Desde una edad muy tierna, mi abuela, me hizo romper con el miedo a la distancia. Posiblemente murió sin saber que ese hecho me había puesto en muchas ocasiones y en un día, a una longitud astronómica del hogar. Su estrategia era muy sencilla: simplemente, buscaba la separación más corta entre los puntos que quería conectar y proyectaba el camino a un máximo de dos rectas que solo se cruzaban una vez. El método funcionaba perfectamente, tanto en lo rural como en el ámbito urbano. Sí, acaso, era necesario un tercer tramo, me llevaba hasta donde éste convergía con uno de los dos básicos. El resto era asunto mío.
Con todo lo anterior tomado en cuenta, una mañana de mis cuatro años, puso en mis manos un regalito para mi madre y en mi cerebro el nombre de dos calles, que desde el punto donde me dejó, eran coordenadas perfectas para conseguir mi objetivo. Lo que nunca pudo explicarme, es que las dimensiones son inversamente proporcionales a nuestra mentalidad y a nuestro físico. La casa de donde partí estaba en el extremo opuesto a la de mi destino, lo que suponía cruzar todo el pueblo y en mi condición de niño era como ir de la tierra al cielo.
Cuando me acercaba a la segunda fase de mi recorrido, llamaron enormemente mi atención, dos adolescentes que desde el marco de una media puerta, producían un alboroto descomunal. Ambas altísimas, de piel color canela y rostros coronados por sendas cabelleras negras, estrepitosas al reir y de dentaduras muy cercanas a lo perfecto. Una, ligeramente más esbelta y ostensiblemente con menos edad y entre las palabras que articulaba con una voz muy fuerte, pero de linda modulación, descubrí mi nombre y el de mis progenitores. Me lució que festejaban el verme.
Las otras veces que se me probó el sentido de orientación en esa ruta, era Yo quien buscaba el júbilo que venía de esa ventana, hasta que un día mis padres se mudaron. Seguí creciendo y mis cambios anatómicos fueron, tal vez, un buen escudo para presenciar y aquilatar sin ser notado, la belleza creciente y el comportamiento de la joven, que por primera vez, aquella ya lejana mañana, revistió de exquisitos matices mi nombre. Cuando supe el suyo, me impactó negativamente lo injustos que fueron, en ese sentido, con ella y con su imagen.
Luego, andando más el tiempo, me asombró ver como esa diosa se esmeraba en hacerse la graciosa frente a los congéneres de clase pudiente. También pude observar sus despliegues de coqueterías y cómo frente al sexo opuesto y sin el menor resquicio de pudor, directamente los abordaba. Pienso que premeditadamente, nunca se casó. Gustaba de lo bueno, pero despreciaba los compromisos que limitaran su flexibilidad olímpica para insinuarse y ser centro de atracción.
Cuando cumplí veinte años me emplearon en el Ayuntamiento del Municipio y sin saberlo, ella, que ya tenía treinta y cuatro y que formaba parte del equipo de la Tesorería, sería mi vecina de trabajo. Yo era parte del departamento que consevaba las Hipotecas y por tanto, allí concurrían los que adquirían bienes, cosa que los hacía objetos de su admiración. Muchas veces la pude contemplar cuando impávidamente, soltaba sus interesados halagos a los que portaban Actos que me tocaba transcribir. Ocasionalmente y movida por lo ya expuesto, irrumpía en la oficina con su apetecible manera de poner en movimiento sus encantos. Sus gestos, la forma de cambiar de ángulo su cara, los giros de su cuerpo y, sobre todo, su voz dulzona y su risa, eran imán que atraía la atención mía y de los contribuyentes.
En algunas de sus incursiones en la oficina, me miraba, pero como se mira a un objeto que no nos despierta ningún interés o que de tanto verlo, no hay posibilidad de que se descubra en él un detalle relevante. Sin embargo, un viernes al mediodía cruzó la puerta, en medio de un grupo de compañeros y se dirigió directamente hacia donde Yo estaba. Puso su rostro frente al mío y con su alucinante voz me interpeló en público: ¡ahora voy a saber si este muchacho es inteligente!. Después de la frase me metí en sus pupilas, pero no me dejó alojarme en sus adentros, porque vino la pregunta: ¿Tu sabes quién soy Yo?. Cerré mis ojos para ‘hurgar’ su figura en mi memoria hasta que la afirmación de ¡no, no lo es! me hizo abrirlos para solo alcanzar a verla al frente de su séquito, perderse tras el vano por donde había entrado. Entonces creí, que aparte de su nombre, había otra cosa que no compaginaba con su prestancia.
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