a Leandro Rodrigurez Jáuregui
Miro la mosca que golpea contra el cristal, reventándose, una y otra vez, dale que dale. Afuera está el cielo, celeste profundo, con alguna que otra nube. Imagino la secuencia, las cosas que debe pensar la pobre mosca, afuera la libertad, el viento, quizá comida, pero la mosca lo único que quiere es estar afuera, en el cielo, llenarse los ojos de cielo; yo que miro la mosca que golpea el cristal. Afuera está el cielo. En una de esas, en un milagro de la naturaleza, la física o lo que sea, el cristal se rompa en mil pedazos y la mosca pueda salir, libre al fin, idiota movimiento sin sentido, pero lo que ocurre al final es otra cosa, aún más inesperada, la mosca que se golpea contra el cristal sin sentido, el cristal que se revienta no por la acción de la mosca sino por la acción del cielo, que invierte los roles y ya no es la mosca la que quiere salir sino el cielo que quiere entrar, celeste cruel, hace pedazos el vidrio y la mosca no está, los ojos de la mosca que querían llenarse de cielo, el cielo que entra por la ventana, mis ojos llenos de cielo, el cielo que entra por mi boca, mi nariz, revienta mis ojos, se mete en todo mi cuerpo hasta hacerlo estallar, como si pisara un saché de leche, y al fin la mosca está afuera, libre del cristal pero apresada en el cielo, cielo que está adentro del cuarto, cuarto lleno de cielo, piso con restos humanos y paredes llenas de cielo pero con manchas de sangre.
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