Lo supe de oídas. Me contaron que era un ser escurridizo, de ojos lacerantes y cola abreviada. Se aquerenció en esa estancia, en donde recibió asilo y una ráfaga sibilante de amor fraterno. También provocó nutridas salivaciones en las fauces de un micifuz que lo vigilaba permanentemente, no precisamente para desearle los buenos días. Pero, Gómez era insensato, no intuía el peligro y se internaba en peligrosas sendas, sin imaginar que aquel gato ya lo saboreaba para sus adentros. Vaya uno a saber cuales son los pensamientos de una lagartija, que eso era, a la sazón, el mentado Gómez.
Este relato, me retrotrajo a una montonera de años atrás, cuando por esas circunstancias ajenas a la razón, una lagartija cayó presa en una botella que se encontraba en el patio de nuestra casa y de allí fue incapaz de salir. Su destino fue el mismo de Gómez, mis hermanas la adoptaron y recibió también un apellido, que en este momento no recuerdo. ¿Por qué extraño designio, las lagartijas solo son apellidadas y nadie las bautiza con un nombre común? Ese es un misterio que, de todos modos, no pienso resolver, teniendo otros tantos problemas en lista de espera.
El asunto fue que la lagartija aquella, se robó el corazón de mis hermanas, quienes la consentían en todo, la atiborraban de moscas y otros insectos, los que el reptilucho aquel devoraba con un apetito voraz. Pero sucedió algo, creo que la lagartija perdió su cola y comenzó a desesperarse. Mis hermanas se pusieron en el lugar del bicho, se imaginaron ellas mismas sin cola (si la hubiesen portado), comprendieron la desazón del animalito y después de un corto conciliábulo, se decidió que la lagartija recobraría su libertad.
Dicho y hecho, nos dirigimos, mis hermanas y yo y la lagartija, cautiva en un tarro vacío de Nescafé, que vendría equivaliendo a un moderno carro celular, al lugar elegido para su liberación, la Quinta Normal. El camino lo hicimos en silencio. Mis hermanas, cual carceleras que pronto le franquearían el paso a la emancipación a su prisionera, asimilaban calladas este cúmulo de emociones nuevas que les corroía el pecho.
Ya en pleno centro de dicho paseo, sin palabras de por medio, mi hermana colocó el tarro en el suelo y lo inclinó en noventa grados, para que la cautiva lagartija cambiara de condición en un abrir y cerrar de ojos. En efecto, como un celaje, la bichita abandonó el tarro aquel y sin dar muestra alguna de nostalgia ni agradecimiento por las atenciones prodigadas, se perdió veloz en la espesura Quedó el llanterío. Mis hermanas se habían encariñado con la lagartija aquella, pese a que ésta no aprendió otra gracia que la de engullir cuanto bicharraco estuviese cerca de sus fauces.
Por lo tanto, imagino el dolor y la desazón de aquellas almitas que apadrinaron al fallecido Gómez. No podría aventurar un responso por tal criaturita, ya que no atesoro ni la milésima parte de las dotes que elevaron a la santidad al Hermano Francisco de Asís. Y en fecha tan sensible como la que estamos viviendo, no quisiera ni siquiera mencionar una suerte de resurrección para el bichito malogrado, sino más bien, la posibilidad cierta de un reposo eterno, una sepultura (pocas han de ser las lagartijas que cuentan con una tumba) y el recuerdo solemne para una criaturita de Dios que por algunos escasos instantes, sintonizó su vida con el corazón dichoso de unos niños...
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