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FLORENCIA NIÑA

Escuchabas en la cocina de la pobre vivienda la salmodia del agua en el fregadero. Con delantal y cofia percudida, la mujer, madre y patrona, repite el consejo y la orden que advierten del escarmiento y la estrechez, el inútil arrepentimiento por la pobreza no aceptada. Junto a los panes que ayudas a moldear, extendidos en el fogón, se confunden la ternura y la amenaza. Y cuando no es admonición, es voz campana de la plaza solitaria, rezo lacónico del comercio que ofrece todos los días los frutos del trigo almacenado para épocas difíciles, mieles de la mañana para otros que no escuchan como tú ahora el reclamo de la pobreza. El perfume del pan domina el espacio y ciega toda emoción profana. Con esta mies amasarás la vida y endulzarás el vacío que retumba en el refectorio de tu silencio; puedes comerlo ahora, al borde de tantas ilusiones que trae el cernido motejado de anís con inflexiones de levadura. Eres tan liviano como el polvillo acumulado sobre la mesa en la que dibujas un nombre y una figura, mientras la voz te dice letanía de no harás, no harás: la obediencia siempre, calla tus sueños. El dibujo toma camino sin consulta y entonces es el trazo que haces del rostro de Florencia, la vecina italiana que parece guardar puentes y plazas del Renacimiento en sus ojos de niña. La pintas en blanca harina, con toques de ámbar y fragancia de campo fértil, y la borras para guardar el secreto cuando trabajas. Pero al salir y cerrar la puerta de la cocina, estás en Florencia, en un cuartucho desde donde ves el Baptisterio y la Galería, los enigmas de Medusa desmenbrada por Perseo, la fuente limpia tan diferente a la que adorna el patio de la casa. Y entras en la plaza del color del pan que llevarás ahora al mercader para venderlo como tus recuerdos perdidos en el polvillo con que dibujaste a Florencia niña, Florencia puente. Y después las monedas echadas con indiferencia, que recibes para llevarlas a la madre y patrona que reprende y prepara de nuevo el manjar desabrido que habrá de servirte en el refectorio de oración y recogimiento.
Es esquiva Florencia, a salvo del río que le brindas: Arno domesticado al pie de la gloria de ser pintada sobre manteles enharinados. No puede atarla la ofrenda de un poema, porque, como Beatriz, rechaza las formas de la apetencia: ella, que desea el abrigo de una catedral, no debe aceptar sino tus miradas de tímida declaración. Florencia niña no es devota del aire de la ciudad y sus voces de lluvia, hasta que la inunde el río y sea madero en la sinuosa carrera fluvial. Cuando se desborden las aguas, el cielo de Florencia estará aneblado de grises, y sólo destellos de la luz de los vitrales de Santa María darán colorido al arrobamiento que la domina por breve instante, porque luego ella misma será columna derrumbada.
Pero insistes en verla en los blancos pliegues que extiendes sobre la mesa, en hablarle del sueño de tantos poetas deslumbrados por la presencia de una roja arquitectura, escalonada de techos y columnas almenadas. Algún día el camino desviará su cauce y entonces la sorpresa no será la misma. Tampoco es el mismo el cayado de trigo que este día llevarás al ventero. Habrás apartado un poco de harina para dibujar a Florencia niña, para que te acompañe con destino al mercader de los panes. Presientes que no serán rezos ni admoniciones lo que escucharás, sino voces dichas por labios que expresan deseo, apremio, y finalmente aceptación. Y todos los murmullos y campanas quedan lejos y sólo es Florencia niña que tiende un puente sobre el Arno. La imaginación salta en giros inesperados mientras el arrepentimiento quiere de nuevo, sin lograrlo, dominar tus intenciones: oración y recogimiento, resignación ante la mesa vacía. Desde que saliste de la casa vieja traías en los pliegues del pan la figura que refresca la esperanza; y así el fogón y el refectorio se alejaron del ambiente para llevarte con Florencia al cuartucho desde cuya ventana no verán el Baptisterio sino un fondo de techos de zinc oscurecidos de tempestad, trepidantes de viento y atardecer. El rugido de las aguas llega a oídos de Florencia niña, y ella se deja llevar por torrentes que arrastran perseos de lodo, reyes de cal, medallas desgastadas. La inundación del río llegó hasta Florencia puente, hasta el lecho que han destendido, y los anega de furiosas emociones.
Al alcanzar más tarde el umbral de la casa, te desprendes del peso de la miseria con el aroma de mies y levadura.

Texto agregado el 23-03-2008, y leído por 236 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
19-04-2008 Una prosa perfecta.LLena de imágenes,aromas y sensaciones. Uno más de tus bellos escritos,con tu estilo único. Me gudtó mucho********* Un beso Victoria 6236013
30-03-2008 Un texto pleno de lirismo, descriptivo en aromas y sensaciones. La sugerencia de la mano de la belleza dibuja una Florencia niña, ciudad y sueños amasados como la mies. Felicitaciones. clepsidra
27-03-2008 Muy buena prosa.***** lagunita
23-03-2008 Prosa poètica de primera, un regalo por la pascua a todos los amigos de la pàgina. doctora
 
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