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Le dejaban la escudilla con la comida una vez al día debajo de la puerta. Todo lo que llegó a ver de su carcelero fueron los pies, puede que la mano, pero eso no podía recordarlo. Comía con toda la lentitud que le era posible porque comer y dormir era la única manera que tenía de llenar las horas del día. Prefería dormir de noche porque la vigilia se le hacía más insoportable cuando no tenía nada que mirar. Se consideraba afortunado por un agujero del muro que dejaba pasar un chorro de luz. Ese detalle le permitía dividir el tiempo en ciclos de días y noches. La noción de meses y semanas se le escapaba por completo.

La celda tenía la longitud necesaria para un hombre extendido. Había una litera sobre el suelo, sin patas, en frente de la puerta. Delante de la cama, a los pies, estaba la taza del váter. Una pequeña pila para lavarse había sido practicada en el muro contrario, igual que un nicho. El muro del váter estaba alicatado con azulejos blancos. Uno de ellos se había desprendido hacía tiempo y seguía en el suelo en la misma posición en la que había caído, con la masa de cemento pegada aún a la cara de arcilla.

Lo tiró al suelo una tarde intentando cazar un ciempiés con su sandalia. Uno de los picos de la baldosa se le clavó entre los dedos del pié derecho y le hizo un daño inmenso. Al cabo de los días la herida comenzó a hincharse y a coger un color rosáceo que le hizo temer lo peor. Sabía perfectamente en qué consistía la gangrena. En el hospital de campaña había visto drenar una pantorrilla ennegrecida a los sanitarios y había visto salir por la herida los cuajarones de pus mezclados con diminutos trocitos de carne, igual que una sopa con grumos. Era músculo podrido, le habían explicado. Él no dejaría que le ocurriera lo mismo.

Cuando el bulto le pareció excesivo tomó el tenedor y dobló uno de los dientes para usarlo como escalpelo. Después de varios intentos vio que no era capaz de soportar el dolor de hundirlo en su propia carne. Usó el trozo roto de azulejo como un martillo y golpeó con fuerza. Cuando se despertó del desmayo comenzó a drenar la herida igual que había visto hacer en la enfermería. Aquel sufrimiento de estrujarse el pie poco a poco fue el dolor más horrible que había sentido en su vida, pero al cabo de los años lo había olvidado por completo.

Nunca fue organizado y desechó la idea de anotar con muescas el paso de los días. Se dijo que no tenía sentido empezar después de haber pasado tanto tiempo. De nada servía sumar una cifra si no sabía a qué otra cifra sumarla. Intentó calcular su edad mirando las arrugas que iban apareciendo en su cuello y en sus brazos. Pero sabía que su cálculo era poco preciso porque no podía mirarse en un espejo.

Al cabo de un tiempo que él aventuró en décadas, notó que en el fondo de la taza del váter aparecía una mancha verdosa. Dado que no tenía otra cosa que hacer dedicó días a mirarla a través del agua. Junto a ella aparecieron otras dos que al poco tiempo se hicieron igual de grandes. Pensó que debían proceder de su propio cuerpo. Algo que había en su tripa producía aquella sustancia brillante y dura. A falta de más conocimientos médicos pensó que debía ser un parásito. Desde ese día inspeccionó con cuidado la comida en busca de larvas hasta que se cansó de la tarea. Para entonces, las manchas verdosas se habían convertido en jorobas que sobresalían como un racimo de la superficie lisa del inodoro. Él las miraba con atención durante horas esperando verlas respirar o deslizarse como caracoles por la superficie pulida. Usaba su propio tenedor para escrutarlas. Intentaba arrancarlas con fuerza pero nunca llegó a conseguirlo.

Entonces empezaron las pesadillas. De noche soñaba que las criaturas reptaban desde el váter, por la habitación, hasta volver a entrar en su cuerpo, se le adherían a la garganta y no podía hacer nada para sacarlas de allí hasta que moría de asfixia. Entonces se despertaba. De día sus pensamientos eran más atroces. Llegó al convencimiento de que aquella fauna que ahora recubría por completo el interior de la taza del váter no era más que una pequeña porción de una gran colonia que habitaba en su vientre. Lo palpaba una y otra vez y lo imaginaba repleto de cosas verdosas que, allí dentro, se movían, respiraban e iban devorando poco a poco sus entrañas.

Esta vez no tenía un conocimiento claro de lo que le esperaba si dejaba pasar el tiempo. Conocía la gangrena, pero no sabía nada de aquellas manchas oscuras. Razonó que el sacrificio de aquellas lejanas horas de dolor había servido para salvar su pierna. La distancia en el tiempo y la vaguedad de su memoria le ayudaron a quitar importancia a aquel drenaje insoportable al que se sometió a sí mismo. Y no dio muchas vueltas antes de tomar la decisión de extirpar aquel intruso que se había metido en su cuerpo. Pensó que si había podido soportar lo del pie podría, igualmente, hurgar en su propio vientre y deshacerse de aquello para siempre.

No quiso esperar al día siguiente porque no quería regalar más ocasiones a sus noches plagadas de pesadillas. Tomó el mismo tenedor que había usado hacía muchos años y esta vez lo pisó para unir todos los dientes en uno solo que hiciera de broca. Consciente de que no tendría valor para apretarlo contra su tripa, levantó el somier y se colocó debajo. Con una mano sujetó con fuerza el pesado armazón mientras con la otra palpó minuciosamente su vientre. Pensó que, con un poco de suerte, quizá notaría algo moviéndose y que ese algo sería la misma cabeza del bicho y que de un solo golpe se libraría de él. Pero no llegó a notar ningún movimiento. Cuando ya no pudo soportar el peso eligió un punto al azar, un poco más abajo del ombligo.

El carcelero notó que el preso no tocaba la comida de la escudilla. Al cabo de dos días de retirarla, igual de llena que la había dejado, dio parte a un superior que dejó pasar un día más. Cuando abrieron la puerta el cuerpo ya había empezado a descomponerse.

Texto agregado el 23-03-2008, y leído por 85 visitantes. (2 votos)


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