A Sergio le ocurrían cosas que sólo le podían ocurrir a Sergio. Una vez vino a la facultad contándonos que le habían robado en el metro. Yo imaginé la escena en alguna de las oscuras galerías que unen estaciones apartadas con aquellos largos pasillos. Pero cuando un día nos contó los detalles fue para darle entre las orejas. Dos tipos le pidieron el dinero en un vagón lleno de gente y él, para no molestar a los viajeros les dijo que esperaran a la siguiente parada. Luego se bajó y los chorizos, poco contentos con su dinero, le quitaron el reloj y una pulsera de oro que tenía desde niño. Ese era el tipo de cosas que sólo le ocurrían a Sergio. Él podía contártelas sin añadir un solo gesto de guasa, sin darse cuenta de que estaba contando una historia de las que pasan de boca en boca en la cafetería de la facultad, con las que todo el mundo se troncha a la hora del café. Sergio era el tipo más inocente del mundo y quince años después no había cambiado nada. No sé. Por eso, a veces me pregunto por qué mató a su madre.
Yo me enteré por los periódicos. Estaba tomando el café al lado de casa. Siempre elijo esa cafetería porque tienen El País. Las otras dos que hay cerca de casa tienen La Razón y prensa deportiva. En la sección de Madrid venía una foto con mi amigo Sergio esposado, con una capucha, y varios policías escoltándolo. Dejé el café a medias y subí las escaleras de dos en dos para buscar el teléfono de algún compañero de la facultad. Aún guardaba el de Almudena. Ella no sabía nada, así que le repetí los titulares. Habían sido dos puñaladas. Sí era Sergio, no podía ser otro, no daba los apellidos, pero venían las iniciales y la dirección de su casa, y además el nombre de la madre venía completo, ninguna madre se llama Eduviges Cedeño, salvo la madre de Sergio.
Me dijo que la mantuviera informada pero noté cierta frialdad en su voz. Mis amigos nunca apreciaron a Sergio. Todo el mundo acabó dándole la espalda antes de que acabara la carrera. Yo me acerqué a él el año de las oposiciones. La desolación en la que dejó mi vida el final de la facultad y aquellos meses tristes sin otra ocupación que repasar una y otra vez los tomos de fotocopias de la academia fue el momento más cercano que tuve con Sergio. Le llamaba todos los fines de semana porque necesitaba un tipo como Sergio que me hiciera creer que la vida era un lugar sin vida donde aquellos tochos inmundos de papeles tenían algo de luz frente al mundo de sombras casi trágico de mi compañero de facultad. Él no preparaba oposiciones, hacía la mili repitiendo el último año, y aún necesitaría otro más para aprobarlo todo.
Yo le animé a venir a ver un ciclo de cine mudo que proyectaba la Filmoteca Española. Sergio estaba tan sólo que se hubiera apuntado a un curso de literatura palestina si yo le hubiera insistido. Nos vimos el ciclo completo de Fritz Lang en sus años alemanes y más tarde otro de la primera época de John Ford. Luego aprobé en Sevilla y dejé de verlo. Cambié mis libros de apuntes por las juergas los fines de semana y el cine mudo por los estrenos que recomendaba la Guía del Ocio.
—Llámame cuando sepas algo— me dijo Almudena para acabar.
Pero pensé que a Almudena no le importaba demasiado. Almudena quedaba con Sergio una vez al año. Yo me la encontré un día hace unos cuatro años. Ya había llovido desde nuestros tiempos de estudiantes. Ella me dio el teléfono de Sergio y me dijo que ya no le llamaba. Que al principio había querido ayudarle, pero que se había cansado de intentarlo.
Me dio su teléfono y lo llamé. Quedamos esa misma semana en una cafetería de Callao. Él me propuso ir a ver una película de Florián Rey de 1927 que había restaurado el Círculo de Bellas Artes. Yo le dije que prefería tomar algo. Pensé que Sergio se había quedado en el mismo lugar donde yo lo había dejado diez años atrás. Por teléfono me lo imaginé con la misma barba de tres días y las gafas torcidas, pero en eso no acerté. Su aspecto había empeorado considerablemente.
Llevábamos un buen rato hablando de nuestras vidas mientras yo miraba pasar a todas las chicas jóvenes dedicándoles una larga mirada cuando él me preguntó si había encontrado el amor de mi vida. Usó una frase cursi, no sé si la de “el amor de mi vida” o alguna parecida. Yo le puse al día. Le dije que desde que había vuelto a Madrid había descubierto todos los tugurios indeseables y cambiaba de chica cada semana. Lo dije con cierto orgullo, porque cuando íbamos a la universidad ninguno de los dos nos comíamos una rosca.
Sergio solía decir las cosas como si estallara después de haberlas guardado mucho tiempo, aunque yo nunca entendía por qué las soltaba de aquella manera.
—Pues yo —dijo haciendo uno de esos gestos que yo recordaba, como si cogiera carrerilla para hacer una de sus confesiones tremendas. Como la de aquel día que me dijo que él era homosexual—. Pues yo resulta que soy esquizofrénico.
—Vaya. ¿Y ves a otras personas que te dicen cosas? —me burlé de él porque acababa de ver “Una mente maravillosa” y Russell Crowe se inventa a un espía imaginario—. A ver si luego vas a ir diciendo por ahí que éramos tres en este bar, en vez de dos.
—No, no —me corrigió solícitamente como un niño bueno—. Lo malo es que me mandan muchas pastillas. Y yo no puedo hacer nada cuanto me tomo todas las pastillas —entonces adoptó un tono rebelde, casi revolucionario—. He decidido desde hace unas semanas que ya no me voy a tomar toda la dosis.
Yo le escuchaba casi sin prestar atención. Me hubiera gustado que me hablara de otro tema. Ya que no le gustaban las chavalas, pues que elogiara los hombros de algún jovencito de los andaban por el bar. No sé. Cualquier cosa. Pero él se puso a hablar de su madre.
—No aguanto más vivir con ella. Tengo que encontrar un trabajo—. Volvió a coger carrerilla y yo me fui preparando para otra confesión como que se iba a cambiar de sexo o que mezclaba la medicación con crack, en fin, alguna de esas revelaciones que hacía de repente—. Tengo que conseguir un trabajo para independizarme porque así no puedo vivir.
Nos despedimos temprano porque él llevaba una vida sana. No quería conocer ninguno de mis tugurios, no bebía alcohol y no se acostaba nunca tarde.
Una semana más tarde recibí un correo electrónico de Sergio. Me decía que no quería volver a verme hasta que yo dejara de ir con mujeres malas y le contara que me había entregado al amor serio y verdadero en una relación auténtica. Lo de serio y verdadero y lo de la relación auténtica es literal, tengo el correo en una carpeta del outlook. El e-mail era un poco extraño, parecía sacado de una de esas novelas francesas del siglo XIX que él leía con esfuerzo durante el verano. Era un e-mail extraño, un e-mail extravagante. De hecho era Sergio en estado puro, su preocupación paternal por el amigo del alma, del amigo casi inventado, su mundo de mujeres “malas” y mujeres dignas de amar, sus condiciones inapelables y, como no, esa interminable inocencia que siempre iba con él a todas partes. Yo dejé de llamarle como me pedía en su correo, pero no lo hice a la espera de encontrar mi amor verdadero. Dejé de verle porque Sergio era difícil de presentar al resto de mis amigos.
Busqué información sobre los pasos que daría el proceso y quien se ocuparía del caso. No quería estar allí, pero quería informarme de todo. La vista fue casi un año más tarde, en otoño. El juez ordenó su reclusión en una institución psiquiátrica. Se trataba de un pabellón rodeado de madreselvas a las afueras de Madrid, al cual se accedía por un camino vecinal que se desviaba de la Nacional II. Poco más tarde conseguí permiso judicial para reunirme con Sergio.
La institución, o el psiquiátrico, o como se le quiera llamar, estaba en el interior de una verja de ladrillo rojo que ocultaba a los ojos de los conductores lo que ocurría dentro. En la entrada había una garita con un guardia de seguridad que me pidió el carnet de identidad y el pase que me habían expedido en el juzgado. Aparqué casi a la entrada y un conserje me llevó hasta el segundo piso. Era una sala muy grande con mesas para seis u ocho personas que posiblemente también hiciera de comedor o de sala de recreo.
Me asustaba la idea de que me recibiera con una bata blanca o incluso con una camisa de fuerza como la de Jack Nicholson en Alguien Voló sobre el Nido del Cuco. Pero todo fue muy natural. Le dejaron recibirme con ropa de diario. Era su misma ropa. Creo que recordaba aquel jersey de los tiempos de la facultad.
—¿Cómo estás? —me preguntó como si yo fuera el interno y él hubiera venido a ver como estaba—. Cuéntame algo de tu vida. Me dijeron la semana pasada que vendrías a verme.
—Sigo como siempre. La misma vida. Un poco serio entre semana y desbarrando en cuanto llega el jueves.
—Y de chica en chica... —pensé que me decía con afecto.
—No te creas, llevo ya tres semanas con la misma. Si llego al mes pensaré que me pasa algo —intenté una sonrisa pero él escuchaba muy serio—. ¿Qué tal tú Sergio?
—Bien. Muy bien todo.
Lo dijo con su voz de niño bueno. Como dando a entender que se había acabado todos los días el plato de comida y no se había masturbado.
—¿Tienes alguien más que venga a visitarte? —Su padre murió hace mucho tiempo.
—No.
Esta vez habló como si estuviera avergonzado, como confesando que ese día no había hecho los deberes de la escuela.
—Me obligan a tomar la medicación. Y es que cuando tomo toda la medicación ya no puedo hacer nada —Era el Sergio rebelde el que hablaba, el mismo Sergio que no quería vivir con su madre—. Estoy intentado estudiar la oposición de administrativo, pero mientras me den esta dosis no podré concentrarme.
Yo le escuché en silencio. Me contaba cosas de su vida diaria y de cómo se llevaba con los celadores del centro. De los otros internos no habló. Era como si no existieran.
—¿No estás bien verdad? —le pregunté.
—No, si no estoy mal. Tienen un canal de cine clásico. Ahora están echando un ciclo de Tod Browning.
En el refectorio había dos internos más hablando con sus familiares. Uno era calvo y desgarbado, y el otro era un anciano muy pequeñito. Una enfermera muy guapa arrastraba por el pasillo un carrito lleno de vasos de plástico y yo pensé que aquel lugar higiénico quizá no era el peor para que un chico como Sergio pasara su vida. Si conseguía que rebajasen su dosis a lo mejor podría disfrutar de alguna lectura o del inmenso jardín que rodeaba todo el pabellón. Fuera de los ventanales había muchos tiestos de plantas que me imaginé cubiertos de pájaros en verano.
Puse una mano encima de la suya para demostrarle que podía contar conmigo y busqué una frase para acabar la conversación. La hora que me habían dado se estaba acabando.
—Sergio. Yo estaré aquí. Vendré a verte.
—No —respondió con una seriedad infinita—. No quiero que vengas.
Sin esperar a que nos avisaran se dio media vuelta y se dirigió a su habitación. Yo me quedé unos minutos más en el refectorio mirando por la ventana. Vi como uno de los internos jugaba con el retrovisor de mi coche. Un guardia de seguridad vino a avisarme de que era la hora. Me acompañó a la salida y yo sentí como si en vez de venir conmigo para indicarme el camino, estuviera siguiendo las instrucciones que le había dado Sergio para que yo no volviera a cruzar aquella verja. Cuando la atravesé con el coche oí un portazo seco, como si se hubiera cerrado para siempre. |