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Las Hormonas De Felipe




Felipe estaba en el punto más crítico de su relación con Amanda; y, al llegar a ese punto, pudo saber que mucho de lo que Amanda decía, sobre sus relaciones, era cierto. Es sabido que las perversiones humanas más profundas, pueden manifestarse durante el período inicial de las relaciones. Allí, cuando se van estableciendo las bases de la confianza recíproca. Ese destape llega después que se han relajado las tensiones de la mutua aceptación. Cuando las prevenciones y cuidados; todos esos fantasmas del rechazo, parecieran haberse ido esfumando, hasta desaparecer.

Felipe aún no había vivido lo suficiente para saber discernir las sofisticada telaraña de esa relación. Sólo sentía crecer en su cerebro la intensidad de una pasión irresistible; ésta, lo sacudía de un lado a otro, en medio de un mar de testosterona y pujante semen insumiso. En ese tumultuoso estado hormonal, Felipe decidió hacerle una propuesta a la masajista del club.

El asunto es que las personas, para sentirse bien, y ser aceptadas en sus relaciones amorosas, debieran hacerse preguntas que no necesiten respuestas, y al mismo tiempo, darse respuestas, sin que haya sido necesario haberse formulado preguntas.

Felipe era una persona fuerte, de gran corazón. Le habían enseñado a enfrentar las adversidades con estoicismo y firmeza. Desde la más temprana infancia había aprendido a resistir todo tipo de presiones. Ante cada dificultad, solía decir que a lo único que le temía, era a Dios y al aburrimiento.

Amanda era una mujer bastante común, por lo menos en apariencia. Sólo, algún destello fugaz en sus ojos, parecía anunciar la arrebatadora e insaciable sexópata que ardía en su interior. Ella, a simple vista, parecía pertenecer a ese tipo de mujeres de las que se dice, cuando salen del baño: "ella tiene el pelo mojado"; y, no: "ella tiene el cabello húmedo".

Nadie hubiera dado un centavo por la estabilidad de esa pareja. Todos suponían que un poco antes que después; ella o él, se iría por su lado sin remordimiento alguno. Eran completamente distintos. Sus familias provenían de raíces y culturas diferentes. Nada ni nadie les auguraba un idilio prolongado. Más bien, se pronosticaba una brutal carnicería a corto plazo y, tras ella, la consiguiente ruptura.

Corrían los primeros días de enero cuando, la familia de Felipe, dio el puntapié inicial de un partido que pocos querrían jugar. La hermana menor de Felipe; Nora, una muchacha frustrada y sentimental, creyó que Amanda debía cambiar de actitud frente a su familia.
Ella consideraba que Amanda no respetaba a Felipe, pues, nunca quiso estar presente en ninguna de las fiestas de familia. Ni siquiera tuvo la delicadeza de hacer una llamada telefónica para disculparse, el día del cumpleaños de su madre.

Con ese bagaje a cuestas, Nora, se apersonó una tarde en la casa de Felipe y golpeó la puerta hasta que Amanda, quien la había visto venir y no quería recibirla, decidió hacerla pasar. El encuentro no fue muy grato, ni siquiera amistoso. La sonrisa de compromiso en Amanda y la mueca indefinible de Nora, anunciaron el principio del fin. Felipe se hallaba enfrascado en la obtención de jugo de raíz de ginseng, para reponerse del desgaste al que estaba sometido todos los días, en los brazos de Amanda.

Soplaba el zonda en la altura sobre Mendoza; ese viento maldito que cambia a la gente de, gatito doméstico, a tigre salvaje y feroz, en un abrir y cerrar de ojos. Amanda llevó a Nora hasta la cocina donde estaba seleccionando unas hojas de diente de león para hacerse una infusión. Había comido del cerdo que cocinó Josefina, y ahora tenía el hígado a la miseria. Josefina era la vecina que siempre estaba a su lado cuando Felipe salía de viaje. El jugo de los dos limones que había bebido, no hizo mucho para aliviar su malestar. La cabeza parecía estallarle. Y, ahora, para colmo de males, además del zonda, caía como peludo de regalo, a rematarle la fiesta, la hermana más intratable de Felipe.

-Hola hermanita, gritó Felipe desde el patio al verla. ¿Cómo están en casa? –Están todos bien, gracias a Dios. Respondió Nora. -Siempre esperando que te acerques para saludarte. Especialmente mamá, que es la que más sufre tus olvidos. Me pidió que, si no vas a verla, por lo menos, le hagas una llamada telefónica. Se la pasa llorando en los rincones por culpa tuya. Yo ya no sé qué decirle. Por eso estoy acá. Vine para ponerte al tanto de lo que pasa desde que te borraste con tu noviecita. Felipe se dio cuenta que el camión de Nora había agarrado cierta velocidad; y pensó, que si no lo paraba a tiempo, luego iba a ser muy tarde. –Pará, pará un poquito. Contestó, alzando el tono. -Vos no sabés cómo viene la mano. ¿Cómo se te ocurre decir, que me borré de casa y de mamá? Lo que sucede es que ando entreverado en un asunto que no me deja ni respirar. –Claro, replicó Nora, estás tan ocupado que no podés hacer una llamada para que tu madre sepa que todavía estás vivo. Vamos, no creas que soy tan estúpida como para creer semejante mentira. Además, a mí me da lo mismo que nos visites o no; que llames o no llames; eso, a mí, me tiene sin cuidado. Pero, sí me preocupa ver en que estado se encuentra mamá por tu falta de amor y respeto.

Amanda seguía con las hojitas secas de diente de león en la mesada de la cocina, como si escuchara llover. Felipe quiso encresparse ante la dureza de Nora; pero, sólo atinó a carraspear levemente, y mirar a Amanda como si fuera un niño que espera indicaciones de su madre. Un relámpago de furia cruzó por los ojos de Nora, cuando Amanda soltó una carcajada burlona y la miró de arriba abajo. -¿De qué te reís vos, infeliz? Le gatilló Nora. -¿Infeliz yo? Preguntó, con un gesto sardónico, Amanda, añadiendo: -Creo que estás muy equivocada nenita, la única infeliz acá, sos vos. Al decir esto último, una mirada felina destelló en sus ojos. Y, lejos de callarse, resolvió todo en una sola ecuación irrefutable: -Primero, tenés que saber que Felipe es mi hombre, y yo soy su mujer; o, mejor dicho: yo soy su hembra, y él es mi macho. Tu problema es que vos no sos capaz de respetarlo a él. Tu hermano jamás se olvida de la madre que lo parió, y te voy a decir por qué: porqué el hombre nunca se olvida de la vagina de donde sale; pero, tampoco descuida la vagina en donde entra.

Nora, quedó en silencio. Se puso de pie temblando, tomó el saquito que colgaba del respaldo de la silla y, sin decir nada, cruzó el patio hasta perderse en el pasillo. Luego, ya solos, Amanda y Felipe copularon sobre la mesa.






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Texto agregado el 21-03-2008, y leído por 139 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-03-2009 Ah, no; me equivoqué: sí sigues en la misma huevada. La misma huevada. La misma. Huevada. La. fraNNco
26-04-2008 Ja ja ja, qué buen relato. Lo que más me gustó fue el climax de hiperrrealismo. margarita-zamudio
 
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