Me niego a confesar que no tengo casi fuerzas para avivar el fuego vacilante de la estufa. Aprietan el silencio y el frío; y yo mismo, hombre de intemperie y de veteranos silencios, tengo el alma encogida.
La luz vacilante de la llama danza en las altas paredes de mi cuarto y hacen más agudo su aire pelado de comisaría de campaña. Qué destino el mío! Lo pienso ahora, casi recuperable y cercano
como el poncho que intenta abrigarme.
El cortejo de sombras indecisas no pisa aún el resplandor de las brasas y todavía tengo algún tiempo si no me interrumpen los embelecos de mi pobre hija.
Siquiera en el recuerdo me tengo derecho en los estribos, firmes las riendas en la mano izquierda y el talero seguro en la derecha, mientras detrás de mí,la caballada tasca, impacientes los frenos en la primera luz de la mañana. Para qué habría yo de querer espada?, si a pura voluntad tuve a raya a todos una punta de años.
Todavía me cargosea alguna vez el recuerdo un rostro emboscado detrás de tupidas patillas.Y aquella mirada como de tigre acosado... Pero, cuando se cuadraba, también sabía aflojar el hombre. Yo desplegaba mis vastos telares de silencio y entonces quedaba como indefenso, apretado en un juego que le era ajeno y la pupila tinta en sangre buscaba la guarida del suelo.
Vuelvo a intentar el sabor de los días idos y profundos como el agua de los aljibes. Nadie creería que mi única fiesta era la sombra de algún sauce y mi destracción alguna nube caprichosa que aliviaba la pampa inabarcable.
Monótonas y austeras fueron mis jornadas, parejas como el viento cargando sobre el océano de pastos que goberné como un rey bárbaro.
Sé que vendrán a hablar ahora, del resplandor de la gloria y de mi porfiada pasión por la sangre. Esos, ignorarán siempre mi esencial alejamiento de toda cosa. Ni siquiera la pasión de aquella mujer vibrante como una lanza me sacó del tiro. Es cierto que calmó mis noches como un torrente de perfumes encendidos. También buscó los atajos de mi sangre. Pero, cuando tiritaba la primera luz del alba entre malvones dormidos, el pájaro de sombra anidaba nuevamente en mi corazón.
Ni siquiera el Poder que fatiga su talón en los muros cotidianos de la costumbre, ni las joyas reluciendo en la altas bandejas del cielo, ni el temor del Altísimo, ni la idolatría de la chusma; nada pudo alterar el temible filo de mis labios. Tampoco las imprecaciones de los condenados o los llantos de sus mujeres.
Ni fervor ni ira alteró el paso isócrono de mis espuelas rayando la tierra que creí mía para siempre.
Y esta es la última noche.El frío y el silencio de una
tierra de gringos me gana de a poco. Poco importa ya todo...
Sé ahora que me muero.
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