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PERDÓNAME

El veinte de septiembre fue el peor día de mi vida. También el último.

Recuerdo todo con perfecta claridad, como si hubiese sucedido ayer. Aunque me sería imposible establecer con exactitud cuánto tiempo ha pasado ya. Podrían ser días, meses o incluso años. Ya no lo sé.

Eran las ocho en punto de la noche, y yo estaba junto a la ventana de mi cuarto, admirando la belleza de la luna llena. Las estrellas brillaban como pequeños diamantes incrustados en una tela de seda negra; y yo estaba feliz.

La luna, las estrellas y yo estábamos en armonía, y todo parecía perfecto. Cuando al fin me decidí ir a la casa de Lisandro, jamás imaginé que el panorama iba a cambiar tan drásticamente.

Cada paso que daba en la oscuridad de la solitaria calle retumbaba en mi cabeza con un tinte de advertencia. La brisa que soplaba dulcemente me rogaba en un susurro maternal que diera media vuelta y regresara a mi casa. Pero no le hice caso. Mi corazón latía tan fuerte que aturdía a mi razón. Aquella vocecita odiosa que me decía que algo no iba a salir bien.

Toqué el timbre y al cabo de unos minutos, Lisandro me atendió. La luz de la noche enaltecía sus ojos verdes y destacaba su bella sonrisa. Su cabello negro brillaba, sedoso, peligroso. No pude evitar sonreír de la manera más idiota posible, pero enseguida me recompuse.

Él me hizo pasar, sin dejar de sonreír. También estaba contento. Mi corazón se exaltó en mi pecho. Las cosas estaban saliendo bien.

Me ofreció algo de tomar y acepté. Me senté en el sillón de la sala y esperé a que regresara de la cocina, mientras buscaba las palabras adecuadas para expresar la razón de mi visita.

Regresó con un vaso con jugo de limón y se sentó junto a mí. Nuestros cuerpos peligrosamente cercanos. Podía sentir el calor que emanaba su piel, y el olor de su colonia me intoxicaba. Era adictivo. Y no hacía más que aumentar mis nervios. Bebí un poco de jugo, intentando calmarme.

– ¿Estás bien? –me preguntó entonces.
– Sí, –respondí robóticamente.
– ¿Pasa algo?

Pude ver la preocupación en sus ojos. Me mordí el labio inferior y tomé una bocanada de aire. Quería decirlo de una manera especial, pero no pude. Las palabras que salieron de mi boca fueron simples y directas.

– Me gustas mucho.

Su reacción no fue lo que yo esperaba. Se paró de inmediato, alejándose tres pasos de mí. No había ni un atisbo de sorpresa en su rostro. Sólo nerviosismo y algo de pánico. Mi corazón se detuvo, y no creí que fuera a ponerse en marcha de nuevo, pero milagrosamente lo hizo. Lisandro no dijo nada. Sólo se quedó lejos de mí. La alegría y emoción que había sentido hasta ese momento se esfumaron de inmediato.

– Yo… perdóname –articulé con dificultad. No se me ocurría otra cosa.

Me paré, y Lisandro retrocedió otro paso. Iba a perderlo, iba a perderlo para siempre.

– Perdóname –repetí. –Yo pensé… Paola me dijo que yo te gustaba, que se te notaba en la manera en que me mirabas.
– Paola te mintió –sentenció, sin mirarme.

Mi mundo se hizo pedazos. Pero mi corazón quería unir las piezas nuevamente, y di otro paso hacia delante. Lisandro se arrinconó contra la pared. Le tomé la mano, intentando calmarlo. Intentando sentir el calor de su piel, aunque fuera por última vez.

Y de pronto me encontré en el piso, con la nariz sangrando y aullando del dolor. La sangre resbalaba por mi rostro y manchaba mi remera. Las lágrimas escaparon de mis ojos, nublándome la visión. Él, aún con el puño cerrado, se horrorizó ante lo que acaba de hacer.

Me levanté y me sequé las lágrimas, para luego limpiar la sangre. Lo miré a los ojos y vi su arrepentimiento, así como él vio mi dolor. Pero el daño ya estaba hecho.

– Perdóname –susurró.

Pero yo ya había abierto la puerta; y salí corriendo en medio del frío nocturno. La luna era ahora un hueco blanco en la noche. Un hueco profundo como el que yo tenía en el pecho. Y las estrellas no eran más que lágrimas salpicando el cielo.

Escogí un camino diferente a aquél por el que había llegado. El silencio no iba a hacerme bien. Necesitaba ruido. Sonidos que embotaron mi cabeza y no me permitieran pensar con claridad.

Abracé mi propio cuerpo mientras caminaba junto a la ruta. Los autos pasaban a toda velocidad, provocando un zumbido constante en mi oído. Pero no era suficiente para ocultar mi dolor y decepción. Jamás me había sentido así. No era sólo un rechazo. Era una herida profunda, un puñal en mi costado. Era el final de una amistad.

¿Y por qué no mi final?

Di un paso hacia el costado y extendí los brazos. Me sentí libre. El dolor y la decepción se fueron. Todo se volvió negro. El hueco en mi pecho desapareció. Y aunque no tenía a Lisandro, extrañamente me sentí completo.

Texto agregado el 25-03-2008, y leído por 110 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
31-03-2008 Muy interesante el relato, joven literato. Por la manera como escribes me da entender que dejas mucho en tus cuentos; mucho de tí. Cuidate. rubencrist
 
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