¿Es cierto que todos podemos triunfar? ¿Será tan sencillo como lo cuentan las modernos fábulas de caballería animal, bastarán el puro deseo y la fuerza de voluntad para lograrlo? ¿Por qué sólo la cofradía de animales hermosos y simpáticos aparecen vencedores en ellas? ¿Es acaso el talento patrimonio de todos, o exclusivo de éste zoológico selecto? ¿Será cierto que no sólo delfines, gaviotas, corceles y perros finos pueden ser felices?
En respuesta a éstas y otras interrogantes, emerge la rata anónima de su infame y fétida cloaca, dispuesta a demostrarnos que el bestiario completo, desde el más desvalido hasta el más habilidoso, todos sin excepción, poseemos talentos y habilidades para salir adelante en este mundo duro. Que todos los individuos, incluso el más común, es, paradójicamente, un ser único y especial.
La primera aventura de la rata, aunque tácita, es fundamental, es la aventura de su vida, subyacente a todo cuanto vendrá: dejar de ser sólo parte de su cáfila, liberarse del yugo del anonimato, poseer un nombre propio. En un exceso de ingenuidad, supone que la palabra de un individuo basta para que el objeto exista; no sabe que el lenguaje es un acuerdo que trasciende al individuo y lo subyuga, y que por lo tanto, la naturaleza misma de lo humano es la pequeñez, su existencia como símbolo efímero. Sólo lo abstracto, aquello que destruye lo particular, será útil para la humanidad y sobrevivirá al individuo.
Así, parte la rata a conquistar sus sueños, con su mayor arma, la de crear a través del símbolo, y en particular, la de haberse recreado a sí misma como ser único e individual a través de su nombre.
En sus cuitas se encuentra con ídolos de las entusiastas fábulas del éxito fácil y exitosas bestias mediáticas: el Delfín, Juan Salvador Gaviota, el Corcel Negro, Lassie. A todos admira y a todos quiere imitar. Sus anhelos son un lugar común para el mundo judeo-cristiano: llevar una vida digna, sentirse única y especial, desarrollar sus talentos, poseer sueños y llevarlos a cabo. Para rata el camino es duro y plagado de escollos que ponen a prueba su tenacidad. Entonces se va develando las verdaderas miserias de sus ídolos. En cada caso, la rata descubre la mediocridad y vileza de su ídolo, pero es contumaz y siempre cae víctima del siguiente prosélito.
Descubierto el sinsentido de su empresa, reconoce no haberse topado con ningún ser especial. El talento, generalmente confundido con la mera habilidad, si no es inexistente, por lo menos es escasísimo en los seres que pueblan el mundo.
Harta de buscar sueños y trascendencia, valora su naturaleza mediocre y prescindible, y añora el anonimato de su cloaca. Por ello, sin nombre ni esperanzar, emprende el camino de regreso.
Pero el destino aún no le había tendido la última celada. Una explanada, seca y monocroma, donde el viento reina y el tiempo nunca transcurre, intercepta su camino. Ahí encuentra el macabro paraíso a donde van a parar todas las ratas manumisas. Ratas que pagaron la altísima factura de sus sueños con taras y mutilaciones. Dominándolo todo, están el Señor de los Sueños y su vicario Pedro, el profeta ciego que fundó aquella cofradía de tullidos.
El final de la rata es incierto. Intentando huir desfallece, y moribunda, tendida en el suelo duro, no ve, como dicen que se ve, una luz al final del túnel, sino sólo, como última esperanza, el agujero lejano y oscuro de una cloaca hollando la explanada.
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