas extranjeros y de tanto mover el mouse y entrar a páginas web se hizo una cuasi experta en temas relacionados con el genoma humano tanto que recibió invitaciones de varios foros de chats para ver si podía dictar conferencias en sus países, las cuales rechazaba con un no thank you, muy diplomático. Los estudios cibernéticos se convirtieron para ella casi en una pasión tan grande como la de las plantas, tanto que decidió comprarse una computadora portátil para poder regar las plantas mientras se dedicaba a su otro hobbie la aldea global de la información. Dicen que a Claudia de tanto estar pegada a la pantalla del computador le dio cáncer y murió lentamente, despidiéndose paso a paso, haciendo los preparativos con la mayor calma para su último viaje.
Joaquín debido a la enfermedad y sufrimiento de su madre había postergado durante más de un año su viaje a la ciudad para entrar a la universidad a estudiar biología, cuando finalmente Claudia partió Joaquín salio con su mochila a la espalda en excursión a las altas montañas con el firme deseo de ir a buscar a su hada para internarse en las montañas y no volver nunca a vivir nunca con comodines modernas, por el odio que le había cogido a las maquinas después de que el médico le explico el motivo de la muerte de su madre, Joaquín O, ahora con sus ojos color vino, le gritaba al doctor en el funeral de su madre:- ¡No es mejor inventar maquinas que curen enfermedades, como es posible que el hombre invente maquinas que antes las producen y frente a las cuales no conoce cura! Malditas radiaciones la única radiación que quiero sentir desde ahora sobre mi piel es la del sol, hasta luego yo me voy pa` la montaña, fueron sus últimas palabras antes de irse para su casa para empacar unas cuantas cosas para partir hacia el interior del valle allá donde solo los valientes y los bravos son capaces de ir, sin temer al viento ni a los espíritus que llegan con la niebla blanca.
La misma tragedia que había sucedido a Joaquin al perder a su madre le sucedió a Erika pero con su padre, que se fue un día con los guías a rescatar un caminante que se había ido a un abismo por los lados del Morro Gacho, su padre una leyenda en la zona por su valentía bajo con cuerda la pared de roca de la montaña, a mitad del trayecto un viento como nunca se había visto lo golpeo una y otra vez y otra vez contra la montaña, los guías no podían subirlo pues el fuerte viento no los dejaba, hasta que de apoquitos la vida se le fue escapando a Don Octavio dejando un cadáver inerte colgado de una cuerda que se había convertido en un péndulo mortífero.
Cuando Erika se entero corrió con todas sus fuerzas hacia el Morro Gacho tantas que en el camino sólo pudo reparar al joven en el cual se congelo su mirada por unos instantes tan breves que no pudo oír su voz que le gritaba:- Hada, mía, hada mía no te vayas!! Lo demás, los árboles, las piedras del camino, eran objetos con una única forma la de su padre colgando de la garganta de la montaña. Se dice que Erika subió pero nunca bajo, se dice que cuando llego lo único que hacia era gritarle al viento para que se la llevara a ella también, que de tanto frentearlo el viento se enamoro de ella, de esa muchacha altanera con aspecto de hada, la única que en millones de años se había atrevido a desafiarlo y comenzó a soplar con furia como tratando de poseerla, tanta que Erika en un ataque de la lucidez ya perdida decidió internarse en el bosque para protegerse. Dicen que desde allí Erika entre lágrima y lágrima se fue convirtiendo en un riachuelo como de esos que escapan en hilitos al abrazo de la roca, y se fue yendo de Morro Gacho, dejando al viento solitario rugiéndole a las hojas para que le entregaran el amor que nunca le fue concedido desde el principio de los tiempos.
Esta quebradita que bajaba de Morro Gacho fue cogiendo potencia y se fue encontrando con el río Quindío, río que se había devorado el alma de ermitaño de Joaquín O y que lo tenia vagando de arriba abajo sin rumbo fijo, había veces que a Joaquín le gustaba sentir que renacía y subía alto, alto, al cauce del río y se dejaba convertir en góticas, en hilitos y luego sentía como iba adquiriendo fuerza al unirse a esos otros hilitos que eran el mismo y días después de su renacimiento cuando sentía que le hacían falta los humanos bajaba el bosque y se dejaba correr en el campo esperando a ser bebido por las vacas de La Finca, la misma finca que había sido hogar de Erika. Yo los ví, al mismo Joaquín y a la misma Erika que conmocionaron al pueblo con su desaparición hace ya tantos años. Yo los vi mientras se amaban en una hondonada donde se encuentran la quebradita que baja de Morro Gacho y el río Quindío, si uno sabe escuchar entre aguas puede oir sus risas, sus abrazos, sus juegos de amor y sus caricias. Allí se encontraron Erika y Joaquín O, ella con el anhelo del hogar y él con el anhelo de apaciguar esa llama encendida que lo llevaba a golpear las piedras a su paso hasta resquebrajarlas, a inundar las fincas de los campesinos, a expandir su furia por los bosques en cascadas frenéticas que salpicaban y destrozaban todo a su paso, alli en esa hondonada encontró Joaquín a Erika y su encanto de hada, el suave susurro de sus aguas lo hizo olvidarse de su furia y encontrar un rumbo para su cauce enloquecido.
Allí los ví yo cuando por fin se reencontraron después de aquella vez hace tanto tiempo ya en que se miraron furtivamente pero que no se detuvieron, primero por la prisa de Erika que iba hacia Morro Gacho a pedirle al viento que le devolviera a su padre o que se le llevara con él y segundo por la prisa de Joaquín que iba hacia lo alto del bosque a pedirle al río que le diera algo de poder para apagar ese fuego encendido que lo consumía por dentro desde la muerte de su madre. Allí en esa hondonada se pudieron detener sin temor al viento ni al fuego que ardía en el corazón de Joaquín, y en ese lugar, La Finca, que se pudo salvar de las inclemencias del torrente embravecido de Joaquín, se construyo un refugio de amor para quienes esperan después de un largo viaje encontrar un sitio donde puedan amarse sin el temor de no entregarse, de no fundirse el uno en el otro tal cual lo hacen debajo de ese mismo lugar una quebrada y un río.
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