Anciano y solterón, Alcibíades se había transformado con los años en un verdadero ermitaño que decidió, un lejano día, no abandonar jamás su vetusta residencia. Dentro de esas cuatro paredes se paseaba día y noche como un fantasma gruñón y sus vecinos podían contemplar a través de los viejos ventanales su silueta encorvada que recorría las desocupadas habitaciones hasta altas horas de la noche.
Durante el día, los muchachos apedreaban los ventanales provocando la ira del anciano, quien, escoba en ristre, amagaba perseguirlos, provocando el jolgorio de esos rapaces.
El odio fue creciendo en el pecho de Alcibíades. El mundo era para el un estorbo y Florinda, una viejecita muy animosa, la única persona con la que el anciano tenía una precaria relación, ya que era la que le cocinaba, aseaba sus habitaciones y le lavaba sus escasas vestimentas, le recomendaba que se cambiara de domicilio, que aquello era demasiado grande para él y que estaría más cómodo en una pensión. El viejo montaba en cólera y la despedía a grandes voces por lo que consideraba un verdadero insulto. Florinda era perseverante, sin embargo y regresaba cada cierto tiempo para realizar sus labores, haciendo oídos sordos a las recriminaciones del anciano.
Alcibíades no tenía familiares y si los había jamás se presentaron en la residencia. A veces se ponía conversador y sentados a la mesa, frente a una taza de café, ambos ancianos comenzaban a hilar recuerdos y entonces la casa parecía renacer, los deslavados cuadros de los antepasados restallaban nuevos fulgores y el papel tapiz recobraba su antiguo colorido.
Florinda enfermó de gravedad y estuvo hospitalizada casi un mes en un nosocomio para indigentes. Cuando se recuperó, era un espectro enflaquecido que -aún así- y conmovedoramente fiel a su gruñón amigo, llegó a duras penas a la vieja mansión. Alcibíades la recibió con grandes muestras de cariño, no le permitió realizar ninguna labor y para su asombro, le sirvió una sustanciosa sopa que tuvo el mérito de revitalizarla.
Cierta noche, cuando descansaban junto a la chimenea, un estrépito de vidrios quebrados y las risotadas insultantes de los mocosos, los estremeció. Alcibíades se levantó como pudo, agarró una especie de mazo que conservaba detrás de la puerta e intentó salir en una infructuosa persecución tras los rapaces. No alcanzó a dar un par de pasos y cayó de bruces sobre la estropeada alfombra. La vieja se apresuró a auxiliarlo pero ya era demasiado tarde. Alcibíades, consciente que había llegado su hora, tomó con desesperación la huesuda mano de Florinda y le susurró unas cuantas palabras. La vieja, con los ojos empañados por el llanto, asintió y cuando el anciano lanzó su último suspiro, ella, piadosamente, le cerró sus ojos.
La figura del anciano se dibuja todas las noches a través de los desvencijados ventanales. Cada vez parece más encorvado y según cuentan los vecinos, ya no se asoma cuando los muchachos lanzan las consabidas pedradas. Cuando cae la noche, renueva las flores del túmulo que apareció cierta noche en un oculto rincón de las enmarañadas enredaderas que circundan el desolado patio…
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