Si fuese un cigarrillo, y fuera caminando con las manos en los bolsillos, pensativo, por alguna calle semicéntrica, como a las tres de la tarde. Mirando las copas de los árboles, y de su verde sedoso al celeste fresco, que primero lejano, y después al alcance de la mano, hasta que captara mi atención una actividad poco ortodoxa a los pies de uno de los árboles. Y a esta la protagonizara un escorpión, en el orgasmo de su belleza venenosa, y me acercara a ver qué hace. Si él no me respondiera –o si no me contestara, que es una palabra más viva, que la mecánica de respuesta no comprende: pregunta/respuesta; contestación/contestación- , concentrado en su tarea, poniendo una rama al lado de la otra, del árbol sin copa que tiene a su lado, poniéndolas, decía, a su alrededor. Y si yo le insistiera en saber qué hace, y me dijera que debe morir, y que para eso el fuego lo debe rodear, y así poder él penetrarse con su propio aguijón. Y si entonces, como supongo que lo haría, le preguntara porqué no lo hace directamente, siempre tan desubicado con mis preguntas, sin toda la parte del fuego. Y él me contestara que así lo hacen los escorpiones. Si yo, luego, con esa lógica básica que mueve mi mundo, le dijera que no tiene sentido hacer las cosas por costumbre, y que más práctico y razonable sería pasar directamente a la pichicata. Y él, con su sabiduría de veneno, me dijera que él ya pensó como yo, y que ya dio toda la vuelta, y que tanto esa vuelta como el ritual del momento eran todo lo mismo, y que yo soy un jovencito ignorante, y que mejor lo ayude prendiendo esa ramita con mi brasa. Y yo, algo avergonzado ante su fuerte presencia, al prender la ramita, me quedara viéndolo desde afuera. Si él, con una repentina expresión de pánico, que luego se desvaneciera ante una de profunda tristeza, y luego de vacío, y luego de estas dos últimas juntas acompañadas de la de resignación, que tal vez se resuma en la más dolorosa, que es la angustia, si él, decía, se dirigiera primero hacia su derecha, y volviera, y luego, partiendo del mismo punto, en dirección a mí, o su izquierda, y luego de volver, fuera hacia lo que su adelante, lo que mi izquierda, y volviera y etc.… Si al final, al final de dar toda la vuelta, la vuelta, entendiera, que otra vez había dado la vuelta, y que como había dicho un minuto atrás, pero sin conocer en aquel entonces el significado que ahora le atribuye, “tanto esa vuelta como el ritual del momento son todo lo mismo”, si entonces se renovara con más fuerza que nunca su expresión de angustia, un instante antes de que le atraviese el tórax un terrible aguijón que no llegara de su cola, sino de algo externo, que él no manejara, con un impactante trifoneo de veneno, verde y abundante trifoneo…
Yo… yo no sé qué haría. Tal vez seguiría camino, pensativo, con las manos en los bolsillos, tan desnudo como ahora mismo, consumiéndome de a poco, como ahora mismo…
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