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Nerviosismo. Esa sensación de cosquilleo aumentaba según me aproximaba a la gran mole de cemento y cristal donde me iba a encerrar durante los próximos días. Se convirtió en una corriente eléctrica que me recorría y se mezclaba con el sopor que me producía el sol de este extraño otoño.

El imponente edificio me azuzaba, me apremiaba a penetrarle. Respiré profundamente y traspasé la puerta. En su interior, como siempre lujo. Las arañas iluminaban los grandes salones, las alfombras amortiguaban los pasos de los que allí nos íbamos agolpando, las sonrisas de anuncio de las azafatas nos recibían nada más cruzar la puerta hacia el santuario, los empleados uniformados esperaban un mínimo gesto para satisfacer el menor de los deseos.

Eran sensaciones repetidas, vividas una y otra vez. Sin embargo no podía evitar la ansiedad que me acompañaba también igual pero tan diferente a otras ocasiones, como una vieja coqueta que no quiere separarse de tu lado.

Tras los trámites de rigor me dirigí al habitáculo que me habían asignado. Magnífico como era de esperar, cada detalle en el sitio preciso para que la estancia en ese encierro fuera placentera. Sin embargo algo me impedía sentirme completamente a gusto, un vacío que se palpaba en el ambiente. Traté de obviarlo. Me deshice del fardo que portaba, me refresqué y salí a reunirme con los que serían mis compañeros durante los próximos días, seres dispares que enriquecerían aquella reunión. Me di de bruces con el pasado a través de ese viejo conocido ya olvidado que me hizo rememorar imborrables momentos muy lejanos. Descubrí a esa chica despistada que llegaba de lejos sola, tanto como yo, y que se disponía a disfrutar de la experiencia. Diseccioné a los enteradillos de turno que sabían más que nadie sobre el porqué estábamos allí, imprescindibles en cualquier evento que se precie.

Olvidé mi misión en aquel laberinto. Sólo me dejé llevar por la situación, sin pensar, sin pararme a analizar, ¡cuarenta y ocho horas sin analizar!, todo un lujo. Reí, comenté, ironicé y volví a reír.

Después de aquello regresé a mi cubículo. El fantasma me esperaba con su risa burlona. Se marchó cuando se aseguró de que aceptaría su promesa de volver. Se esfumó el vacío. La serenidad y las letras ocuparon su lugar.

El reloj dio las doce. Al contrario que en los cuentos era la hora de comenzar. La Cibeles se había engalanado para nosotros. No estaba bien hacer esperar a una diosa.



28/10/2007

Texto agregado el 24-03-2008, y leído por 70 visitantes. (0 votos)


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