Lo recuerdo bien. Fue en una de esas tantas jugarretas en aquella casa antigua, de esas que siempre acababan con un percance infantil. Esta vez sería uno para toda su vida. Intentó esconderse lo más rápido en la oscuridad de la habitación, y cuando estuvo más calmado, comenzó a acomodarse en el rincón, detrás de una caja. Pero de nada sirvió, pues ya lo había descubierto. Triste salió de su escondite con la luz encendida. Al cruzar la habitación no observó el entorno, lugar que años más tarde sería el particular sitio de un encuentro.

Diariamente se observaban, pero lo que más gustaba hacer era competir por no pestañar. Físicamente eran idénticos; blancos, de contextura delgada y de metro sesenta y nueve. Cabezas grandes y pestañas de camello. Dientes chuecos y colmillos afilados. Lampiños, curiosos y alocados. Eran casi uno. O uno y medio. Sus torsos eran tan esqueléticos, que juntos parecían el único caso de escoliosis visible por el pecho.

No obstante, tenían sus diferencias. A él no le importaba que tuviesen parentesco, mientras que el otro necesitaba ser igual. Uno le hablaba sin esperar respuesta, el otro no respondía. Se enfrentaban sólo cuando él deseaba; el otro debía estar siempre disponible. Lloraban, reían, saludaban y se despedían al mismo compás, pero no pensaban juntos. “¿Me verá él como lo veo yo?”, decía uno mirando al otro lucir tal como lo pensara.

Habían días que una mañana despejada lo animaban a descubrirlo atontado, y a pesar que no lo lograba, se quedaba junto a él compartiendo un momento más. En otras ocasiones, a como de lugar lo evadía cuando malhumorado despertaba. Cambios de ánimo que su símil jamás cuestionó porque, de una u otra forma, le afectaban.

Yo siempre supe que quería uno del otro. Ansiaba saber que pasaría si ese uno quisiera callar y el otro tener que decirle. Pero como nunca lo intenté, el utensilio reliquia en la casa de mi abuela dejó de existir, al igual que mi resplandor y la duda de saber si era yo aquel selenita.