Junta todas esas veces en que moriste un poco por amor o desazón a lo largo de tu vida, será muy escaso el saldo vital a tu favor...
Una de estas tardes de mi Lima gris y húmeda volví a morir otro tanto, hacía tiempo que no sabía o tenía novedad alguna de ella. Estaría inmersa –imaginaba y daba por descontado- en ese crispante ambiente de noticias y entrevistas cumpliendo su papel de “jornalista” extranjera de una connotada agencia internacional de prensa. Fue así, con características de flash de último minuto que me vine a enterar de su nueva cercanía geográfica, y hoy, como un impulso, en inconsciente comisión de reportaje de investigación empecé a rebuscar en esas olvidadas cajas llenas de “inservibles prescindibles” arrumadas en el closet: recortes, folders, diplomas, revistas, folletos, mis antiguas adolescentemente preciadas colecciones de calcomanías y banderines de radios de todo el mundo, postales y QSL’s que alguna vez se lucieron cual trofeos empapelando las paredes de mi habitación; tarjetas de todo tipo –bote una que otra de intrascendente procedencia-, y encontré en medio de aquellos “momentos” de mi vida, esa hoja con apariencia por demás sencilla que me reclamaba leerla. Había sido arrancada del medio de uno de esos blocks tipo escolar cuadriculado de papel reciclado y estaba allí, convertida en carta. Apenas había que reparar en sus descoloridas escrituras hechas con tinta verde para darse cuenta del tiempo de por medio entre el hoy y ese ayer en que la recibí.
Esa vez me puse a leerla frente al panel de control de mi cabina de radio, por entonces aún tenía en el ambiente el recuerdo de su presencia -no muy lejana-, algo que como es de suponer solo yo y nadie mas que yo podía percibir.
Hacía poco mas de un mes que nos habíamos vuelto a ver, vino un día a la radio acompañada de su primita, aquella cuyo hermanito conocí de año y medio de nacido, que era mi vivo retrato como alguna vez ella misma sentenció al ver una foto mía de cuando tenía la misma edad y a partir de entonces llamó “su hijito”; quería ver a un compañero de trabajo mío, eso dijo y eso anunció a la secretaria justo cuando tras suyo bajaba yo las escaleras:
- ¿Está Nico?, me dijo que a esta hora iba a estar por acá.
Extraña amistad –siempre me pareció-, creo que el flaco la antojaba secretamente, pero, sabiéndose casado, ella muy chibola y tan fresco el hecho que haya sido mi enamorada, se regocijaba al menos teniéndola cerca. Por su parte para ella era una suerte de confidente, su hombre infiltrado y además le daba cuerda con el asunto de que tenía pasta para las comunicaciones –el tiempo le daría la razón, absolutamente-, así, tenía el pretexto ideal para seguir frecuentando mi territorio.
- No, Nicolás no ha llegado todavía.
Respondió la secretaria, advirtiéndole con un arqueo de cejas que este sorprendido conocido suyo bajaba las escaleras interrumpiendo su tarareo de alguna canción que dejó sonando en la cabina.
Se veía graciosa, adorable si se quiere, enfundada en sus jeans, chompa ceñida a rayas de colores –probablemente tejida por ella misma-, con tirantes y esa actitud tan suya, con los brazos en jarra apoyando las manos en las caderas y ese leve movimiento de cabeza; desafiante, arrogante, rebelde, pero con un toque de nerviosismo con que casi pude verla mordiéndose los labios, luego un beso aquí y un beso allá.
- ¡Hola!.
- ¡Hola! ¿Qué tal, como te ha ido?
Aquella carta escrita en tinta verde parecía un diario, respondía a una suplicante necesidad de abrigo, de afecto que se echa en falta, resultaba un sinceramiento, un hablar a piel expuesta y viva sabiendo la existencia de ese algo con el otro que la empujaba a establecer esta comunicación. Por eso no me importó el papel, ni la tinta, ni los errores, ni los borrones –si hablaba su alma-, bien pudo haber escrito con una crayola en un pedazo de cartón... igual me hubiera conmovido.
Me escribió sobre lo mal que estaba su abuela, sobre lo duro que resultaba abrirse camino en lo que estaba estudiando, sobre su última desilusión y sobre nuestro encuentro cuando estuvo en Huánuco. La melancolía que se colaba en esas líneas era un sentimiento compartido, la noche anterior ella soñó que estábamos juntos, que me quería mucho, que nos besábamos y era feliz. Se despertó en medio de una gran angustia, no pudo evitar llorar y se sintió muy sola.
“... Perdóname, no sabes cuanto me hubiera gustado sentir algo ese día. Yo sencillamente no lo podía creer, toda la vida pensé que tú no querías nada, yo tuve que matar todas mis ilusiones.
No sé a donde fue a parar tanto amor, tanto cariño. Aquel día cuando fui a la radio, yo tenía tantas ganas de abrazarte, quería abrazarte fuerte no sé por que. Solo eso quise hacer... ”
- Que bueno verte flaquita.
- Si, eh... Te estuve escuchando, digo, antes de venir, pusiste la canción de “El último de la fila”...
Increíble, había pasado el tiempo incierto en que nos hacíamos daño con tan solo compartir el mismo espacio, en que nos desgarrábamos, ella en llanto y yo en plan de fuerte, del “cosa terminada”, del “no va más”; estábamos ya en la etapa de los ecuánimes, de los civilizados, volvíamos a encontrarnos como ahora sin tener que protagonizar ningún show. Y eso ¿es bueno?. Pese a mi –para otros- dominio de la situación, no podía evitar sentir que esto y yo mismo marcábamos un punto muerto.
Me detuve en esas palabras que me movieron el piso: “...tenía tantas ganas de abrazarte”, sus palabras realmente fueron las mías, yo también tuve tantas ganas de abrazarla...
No sé como, pero en esa oportunidad buscamos y procuramos ser y parecer tan amigos, tan adultos. Nos medimos, nos probamos, nos retamos mutuamente; quedamos en vernos y nos vimos, quedamos en salir y salimos, no había mas ese sentirse sofocados, lo que sugiriese uno al otro estaría bien, al fin y al cabo ¡éramos amigos!, ex-enamorados, no nos debíamos explicaciones ni había que rendirle cuentas a nadie –faltaba mas-.
Esa misma noche ya sin la primita por compañía la recogí de casa de una de sus amigas y nos fuimos casi instintivamente al departamento, a “mi departamento” –como le solía decir-, a aquel nuestro antiguo refugio. Allí, cada centímetro cuadrado, cada baldosa, cada mueble, cada rincón y mi habitación, esa con sus paredes cubiertas de distintivos de radios, tarjetas, QSL’s, fotos... cada cosa que estuviera encerrada en esas paredes le dio la bienvenida, como yo que sin admitirlo me alegraba al tenerla de vuelta.
Allí estuvimos, bajo las miradas de Lerner o Vicentico asomando en sus postales, bajo los saludos de Radio Nederland, WNOE, Radio Puerto Plata o la Metro Radio, en penumbra con algo de las luces del jardín que se filtraban por las cortinas; nos amamos... nos amamos pero a la vez nos hicimos a los valientes, a los indiferentes, como si solo fuera atracción del momento, como si después solo fuéramos a encender un cigarrillo y seguir cada cual con su vida, -de algún modo lo hicimos-, fingiendo lejanía y cierta indiferencia. No hubo ni un te quiero o te eché de menos... Extraño, por que el pecho me explotaba, pero ni aún así la garganta traducía en susurro o en grito aquel mensaje; pasaría mucho tiempo hasta que yo pudiera decírselo, hasta que yo mismo pudiera gritármelo, quizá, demasiado tarde.
Nos duchamos juntos, sin mediar palabras nos engreímos bajo el agua y el vapor solo con los reflejos de unas velitas que daban en el espejo y nos iluminaban de verde a través de la mampara traslúcida, haciendo especial el momento en que nos amamos más. Pese a que no fuimos sinceros, ese se constituyó en uno de nuestros encuentros más memorables, -esa noche quedamos con la sonrisa dibujada en la cara-. Nos vestimos y con el pelo aún mojado abandonamos el lugar y nos encaminamos al centro; al día siguiente ella partiría temprano de vuelta a Lima así que nos dedicamos mas tiempo esa noche, hablamos de todo, de sus estudios, de su abuela, de mi universidad encaminada, de nuestros nuevos amores, del “nos vemos cuando vaya para allá” y que “en navidad seguro nos cruzaremos... para variar”.
Los preparativos para recibir el año nuevo del ’91 fueron algo distintos a lo habituado entre los amigos; la fiesta no sería solo entre el reducido y entrañable grupo de los de siempre, en algún momento unimos nuestros planes al de otra gente que puso el local: una especie de casona que aún conserva parte de su antigua prestancia, con un gran salón, techos altos, hierro forjado en ventanas y barandales, muebles de buena factura, mucha madera y una galería interior que al igual que los balcones del segundo piso dan a un patio con muchas plantas. Luego a un zaguán y de ahí a la calle, muy cerca, apenas a unos metros de una de las esquinas de la Plaza de Armas y de las fiestas en dos grandes hoteles donde hay que bailar con orquesta y rodeado de tíos.
El 31 había sido un día agotador; las campañas de fin de año, un programa especial en vivo, grabaciones y los brindis hicieron que recién pasadas las 11 pudiera ir a ducharme y cambiarme de ropa. Cuando al fin estuve casi listo empezaron a tronar los cohetes con mayor intensidad –faltaban minutos para la medianoche-, corrí, saqué la moto, cerré todo y arranqué el motor. El trayecto al centro fue espectacular, antes de cruzar un puente sobre el río me fue regalada una vista nocturna magnífica de la ciudad, luego, aceleré hacia ese horizonte de luces y de casitas iluminadas en los cerros como en un nacimiento, con los fuegos artificiales brillando en lo alto y los truenos del festejo después de cada resplandor, -ya eran la doce- ¡Abrázame Recuerdos!, ¡Abrázame mi amor!. Pasar por el jirón Huallayco fue una gozada, maravilloso, lúdico y hasta surreal, con mi moto esquivando fantoches de trapo que ardían a cada tramo, pequeños castillos con aspas que giraban silbando y arrojando sus chispas a discreción, mensajes de artificio desplegados a lo ancho de la calle “FELIZ AÑO 1991”, el olor de la pólvora y al pasar por San Francisco: los negritos enmascarados danzando, dándole a la campanita y a la matraca. Emocionado como un niño, fui inmensamente feliz durante esos minutos en que en mi mente y ante mis propios ojos las imágenes se sucedían como en cámara lenta, con mi propia música de fondo, viendo a la gente reír, salir a sus puertas copa en mano, o a los chicos prendiendo cohetecillos o corriendo con sus maletas alrededor de la manzana. Era un testigo sobre ruedas del rito de fuego y estruendo que era ese exorcizar el año viejo.
Los abrazos dieron lugar a la música entremezclada proveniente de las mil fiestas que vi en mi camino. Llegué a la plaza, guardé la moto en los bajos de la radio y fui directo a la casona caminando los escasos cien metros que me separaban de ella. Vaya... –iba pensando-, recibí el año nuevo ¡sobre una moto!. A toda velocidad, con gente desconocida deseándome felicidad con solo verme pasar.
El lugar de nuestra celebración era un lleno de bandera, estaban todos: los amigos, los amigos-hermanos, los conocidos, los por-conocer, los visitantes, los plancitos, las serias... todos, y los encontré mas que alegres, para ellos la algarabía y el brindis habían comenzado hace horas, ni modo ¡salud! y a ponerse al día. No recuerdo haber tomado mucho, aunque si que mi vaso no estuvo vacío en momento alguno. Bailé y tomé, tomé y bailé, nada especial, debí aceptar la propuesta de “Recuerdos” -pensé- “No tengo nada para Año Nuevo ¿porqué no me invitas a pasarla contigo?”. Por ganso, claro; por ganso y orgulloso –me increpé-. Había olvidado su carta y con ello la posibilidad de un nuevo encuentro. ¿Estaría aquí? Al menos habrá venido a pasar la navidad con sus padres...
Hacia las tres de la mañana, luego de muchos “salud” y producto de mi poca tolerancia al alcohol me bajó la presión y fue una chica de sonrisa franca y cabello cortito –que alguna vez quise- quien aliviaba mis sudores con caricias en mi sien. Estábamos en la galería y una lluvia constante y menudita mojaba el patio y sus helechos, mas tarde ya no la vi. Yo reposaría luego en un sillón apoyando mi cabeza en una pierna generosa perteneciente a una de mis entrañables “amigas”, otras al lado, turnándose se esmerarían en estorbar.
- Pobrecito... –con tonito y caras de puchero-.
- Es que tomó mucho –añadiría alguna-.
Me sentía como un ahogado que acaba de ser llevado a la arena y ya está rodeado de un montón de curiosos –vistos desde abajo, gigantescos-. Una de las chicas acariciaba mi frente, yo solo quería dormir, por eso no escuché a mi amigo Lucas quien cual perro guardián vino y acabó con el alboroto –que no fue tal, en todo caso era sujeto de una suerte de halagadora disputa-, les dijo algunas cosas que quizá no venían al caso, las espantó de alrededor de la “presa acechada” y me hizo llevar a una de las habitaciones para que pudiera descansar. Pude dormir al fin, como quería.
Dormí mas de una hora hasta que amaneció, desperté con un gran dolor de cabeza, al lado en una cama junto a la mía “yacía” otro “herido”, era el buen Fernandito, amigo mío desde que este era apenas un púber y conocedor de mis andanzas pese a que ya no vivía en el Perú. Apenas si habíamos hablado durante la fiesta, solo para presentarme a una chiquita de ojos verdes a la estaba dándole letra. Medio somnoliento balbuceó:
- Hermano lindo... ¡Feliz año!.
- Lo mismo para ti Marini –y le aventé un cojín-.
- Oye ¿qué es de tu flaca?, no la he visto.
- Yo tampoco, creo que no ha podido venir, en Navidad nos hemos cruzado.
- Ah... ! -y se volvió a dormir-.
Salí al patio con una incipiente lucidez, había dejado de llover, la fiesta estaba terminando, ya me tenía que ir. Los últimos en salir, los de siempre, cogieron la última caja de cerveza que quedaba –no la podían desperdiciar- y me invitaron a acompañarlos, al rato estábamos en el atrio de la catedral con algo de frío, formando un círculo repitiendo el consabido salud.
Las calles casi desiertas habían sido lavadas por la lluvia, unos pocos salían de algún lado, de algunas de las mil fiestas. Mi mirada se concentró entonces en un animado grupo que en diagonal tomaba uno de los senderos centrales de la plaza, salté a la vereda, llamé su atención y grité un nombre. Alejándome de la sorna de mi clan me dirigí a aquel grupo, allí estaba ella, espigada, avanzando hacia mí, muy linda pese a la circunstancia y por demás animada, riéndose de sí misma con un calzón amarillo en la mano.
- Te lo regalo –me dijo sonriendo en vez de saludar-.
- No te veía desde el año pasado –bromeé, cogiéndola de la cintura-.
Nos dimos un beso espontáneo, prolongado y descarado. Los muchachos que la acompañaban no tuvieron otro remedio que despedirse y seguir su camino, me odiaron -creo-. Aceptó quedarse, me comprometí a llevarla a su casa y eso haría. Aunque aún me sentía un poco mal continué tomando con la flaca abrazándome, abrigando sus brazos bajo mi casaca. El lugar y mi embriaguez hicieron que en algún momento me sincerara y le dijera que sentía mucho el haber terminado con ella sin decirle alguna vez en serio que la quería. Le dije que la habría amado y se desencajó. Al día siguiente me reprochó con rabia controlada el destiempo de esas palabras, conversamos sin prisa sentados en un muro del malecón, con el sol de media tarde sacándole destellos al río furioso que raudo pasaba rumbo a la selva. Ahí estuvimos, buscándole la lógica y el sentido a lo que nos pasaba, analizándonos, a ella, a mí, a los dos, en los momentos en que éramos dos.
No llegamos a ningún lado, seguimos en lo mismo, cada quien con su vida independiente y lejana de la otra, pero yendo a por lo nuestro cada vez que nos encontrábamos, siendo dos aunque hubieran terceros involucrados, aunque tuvieran que sufrir. Demasiado fuerte, demasiado frágil a la vez... Fuerte para no resistir los impulsos y frágil para no poder permanecer unidos. Una vez mas, nos separamos, una ves mas morimos un poco, sin saber.
Penoso saberse vivo cada mañana, estúpido saberse capaz de remontar cualquier camino, lejos del otro. Al tiempo, nuestras carreras se fueron desarrollando con cierto éxito; ella relatando noticias, mostrando sonriente su rostro pecoso de nariz fina enmarcado en una rojiza melena ensortijada, después; haciendo sus propios reportajes e informes especiales para un noticiero nocturno, lo que le fue valiendo para hacerse de un nombre y un lugar en su medio. Por mi parte, ya de vuelta en mis pagos, reinstalado en nuestra caótica capital, yo libraba mis propias batallas, sorteaba mis propios obstáculos y explosiones, en eso fue convirtiéndose mi vida profesional que de las comunicaciones derivó en los trajines y avatares de resolverle los líos judiciales a los demás.
Saber de ella en los últimos tiempos resultó en algo tan ocasional como raro; escasas comunicaciones directas, apenas algún “feliz cumpleaños” o “te llamé por que me siento mal”, no hubieron mas encuentros memorables, se casó, me casé, se fue a vivir de cara al Atlántico, y yo, me quedé donde puede verse a sol ocultarse en el Oeste, por el lado del mar.
Mi vida, mi rutina y mi guión... El cargoso timbre del teléfono me devolvió al presente cuando apresurado bajaba las escalinatas de Juzgados Civiles, olvidando por un momento la audiencia conciliatoria de la que acababa de salir. Iba abstraído, con la mente en otro tiempo y lugar, sacudiéndome el mal humor, tarareando casi para mí mismo las letras de la carta que llevaba en un bolsillo del uniforme el muerto soldado Adrián de la canción de los catalanes; se vió interrumpido en ese instante el mismo tarareo, como aquella -lejana- vez en la radio.
El recado me tomó por sorpresa, si bien ya estaba enterado que ella había vuelto a radicar en Lima, no sabía los pormenores de su regreso, -aún cuando trascendió que respondía a un serio problema que aquejaba su salud-. El mensaje, escueto y directo, obedecía a una llamada que realizó su hermana a casa de mis padres donde viví hasta antes de casarme: “Llamó fulana de tal, hermana de sutanita, dice que es urgente, llámala al siguiente número...”
Me quedé parado, haciéndome infinidad de preguntas sin atinar a nada. Al segundo una palmada en mi hombro derecho –mi socio dándome alcance-, apurada mi camino al estacionamiento.
Llamada de por medio y en lo que me llevó llegar, me encontré en los prolijos pasillos de una clínica buscando el B-306, me vino a la mente una escena casi olvidada, fugaz, luminosa que me envolvió, con ella riendo a carcajadas, una tarde con sol tibio en el campo cerca de Kotosh, junto al río, jugando, dando vueltas asida de mi brazo, con su pelo suelto a contrasol y luego cayendo sobre mí, riendo, una tarde...
Entré en la habitación, besé a la madre –los años nos habían convertido en amigos-, aquel debía ser el marido, desconcertándome se apuró en estrecharme la mano y me abrazó, -jamás nos habíamos visto-, luego se retiraron todos en riguroso silencio dejándome solo en la inmensidad de aquel lugar que albergaba a una envejecida pero bella mujer en su cama frente a una gran ventana. Acercándome finalmente percibí una sonrisa en ese rostro inmóvil, me senté a su lado con suavidad, tomé su mano como quien toma algo sagrado y me estremecí cuando apretó la mía fuertemente. Sin palabras, en esa conmovedora intimidad solo besé sus nudillos y se enteró que la amé. Los siguientes días serían un paulatino decaimiento, hasta apagarse una mañana, cuando llovía.
Demasiado fuerte, demasiado frágil... quien lo iba a decir, pese a la distancia, pese al silencio, permanecimos cercanos, unidos al “no fue”, dueños de instantes de la vida del otro... Aquí estoy, como haciéndome eco de las letras de la canción, teniendo por compañía a la soledad que anduvo conmigo en cada visita que hice todas estas tardes, sintiendo el frío del mármol y el cemento en esta mi Lima mas gris y más húmeda que nunca, sintiendo que parte de mí yace junto a ésta mujer, estoy aquí, cuadrado, al pié del cañón, sin poder decir su nombre, ya no tiene sentido, es muy tarde y me tengo que ir.
“He visto las explosiones brillar a mi alrededor, casi todos han muerto, yo también moriré... Querida Recuerdos, llevo seis días aquí. Siempre te quiere tu soldado Adrián...”
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